El enemigo es el prójimo - Semanario Brecha
La sociedad en vías de desintegración y la necesidad de la educación

El enemigo es el prójimo

Étienne de La Boétie advertía (El discurso sobre la servidumbre voluntaria, publicado en 1576) que los humanos tienen cierto grado de fascinación por el amo: «Es el pueblo el que se subyuga, el que se degüella, el que, pudiendo elegir entre ser siervo o ser libre, abandona su independencia y se unce al yugo; el que consiente su mal o, más bien, lo busca con denuedo». Freud planteaba que el sometimiento de las masas obedece a la sugestión y al enamoramiento, y se caracterizaría por compartir un ideal del yo. ¿Esto explica el fenómeno de Javier Milei o de Donald Trump?

En el sistema capitalista el poder se organiza en partidos políticos, en empresas comerciales o industriales, con relaciones entre sí que potencian la concentración del poder para someter a la sociedad a través del ideal del yo que promueve el marketing. En el pasado, la organización social requería relacionamientos interhumanos solidarios vinculados con la lucha contra la naturaleza; ese era el enemigo. Se requería la acción conjunta de todos para subsistir. El ideal del yo era aquel que mejor se desempeñaba en la función de cazar, pescar o recolectar. En la actualidad, la organización social está orientada a la producción industrial y al comercio. Las acciones requeridas para ello se basan en el dominio del congénere para que consuma lo producido. La injusticia de esta situación se ha naturalizado y el enemigo es el prójimo.

La extensión de los medios de comunicación a través de sofisticadas técnicas de marketing induce al consumo más allá de las necesidades. Se impulsan ideales del yo con base en la posesión de determinados objetos. El valor social de la persona se establece en la medida que los posee, aunque no los necesite para su subsistencia. La marca comercial es más importante que el valor de uso. El ideal del yo es la ostentación de esos objetos que impone el marketing. El estímulo del consumo provoca enorme cantidad de desperdicios y el cambio climático, al mismo tiempo que enfermedades, ya sea por desnutrición en las clases desposeídas, ya sea obesidad, diabetes, hipertensión o enfermedades cardiovasculares. El estímulo de «poseer lo que tú no posees» genera la pérdida de la solidaridad y la pérdida del otro como colaborador en la lucha por la existencia.

Los imperios, así como las empresas, que surgen como una «cuestión de estómago», se transforman en la persecución del lucro sobre la base de la explotación del otro. La desaparición de la consideración del otro conlleva el debilitamiento de la moral. La moral existe si el otro está presente y se lo considera en el reparto del pan. En la medida en que el ser humano deja de percibir la responsabilidad para con el congénere, la sociedad tiende a desestructurarse, a desmembrarse y a fomentar la violencia.

Las metrópolis colaboran con la desaparición del otro. Los transeúntes no se saludan en las aceras, los vecinos no se conocen. Los movimientos sociales y políticos basados en la solidaridad deben luchar contra una cultura que promueve lo contrario. La negación del otro ya está instalada a través de la sugestión masiva del marketing. Aun los más empobrecidos caen en la trampa y apoyan a nuevos líderes de una libertad amoral.

El marketing provoca la ilusión de ser un cortesano a través de la adquisición de determinados bienes según la marca, que lo eleva por encima de los plebeyos. La promesa consiste en la zanahoria del «sueño americano», del «éxito económico», mientras el otro es un extraño amenazante que interesa solo porque es quien puede admirar lo que se posee. Por las calles se pasean autos de marca despertando la envidia de los transeúntes, e incluso el enojo al borde de la violencia. Unos y otros no ven quién es el otro, sino lo que posee. Nadie sabe nada de la vida del otro, pero se sospecha por lo que tiene.

Se busca al amo que suscita enamoramiento con la promesa de la zanahoria. El amo necesita para ello de un chivo expiatorio, sin el cual no puede emerger. Ejemplo de ello son las alusiones a «la casta» o al «Estado protector» del presidente argentino; también se usa en este sentido a los inmigrantes, a los afrodescendientes o a los adeptos a determinadas religiones o ideologías. Milei desprecia la justicia social y los derechos del otro porque el otro no existe; es solo una sombra. Todo conduce a la violencia y a la desintegración.

Al trabajador que todos los días cumple con una jornada de más de ocho horas para sobrevivir, se lo ve como un desgraciado. Se envidia al que tiene y no trabaja; no importa cómo lo consiguió, lo que importa es que lo consiguió. No es el trabajo el valor del individuo, sino el ocio. Niños y adolescentes toman a veces como ejemplo al narcotraficante que amasa enormes fortunas, a pesar del reguero de adictos y muertos que deja a su paso. La escala de valores está completamente invertida, porque la vida del otro no solo no interesa, sino que puede ser tomada sin remordimiento para beneficio propio.

La publicidad comercial impone valores que fomentan el individualismo, aunque su objetivo primordial sea el incremento del consumo; la forma de incrementar el consumo es a través de la promesa de transformación del consumidor en un cortesano que está por encima de la plebe. El sistema capitalista solo puede funcionar sobre la base del consumo, lo que convierte a los individuos en seres individualistas y narcisistas que compiten entre sí y produce líderes que promueven que las desigualdades sean entendidas como naturales.

A esto se suma la distancia entre los individuos provocada por las nuevas tecnologías de la comunicación, que no solamente los aíslan, sino que los adormecen en la virtualidad. Si un niño en el ciclo escolar va a la escuela cuatro horas diarias de lunes a viernes durante diez meses, en seis años habrá recibido unas 5 mil horas de clase. Ese mismo niño durante ese lapso estuvo en contacto con pantallas fluorescentes (fundamentalmente el celular y la televisión) por prácticamente el doble del tiempo que tuvo de clase, con las que fue seducido por una gran cantidad de ofertas en las que no importa el producto, sino lo que significa como inducción del deseo para existir y exhibir. Aprendió que para ser tiene que mostrarse y poseer. Estuvo comunicado en la incomunicación de la soledad del observador y mostrándose en las redes esperando el like, consumiendo alimentos sentado en un sofá o en su cama.

Las propuestas que plantean limitar la libertad de comercio y el marketing se encuentran con intereses muy poderosos. Los «medicamentos de alto precio», protegidos por patentes internacionales, se venden en régimen de monopolio a cambio de sumas exorbitantes, tomando como rehenes a los propios enfermos, que terminan en la bancarrota para conseguirlos. En un intento de impedir esta injusticia, la Organización Mundial de la Salud se enfrentó a la Organización Mundial del Comercio y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual para procurar precios razonables, pero perdió. No pudo evitarlo.

En Uruguay se logró evitar la publicidad del tabaco y colocar señales en los alimentos sobre el riesgo por su contenido en azúcares, grasas o sal, a pesar de la resistencia empresarial. Estas resistencias son la prueba de cómo el interés por el lucro prima sobre la salud, lo que significa que en el sistema que vivimos el lucro se prioriza sobre la solidaridad. A pesar de la herencia religiosa («ama a tu prójimo como a ti mismo») que amortigua el narcisismo, la solidaridad está en riesgo de morir en el mundo occidental. Si Nietzsche proponía «Dios ha muerto» a principios del siglo XX, en el siglo XXI la solidaridad está agonizando, porque el prójimo no está próximo o, simplemente, no se lo ve.

La extensión del tiempo escolar es ineludible en todos los niveles, así como propiciar el espíritu crítico que permita en la medida de lo posible adquirir resistencia a la inducción del consumo, al ideal del yo predominante y a la necesidad de exponerse públicamente para existir. La educación en valores no se basa en transmitir valores, sino en cuestionarlos; se trata de despertar espíritus críticos: los valores y una política sana vienen por añadidura. Si queremos una sociedad integrada y solidaria, prioricemos la educación de tiempo completo que incorpore estos temas, que es la única herramienta que tenemos por ahora para evitar las desigualdades y ser realmente libres. Es la base más allá de otras medidas que deberían tomarse en relación con la producción industrial, el comercio y el marketing

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