El 18 de abril tres jóvenes blancos en la localidad de Jupiter (Florida) salieron de “Guat hunting” (cacería de guatemaltecos) y encontraron a Onésimo Marcelino López Ramos, de 18 años de edad, que estaba tomando cerveza con su hermano y un amigo en el patio trasero de la casa. Los cazadores, con la idea de que los inmigrantes latinoamericanos están copando “su” país, mataron a López a golpes.
“Los sospechosos en este caso eligieron específicamente a miembros de la comunidad hispana, salieron a buscarlos y este joven terminó muerto”, dijo el jefe de policía de Jupiter, Frank Kitzerow. El incidente no tuvo mayor difusión nacional, pero recordó a los millones de inmigrantes en Estados Unidos la cuota de violencia que han de pagar por el color de su tez, la textura de su cabello y el accidente de haber nacido en otra parte.
En la noche del 17 de junio, Dylan Roof, un blanco de 21 años de edad, llegó a la iglesia metodista episcopal africana Emanuel, en Charleston (Carolina del Sur), y después de participar durante una hora en una clase sobre la Biblia, extrajo una pistola Glock y mató a nueve personas negras. Durante el ataque, Roof dijo a sus víctimas que tenía que matar negros “porque están copando nuestro país y violan a nuestras mujeres”. El incidente alcanzó difusión nacional y mundial porque dejó en evidencia algo de lo que poco se habla en esta era de “guerra global contra el terrorismo”: el terrorismo blanco que persiste en Estados Unidos 150 años después de terminada la guerra civil.
En este país de 318 millones de habitantes existen unas 1.300 milicias (en el sentido de organizaciones armadas y legales) antigubernamentales y de supremacía blanca. El número de estas bandas se ha multiplicado por ocho desde que Barack Obama ganó la elección presidencial en 2008. Muchos de estos grupos que se definen como “patriotas” operan con la premisa de que el gobierno federal conspira para confiscar los 300 millones de armas de fuego que poseen unos 70 millones de habitantes, para restringir las libertades individuales e imponer un gobierno socialista o “un nuevo orden mundial” que dejaría a Estados Unidos subordinado a las Naciones Unidas.
Otros grupos que se arman y realizan ejercicios de instrucción militar añaden a su caldo ideológico el antisemitismo, la teoría de la supremacía blanca y la inferioridad de las demás “razas”, y una reivindicación del nazismo. Se calcula que los grupos “patrióticos” blancos tienen unos 30 mil militantes activos y unos 250 mil simpatizantes.
El joven Roof ha dejado numerosos testimonios en Internet de su simpatía con la ideología de supremacía blanca, incluidas fotos en las cuales aparece quemando la bandera de Estados Unidos y sosteniendo la de la Confederación (el sur esclavista). Solía lucir en su chaqueta las banderas de Rodesia (el régimen segregacionista de lo que es ahora Zimbabue) y la Sudáfrica del apartheid.
TRATAMIENTOS. Cuando el 12 de abril varios agentes policiales detuvieron en Baltimore a Freddie Gray, un negro de 25 años que, supuestamente, tenía un cuchillo de hoja más larga que lo permitdo por la ley, le dieron tal paliza que, como puede verse en un video tomado por alguien que pasaba por el lugar, fue necesario arrastrarlo hasta la furgoneta policial. Gray murió una semana después, y la autopsia divulgada este martes indica que sufrió una “herida de alta energía” que le quebró el cuello, posiblemente por los sacudones violentos mientras la furgoneta lo llevaba a la comisaría sin que los policías le hubiesen sujetado con correas.
Cuando la policía localizó a Roof en Carolina del Norte, unas 16 horas después de su matanza en Charleston, tal como lo muestra el video policial, el joven fue detenido pacíficamente. La ley estipula que el sospechoso de un crimen tiene derecho a un tratamiento humano, sin que importe cuán grave sea el supuesto crimen. Según la ley, si a uno la policía no lo trata de manera humana, por ejemplo privándole de comida y agua, o si lo golpean durante el interrogatorio o en la celda, se han violado sus derechos.
En cumplimiento prolijo de la ley, los policías incluso hicieron una parada en un restaurante Burger King y le compraron una comida a Roof, porque dijo que tenía hambre.
En años recientes decenas de jóvenes de ascendencia somalí, criados en Estados Unidos, han respondido a la prédica de grupos afiliados a Al Qaeda o –ahora– de los bandoleros degolladores del Estado Islámico, y han ido a combatir en las filas de los extremistas islámicos. Tema de mucha preocupación en Estados Unidos es la “radicalización” de estos jóvenes, que los extremistas logran mediante Internet. Algunos han sido detenidos antes de viajar a Somalia o a Siria. Y todos ellos son calificados en los medios y por las autoridades como terroristas.
En el caso de Roof, en cambio, ya ha empezado a abultarse la exploración de su salud mental, y la insistencia en el enfoque del individuo descarriado, la excepción, un solitario que nada tiene que ver con las milicias. Y mucho menos, por supuesto, con la hueste de agitadores mediáticos que llevan años señalando que los negros y los latinos son vagos, ladrones, traficantes de drogas, prostitutas o violadores de mujeres, y genéticamente inferiores.
Una cosa es una cosa y otra cosa no lo es: un musulmán violento es un terrorista, a un sospechoso negro o latino hay que tratarlo a patadas. Un blanco que mata a nueve personas en una iglesia debe ser un enfermo mental y, sobre todo, es un caso individual que no representa a nadie más.
BANDERA Y ARMAS DE FUEGO. El sector de la opinión pública y los políticos que en Estados Unidos se definen como “liberales” tomaron la matanza de Charleston como otro motivo para agitar dos asuntos diferentes: la amplia disponibilidad de armas de fuego en el país, y la bandera confederada que flamea sobre los edificios públicos de Carolina del Sur. Con lo cual, de inmediato, los políticos y el sector de la opinión pública que se definen como “conservadores” denunciaron la politización de la tragedia y los intentos “liberales” por quitarles las armas que tanto quieren muchos estadounidenses, y por aplanar los derechos de los estados con los dictámenes del gobierno federal.
Ha habido interminables debates, otra vez, sobre las armas de fuego. Y una revisión de la historia desde la guerra civil, pasando por la violencia blanca contra los negros conocida como “Jim Crow”, la segregación, los linchamientos, y el derecho de quienes en el sur rinden honor a la memoria de sus antepasados que pelearon en el bando perdedor de la contienda.
Lo cierto es que ninguna restricción de la tenencia de armas de fuego impedirá que un terrorista resuelto consiga las que quiera. Y ya sea que finalmente se arríe la bandera de la Confederación o que siga flameando en los edificios públicos de Carolina del Sur, la infección racista no desaparecerá a menos que se la confronte abiertamente.
EXAMEN DE CONCIENCIA. Los incidentes en los últimos años en los cuales un negro ha muerto a manos de la policía han causado disturbios, incendios y saqueos que producen imágenes espectaculares para la televisión que todo lo devora y casi nada recuerda. Son casos en los que el Estado, que según la ley tiene el monopolio del uso de la fuerza y la pretensión punitiva, ejerce ambas contra los sospechosos de siempre. A la matanza en Charleston le siguieron una extraordinaria manifestación de rectitud cristiana en la comunidad negra y una manifestación multitudinaria de solidaridad de gente con todos los colorines de piel. En el primer servicio religioso en la iglesia Emanuel, el domingo siguiente a la matanza, el pastor Norvel Goff dijo: “El demonio intentó tomar el mando. Pero gracias a Dios, aleluya, el demonio no puede tomar control de nuestra gente, el demonio no puede tomar control de nuestra iglesia”.
En una extraordinaria audiencia de detención, en la cual Roof apareció en pantalla por circuito cerrado de televisión, miembros de las nueve familias heridas por su violencia le dijeron que lo perdonaban. El odio con que Roof esperaba desencadenar una nueva guerra civil quedó vencido por el perdón de una comunidad que, en siglos, ha sufrido y ha aprendido a vencer la violencia.
Los patoteros cazaguatemaltecos de Jupiter y el aspirante a rodesiano de Charleston son un asunto diferente a la violencia policial. Son el pus que brota de un forúnculo visible y febril en la inflamación de las milicias supremacistas, y menos visible pero no menos nocivo y más extenso debajo de la piel de la sociedad.
Es el racismo de quienes considerándose liberales, izquierdistas, progresistas y simpatizantes con las luchas de las minorías –esa gente que te dice “pero si yo tengo amigos negros, che”, o “a mí me gusta el hip hop (candombe, mambo, samba)”– nunca tienen a una persona de piel oscura invitada a sus fiestas de casamiento, cumpleaños, asados de fin de semana, congregaciones en la playa en torno al mate o la cerveza.
El racismo bonachón de quienes “quieren mucho a los negritos” y los tratan como niños atascados en su desarrollo mental y emocional. De quienes tocan las motas del negrito para la buena suerte, o los emplean para que limpien un jardín, pinten una azotea, y hasta usen el baño de la casa si lo necesitan, siempre y cuando “sepan cuál es su lugar en la sociedad”. De quien no tiene problemas en compartir el gimnasio o la cancha con amigos negros, siempre y cuando ninguno de ellos “se meta con mi hermana”.
El racismo de quien está a cargo de contratar empleados en una empresa y en cuanto ve el currículum vitae de un graduado de una de las universidades tradicionalmente negras, pone la solicitud en la pila que irá a la basura sin ser siquiera considerada. El racismo del jefe de redacción que se pasea asignando coberturas lucidas, análisis políticos, entrevistas y viajes a todos los periodistas menos al “negrito”, que es invisible o recibe siempre la tarea del partido de básquetbol y las iglesias de negros.
Está el racismo que nada ve de raro en la ausencia –si es que la nota– de empleadas negras en la sección de cosméticos, joyería, chiches electrónicos y perfumería de las tiendas grandes o comercios céntricos. Y el de una asamblea de dirigentes gremiales donde la única persona negra presente es la secretaria administrativa, a quien se le asigna la tarea de reservar hoteles y comprar la pizza para el almuerzo.
Mi amigo Daniel, que fuera allá y por entonces uno de los poquitos negros entre los más de 1.200 estudiantes del liceo de Las Piedras, me escribió una vez desde la mucha distancia que entre ambos puso la emigración: “Vos no podés entenderlo desde fuera. Vos vas a un restaurante, vas a pedir un empleo, vas a un baile o simplemente caminás por la calle, y la gente te ve como un tipo ‘normal’. Y en Estados Unidos, mientras no hables ni vean tu nombre, ni siquiera saben que sos latino. Pero yo, desde que entro a un restaurante o a buscar un empleo, voy a un baile o camino por la calle, ya tengo la etiqueta sobre toda mi piel: un negro de mierda”.
En una de sus declaraciones tras la matanza de Charleston, el presidente mulato Barack Obama dijo que “no se trata sólo de ser maleducado al decir ‘nigger’ en público (que viene siendo el equivalente gringo de “negro de mierda”). Esa no es la medida de si existe o no existe el racismo hoy. No es sólo un problema de discriminación abierta, visible. Las sociedades no cambian completamente de la noche a la mañana todo lo que ha ocurrido en los doscientos, trescientos años anteriores”. Pasaron cien años desde el fin de la guerra civil para que, tras una larga marcha por los derechos civiles, quedaran eliminadas las leyes de segregación racial en Estados Unidos. Medio siglo después el país está listo para otra marcha por la erradicación de la cultura racista que prejuzga a las personas por el color de su piel, la textura de su cabello, su religión, su lugar de nacimiento o la anatomía de su entrepierna.