La sociedad de la nieve: El regreso - Semanario Brecha
La sociedad de la nieve

El regreso

Más de 50 años pasaron desde la tragedia de los Andes, y un poco más de 30 desde ¡Viven! , el último blockbuster, que recreaba el accidente y los hechos sucesivos que calaron hondo en el imaginario social, alimentando un mito y una épica de supervivencia. Las buenas historias nunca mueren, y esta vez fue Netflix la que apostó por una superproducción con perfil de Oscar y un espectáculo digno de ver en la pantalla grande.

DIFUSIÓN

Luego de numerosos libros y documentales centrados en la tragedia, este sería el tercer largometraje de ficción en arriesgar una recreación fiel a los hechos históricos. La primera película, Supervivientes de los Andes, databa de 1976 y era una superproducción mexicana dirigida por René Cardona con largos silencios, muchos rezos y un enfoque explícito, casi pornográfico, al canibalismo. Aunque no completamente desestimable, esta primera aproximación se encuentra cercana al olvido, y con buenas razones. En cuanto a ¡Viven! (1993), de Frank Marshall, con Ethan Hawke, John Malkovich y Josh Hamilton, no contaba con ningún intérprete latino ni era hablada en español (y revolvían el mate), y si bien hubo un salto cualitativo –sobre todo en la recreación del accidente–, hoy ya es imposible no sentir, desde una perspectiva latina, el choque cultural.

Que la historia vuelva a ser recreada en el cine ya parece colocarla en un sitio especial, equiparable quizá al hundimiento del Titanic, el ataque a Pearl Harbor, el Día D o el Holocausto judío en lo que refiere a la reiteración en una recreación histórica. Que el «milagro de los Andes» haya alcanzado este estatus probablemente tenga que ver con cierto atractivo intrínseco a los viacrucis de supervivencia, al sufrimiento como camino de iluminación y, por supuesto, a lo truculento de que sus protagonistas hayan llegado a la medida extrema de la antropofagia. No es de extrañar que, vistas estas características populares y de explotación inherentes a la historia, muchas personas se hayan manifestado contrarias a la película incluso antes de verla; curiosamente, muchos señalando el perfil de clase alta de los personajes reales del suceso.

No debería ser de recibo un argumento de este calibre –basado en un prejuicio de clase por el cual los personajes con poder adquisitivo no deberían ser dignos de empatía o interés–, menos aún considerando que la tragedia fue espectacular por donde se la viese (accidente de avión, frío, sed y hambre extremas, incomunicación, avalanchas mortíferas, travesías desesperadas) y que, además, se han hecho abordajes cinematográficos a catástrofes semejantes, en los cuales los protagonistas pertenecen a los estratos bajos, por ejemplo, Los 33 (Patricia Riggen, 2015), superproducción en la que se recrea la historia real de los 33 mineros atrapados en una mina en Chile, en 2010. El cuestionamiento posible, en todo caso, debería ser: ¿podrían las audiencias identificarse con los personajes si fuesen de clase baja? Y afinando un poco más: ¿si fuesen de clase baja, serían los espectadores capaces de entenderlos y empatizar con ellos ante su ingesta de carne humana? Estas consideraciones nos llevan a ver que el estrato socioeconómico de los protagonistas reales ayuda –y siempre ayudó– a este relato y a su perfil mainstream.

Pero estas reflexiones poco tienen que ver con la calidad de esta película, la cual debería ser vista como lo que es: cine catástrofe y de supervivencia, ideada para un consumo masivo. El director catalán J. A. Bayona, fanático de Steven Spielberg y hoy uno de los mejores herederos de su estilo entrañable y fantástico, es un virtuoso de las secuencias espectaculares y de alto impacto. En las escenas del accidente, desde que el avión forcejea contra los elementos hasta la colisión, en la cual los cuerpos humanos son destrozados por el fuselaje en segundos, Bayona despliega una batería de recursos visuales y sonoros, logrando emular, mediante complejos artificios, la sensación imposible de participar, en primera persona, en el horror de un accidente aéreo. Más adelante, la muerte y el sufrimiento como cotidianeidad son recreados sin tapujos pero sin regodeos, alternando interiores asfixiantes del avión con exteriores en picados brutales, en los cuales las personas se ven reducidas a pequeños puntitos, perdidos en un paisaje nevado colosal. Para tales hazañas, la labor del director de fotografía uruguayo Pedro Luque es sobresaliente.

Hay también otros participantes locales. Pablo Vierci, autor del libro homónimo (que a su vez se basa en la labor y en el notable documental del mismo nombre de Gonzalo Arijón), es productor asociado. El actor Enzo Vogrincic, quien ya había descollado con su protagónico en 9, y más allá de que muchos lo recuerden en esta película por su parecido con Adam Driver, está brillante interpretando el abanico emocional del protagonista Numa Turcatti. Alfonsina Carrocio –a quien veíamos hace poco en la película uruguaya Nina & Emma– interpreta un rol breve con solvencia y convicción. La producción de esta película es española-estadounidense y las montañas filmadas no son los Andes, sino los Pirineos, por lo que es justo resaltar la valentía de apostar por jóvenes desconocidos (argentinos y uruguayos) para una superproducción de 60 millones de euros. Y es quizá en esta búsqueda de verosimilitud y realismo, y en el meticuloso detallismo para lograrlo, que se encuentra uno de sus mayores atributos. Por destacar un ejemplo, la producción recreó de forma escrupulosa los síntomas de los personajes; la equimosis periorbitaria en el personaje de Fernando Parrado tras sufrir un TCE (traumatismo craneoencefálico) y la orina oscura derivada del desgarro muscular y la liberación de mioglobina (por consumir las reservas de grasa) de otros personajes.

Los momentos menos interesantes son aquellos en los que los personajes discursean apuntalando el costado «heroico» del relato, pero son apenas unos tramos, sobre el final del metraje. A Bayona los climas de pesadilla le calzan como anillo al dedo –su ópera prima fue nada menos que El orfanato, una de las mejores películas de terror españolas–, pero no hay énfasis innecesarios ni gratuidades en su planteo y, de hecho, hay más horror en lo sugerido que en lo realmente visible; es probable que muchos queden con la idea errónea de haber visto más de lo que en rigor les fue mostrado. Y es sumamente interesante encontrarse, para variar, con una película de supervivencia que celebra y resalta el espíritu colaborativo y la unidad para superar los obstáculos, algo que contrasta con las visiones nihilistas imperantes (desde El señor de las moscas y La noche de los muertos vivientes, prácticamente una plaga) en las cuales los humanos, lejos de colaborar, acaban resultando el infierno para ellos mismos.

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