Todo lo que le sucede al ser humano resulta casi siempre digno de verse en un escenario, ya que el teatro, de una u otra manera, obra siempre como espejo de la realidad. De ahí que el hombre frente a los errores de la justicia, las características más reconocibles de la clase media nacional, los jóvenes que mueren en las innecesarias guerras y el mismísimo Zoilo de un clásico local ilustran situaciones de diferentes tesituras que le sirven al espectador para comprenderse mejor. Cuatro títulos de la cartelera se ocupan de tales asuntos.
Una libra de carne (Castillo Pittamiglio), del argentino Agustín Cuzzani, dirigida por Álvaro Ahunchain, teje una sátira chirriante a propósito de cómo quienes representan a la justicia, bajo la influencia de intereses creados que los vuelven sordos y ciegos o por mero desconocimiento de los pasos a seguir, son capaces de aniquilar a un inocente.
Entre la ironía y el absurdo, el autor armó un texto años atrás que bien merecía volver a ofrecerse. La versión que dirige Ahunchain para alumnos y allegados de su grupo Nos Quieren Ver –si bien no siempre consigue transcurrir con el tono adecuado, de modo de dar a entender las sutilezas del dramaturgo– sabe, empero, más allá de las lógicas limitaciones del equipo, sacarle el jugo a la energía y el entusiasmo de sus 15 integrantes en el bien aprovechado estrecho espacio a su disposición, para que la conclusión acerca de la tal “libra de carne” le quede clara a la platea.
Querido Mario (Victoria), de Mario Benedetti, con dirección de María Varela, parte de la adaptación que la propia directora efectuó para echar mano a creaciones tan entrañables como Poemas de la oficina, La tregua, Montevideanos y armar así una jugosa ojeada a situaciones, personas y personajes que la platea identifica y entiende con la complicidad del caso. Unos primeros minutos jugados al compás de un ritmo algo tenso que parece solemnizar las actitudes de sus protagonistas cede paso, por fortuna, a un ágil desarrollo en el cual la puntería del autor encuentra en los intérpretes Pelusa Vidal, Héctor Spinelli, Sara Bessio, Manuel Caraballo y Mariana Senatore a los apropiados animadores que Varela conduce con la habilidad deseada, de manera de justificar el “querido Mario” de un título que los espectadores comparten. La escenografía de Osvaldo Reyno, el vestuario de Soledad Capurro, las luces de Martín Blanchet y la banda sonora de Carlos da Silveira, claro está, son de la partida.
La palabra progreso en boca de mi madre sonaba tremendamente falsa (El Galpón, sala César Campodónico), del franco-rumano Matei Visniec, dirigida por el brasileño Aderbal Freire Filho, desde el propio título apela a la ironía para luego, con el dramatismo del caso, aludir a las innecesarias guerras que destruyen territorios y, por cierto, hogares. Distintas escenas que transcurren alrededor de una simbólica gran mesa aluden a diversos protagonistas de historias de una humanidad en dificultades que Aderbal desgrana a través de un cuidadoso armado que apuesta a subrayar la necesidad de una verdadera comprensión entre los pueblos. Una docena de bien entrenados actores de la institución de la avenida 18 de Julio –Héctor Guido, Alicia Alfonso, Pierino Zorzini, Anael Bazterrica, entre ellos– sostiene una compartida trama cuyo tono significativamente ceremonial, por momentos, trasmite a los espectadores una cierta monotonía capaz de disminuir o alterar el fervor de las conclusiones de cada uno. La utilización del escenario más amplio de El Galpón, a su vez, parece asimismo conspirar en contra de un proyecto que demandaría un espacio más íntimo para involucrar a sus criaturas.
Barranca (El Galpón, sala Atahualpa), adaptación de Barranca abajo, de Florencio Sánchez, concebida por Fabiana García, Pablo Albertoni y Richard Ribeiro, dirigida por este último, cuenta con el trío mencionado, pronto a desdoblarse en los diferentes personajes de la tragedia criolla. El espectáculo propone también, en forma paralela, un diálogo con la concurrencia, a la que le recuerda la conexión de la obra con el circo de los hermanos Podestá, donde se estrenara a principios del siglo pasado, al tiempo que predispone a la platea para una serie de quiebres humorísticos llamados a incentivar la curiosidad en cuanto a los diversos factores que pueden aflorar en el texto. Más allá de la disposición del entrenado equipo del inquieto grupo L’Arcaza para manejar los diversos tonos de una puesta que le exige a cada uno encarnar a varias de las siluetas del original, no resulta justificada, en cambio, la inclusión de los citados quiebres en una versión en la que tampoco queda muy claro hacia dónde se quiere conducir al espectador con un trabajo que, por momentos, establece una atmósfera risueña en detrimento de la fuerza de un texto realmente ajeno a intenciones de ese tipo.