El hombre que inventaba - Semanario Brecha
KŌBŌ ABE A LOS 100 (1924-1993)

El hombre que inventaba

Fue el más occidental de los escritores japoneses y uno de los más leídos. Su novela La mujer de la arena fue llevada al cine por Hiroshi Teshigahara y en 1964 ganó el Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes. La literatura de Abe fue calificada, alternativamente, de surrealista, existencialista, absurda y, quizás paradójicamente, marxista. En marzo de este año cumpliría 100 años y, con justicia, el mundo se resiste a olvidarlo.

↑ Fotograma de La mujer de la arena

A Abe no le gustaba hablar de su vida. Había nacido en Tokio con el nombre Kimifusa Abe, pero fue inscrito en Hokkaidō, la isla septentrional del archipiélago, porque de allí era originaria su familia. Su primera infancia la pasó en Kyūshū, la isla más al sur. Como si esto no fuera suficiente movimiento, al poco tiempo la familia se mudó a Manchuria. Mucho después, Abe diría que el sentimiento que está en la base de sus emociones es el desarraigo y le atribuiría a Manchuria su aptitud para describir paisajes desolados.

A lo mejor, hoy cuesta un poco imaginar por qué una familia japonesa con un niño pequeño se mudaría a una desolada región del norte de China, pero el Japón de la segunda década del siglo XX tenía poco que ver con lo que hoy pensamos cuando decimos Japón. Situémonos más bien en el Japón imperial, beligerante, que entraba en guerra con China y Rusia, que anexaba territorios, entre ellos, el de Manchuria. Fue en ese Japón que nació Abe, y algunos atribuyen el exilio en Manchuria de sus padres a la búsqueda de una mayor libertad y al deseo de escapar de la rigidez de una cultura marcial que, más tarde, iba a desembocar en la alineación de Japón con las potencias del Eje durante la Segunda Guerra. El padre de Kōbō era un médico de ideas progresistas y él también lo sería.

EL POZO

Es muy probable que, por esta parte del globo, Kōbō Abe haya llegado primero a través de la pantalla que de la página de un libro. La adaptación de La mujer de la arena se estrenó el 31 de agosto de 1966 en el cine Coventry y la Asociación de Críticos del Uruguay la eligió como la mejor película del año. La primera edición de la novela en español es de 1971, de la editorial mexicana Era; luego vendrían las ediciones de Siruela, a fines de los años ochenta, y más tarde Eterna Cadencia ampliaría el catálogo de textos de Abe disponibles en nuestro idioma. Como nota al pie, habría que hablar de su traductor, que fue el pintor argentino de origen japonés Kazuya Sakai, pero eso daría para un artículo periodístico entero.

Ha sido muy frecuente tratar de describir la literatura de Abe adscribiendo su estilo a algo que tengamos más a mano; con frecuencia Kafka, a veces Dostoievski, otras, Lewis Carroll y, menos frecuentemente, Edgar Allan Poe. Sus novelas no les gustan mucho a los lectores que necesitan firmes certezas, porque aun en aquellas narrativamente más tradicionales, de ambiente menos enrarecido, hay margen para la duda y es difícil terminar de caracterizarlas: siempre hay «un aire» a muchas cosas. Casi podría decirse que cada lector verá la estructura que quiera (o que pueda) ver. Y es eso lo que hace que su literatura sea tan extraña.
Habrá algunos que piensen que La mujer de la arena tiene todos los componentes de la ciencia ficción. Otros dirán que simplemente es una parábola. Alguno alegará que es la más perfecta novela dialéctica. La historia es sencilla: un entomólogo quiere descubrir alguna especie nueva de insecto a la que ponerle su nombre. En su viaje, es atrapado en un pozo entre las dunas con una mujer. Es un prisionero cuya tarea es, a la manera de un moderno Sísifo, evitar que la arena avance y se coma la casa y la aldea, así como a ellos mismos. A cambio le dan agua y comida. El prisionero intenta escapar, pero la única salida es una escalera de soga que arrojan desde arriba. Un día, la escalera cuelga, desatendida. El hombre sale. Pero regresa.

¿Es que su espíritu ha sido totalmente doblegado? ¿O será que ha comprendido que quedarse es su mejor destino? En La mujer de la arena se ve claramente lo que decíamos al principio: ¿es esta historia una pesadilla cercana al universo de, pongámosle, Philip K. Dick o una parábola comunista sobre la reeducación de un individualista?

LA MÁSCARA

Antes de esta novela, Abe había publicado un librito de poesía autoeditado y varias novelas y volúmenes de cuentos: una temprana novela de tintes autobiográficos sobre el retorno a casa de un adolescente en la Manchuria ocupada por los rusos, otra acerca de una metamorfosis de la que parte toda su filiación kafkiana, seguida de otra con la que ganó el prestigioso (y hasta entonces conservador) premio Akutagawa. La pared o el crimen del señor Karma es una historia con ribetes absurdos sobre un japonés que despierta y ha olvidado su nombre, y al que se le han terminado las tarjetas de visita, podría agregar un chistoso occidental.

También publicó la que, a la postre, sería la primera novela de ciencia ficción japonesa traducida al inglés: La cuarta edad interglaciar, una intrincada historia de ingeniería genética y cambio climático. Para cuando saltó a la fama internacional con La mujer de la arena, su reputación en Japón era la de un escritor «de vanguardia», lo que más o menos quería decir «moderno» y «occidentalizado». A nivel personal, Abe había terminado la carrera de medicina –de la cual siempre dijo, bromeando, que se la dejaron acabar a condición de que no la ejerciera–, su padre había muerto, se había casado y tenido una hija, y se había afiliado al Partido Comunista, del que luego fue expulsado por defender la lucha de los sindicatos en Polonia y la de los escritores censurados en China. De esta época, anterior al salto internacional, son también los libros que tradujo Eterna Cadencia, como El mapa calcinado –un policial que dinamita todas las tradiciones y que, nuevamente, lo sitúa más cerca de la mente tortuosa de K. Dick que de la de Dashiell Hammett– y la inclasificable y desquiciada Encuentros secretos.

Pero volvamos al punto en que el escritor levanta vuelo y se revela ante nosotros, los occidentales boquiabiertos, porque lo de Kōbō fue un knockout en dos golpes. Después de la pesadilla con arena, Teshigahara adaptó la pesadilla con máscara: El rostro ajeno. Una historia de pérdida de identidad, alienación, mutilación, angustia existencial y horror que también supone la esperanza de una nueva vida, algo muy acorde a lo que pasaba en el Japón de la posguerra. La narrativa de Abe es densa, asfixiante por momentos, pero, al igual que las criaturas genéticamente modificadas para respirar bajo el agua de La cuarta edad interglaciar o que el entomólogo entre la arena, no solamente aprendemos a vivir en ella sino que, voluntariamente, allí quisiéramos quedarnos.
Kōbō Abe fue un médico, un fotógrafo, un escritor y un inventor. Cuando era niño inventó un espejo retrovisor para caminar de espaldas cuando el clima de Manchuria le congelaba la nariz. Más adelante, cuando el hambre apretaba, inventó y vendió exitosamente una bebida refrescante similar a la Coca-Cola, unas cadenas para que las ruedas de los coches no se atascaran en la nieve y un nuevo método de actuación para teatro. También inventó otros mundos y los transformó en libros.

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