Me pasó algo extraño con la última intervención de Eduardo de León («Tres izquierdas y capitalismos plurales») en nuestra ya larga discusión: no me sentí en absoluto representado por las posiciones que él dice discutir. Como si él estuviera discutiendo con alguien más, quizás algún viejo compañero. Digo viejo porque De León insiste en ubicarme en el pasado, como si yo no estuviera al día de los últimos desarrollos de la política y la ciencia social, como si viviera en los sesenta y reivindicara a la Unión Soviética. Todo progresismo usa el ubicar al rival en el pasado como su principal estrategia retórica, pero la estrategia retórica de usar al oso ruso en este caso me sorprendió. Por ello, en mi última intervención, creo que tengo que empezar por hacer algunas aclaraciones.
La primera y más importante es que no sacrifico al batllismo en ningún altar, como no sacrifico al frenteamplismo. Tan sólo reconozco que son parte de procesos históricos llenos de ambigüedades y contradicciones (ser simplista sería pensar que son positivos en bloque, nada lo es), y que se construyeron sobre la base de proyectos modernizadores que tuvieron un precio. Ambos reformaron las partes más crueles de las modernizaciones previas, y crearon espacio político para cambios importantes y necesarios, pero sin cuestionar el fondo de la inserción del país en el capitalismo internacional y manteniendo buena parte de las estructuras de, según el caso, el disciplinamiento y el neoliberalismo.
A este último De León lo define como un movimiento tecnocrático surgido con la crisis del petróleo. Yo creo que es mucho más que eso. Primero, como movimiento intelectual es muy anterior. Sus orígenes se remontan, como dice Phillip Mirowski (en Never Let a Serious Crisis Go to Waste, Verso, 2013), a la fundación de la Sociedad de Mont Pelerin en 1947. Como fenómeno político de gran escala, es cierto, toma notoriedad a partir de la crisis del petróleo, pero al definirlo David Harvey (Breve historia del neoliberalismo, Oxford, 2005) como una contrarrevolución que restauró el poder de la clase capitalista a nivel global después de los ciclos revolucionarios de los sesenta, se abre la puerta a pensarlo en términos no sólo intelectuales, sino de clase.
De León me acusa de englobar bajo el neoliberalismo a todo lo posterior a 1959. En ningún momento dije eso. Dije que a partir de finales de los cincuenta hubo una crisis del modelo batllista, que provocó luego una reacción de los trabajadores, y un contraataque neoliberal del capital contra éstos. No es difícil, en este sentido, entender al pachequismo como parte de la restauración del poder de la clase capitalista en Uruguay.
Otra crítica en el texto de De León es a mi supuesto desconocimiento de la ciencia social “moderna” (me pregunto si hay ciencias sociales que no sean modernas). Evidentemente, por tener diferencias en edad, posición y trayectoria, manejamos lenguajes académicos distintos. Pero eso no implica que mi postura no esté informada por discusiones académicas contemporáneas. Hay diferentes tradiciones en la ciencia social, y no existe un progreso lineal que vaya, digamos, de Gramsci a Przeworski, siendo este último la superación del anterior. No hay nada de atrasado en tener posturas gramscianas (o althusserianas, o trotskistas) hoy.
Existen, por cierto, muchas corrientes académicas actuales que hablan de colonialismo, en América Latina y el Tercer Mundo así como en el hemisferio norte. Académicos poscoloniales, decoloniales, subalternistas y partidarios del “buen vivir” trabajan en departamentos de primer nivel en todas las disciplinas, y no lo hacen por no darse por enterados de que una parte de la ciencia social (y la política) supuestamente abandonó esa categoría, sino porque la colonia como categoría sigue rindiendo analíticamente. Numerosísimos autores han trabajado sobre la naturaleza colonial del neoliberalismo.
Otros, como Leo Panitch y Sam Gindin (en The Making of Global Capitalism, Verso, 2012), estudian la relación entre el surgimiento del capitalismo global y el imperialismo estadounidense. El marxismo sigue vivo y produciendo, tanto académica como políticamente, y ubicarlo en el pasado o como parte de una “tradición” que nutre enfoques más “razonables” que lo superan es más una expresión de deseo de quien lo hace que una realidad política e intelectual. Lo mismo ocurre con la teoría de la dependencia.
La evolución de la ciencia social hacia su abandono del marxismo y de todo radicalismo no es algo fuera de disputa ni algo universal, por más que se haya dado con mucha fuerza en algunas ciencias sociales en Uruguay. Con este largo rodeo quiero decir que no hay que ser un liberal individualista metodológico para ser un científico social, y que no hay un consenso científico sobre lo beneficioso de ningún proyecto político, sólo plantear la posibilidad sería muy extraño.
De León me acusa de decir que todo viene de afuera y de negar la agencia. No hago ni lo uno ni lo otro. De hecho, todas mis intervenciones hacen énfasis en que el Frente Amplio renegoció parcialmente los términos de la relación con el capital trasnacional, empujado por trabajadores y otros movimientos sociales (que cuando resistían, por cierto, también demostraban agencia). Lo que no creo es que esta agencia sea ilimitada, ni que no exista el poder del “afuera”. Una cosa es creer en la acción política y otra caer en la ingenuidad de que se puede hacer de cuenta de que el poder del capital no existe y que no desequilibra la política interna. Por cierto que en ningún momento dije que las opciones para lidiar con el capital trasnacional son “abrir o cerrar la puerta”.
Por último, De León habla de una crítica concentrada en “los desvíos atribuidos a la izquierda en el gobierno en nombre de la superioridad moral de una izquierda ‘genuina’ definida por la maldad transparente de sus enemigos”. No podría imaginar una postura más alejada a la mía que esta. Mis críticas al frenteamplismo en el gobierno no son moralistas sino estratégicas, y parten del reconocimiento de los avances de estos años. Creo, eso sí, que a futuro hay posturas que son éticamente problemáticas. Tratar de ver las situaciones con sus luces y sus sombras, buscar mejores salidas y explorar los límites de los proyectos políticos, aun de los que apoyamos, no es moralismo ni maniqueísmo, es realismo.
Que el Frente Amplio no haya continuado con la política de ajuste estructural ni con el desmantelamiento de las organizaciones obreras (ayudado por un contexto de altísimo precio de sus exportaciones) no implica que la tercerización y los beneficios al capital no sean un problema, ni que no sea un problema que estos últimos retrocesos parezcan ser el precio que hay que pagar por las conquistas.
Conviene preguntarse quién y cómo impone estos precios. Porque hay que ser competitivos. Porque hay que exportar a través de zonas francas. Porque hay que fomentar la cultura del emprendedurismo. Porque todos los países tienen que hacerlo, por más distintos que sean. ¿No tienen nada que ver los distintos capitalismos entre sí? ¿No compiten entre sí los países? ¿No impone ninguna dinámica estructural esta competencia? ¿No beneficia sistemáticamente a ciertas clases? ¿No hay tendencias generales? ¿No hay cadenas de valor en las que distintos países cumplen diferentes funciones en el mismo proceso? ¿No hay dominaciones coloniales y neocoloniales impuestas a través de estos mecanismos? ¿No hay una tendencia creciente a la mercantilización en todo el mundo? ¿No es el capitalismo, a pesar de que cada país sea distinto, uno solo?
El nacionalismo (metodológico y político) impide responder estas preguntas. No es que todo nacionalismo esté equivocado, pero pensar en términos de “interés nacional” nos impide ver que si todos competimos por atraer al capital buscando nuestro interés nacional todos perdemos, y pierden especialmente quienes quieran (o más bien, necesitan) luchar contra la dominación capitalista. No existe una mano invisible. No creo que existan variedades de capitalismo, sino diferentes formas de acumulación en diferentes lugares, cuyas relaciones son regidas por la lógica del capital y resguardadas por lógicas imperiales y coloniales.
Pensar que el socialismo es un subtipo de capitalismo en un contexto de un pluralismo entre capitalismos es un error grave. Cualquier socialismo tiene que entender que el capital no lo va a dejar de acosar hasta que no acate y busque una estrategia para contentarlo (hay muchas distintas, y no todas son iguales, es cierto, pero no nos engañemos, no se trata de socialismo, ya lo dijo varias veces Mujica).
Puede negociar, hacer concesiones y aceptar regímenes mixtos, pero aceptarse como un capitalismo más es aceptar la derrota antes de empezar.
Pensar al mundo como un pluralismo de capitalismos implica la misma trampa que pensar cualquier cosa como un pluralismo: oculta el poder, las relaciones, la historia. Todos tenemos que hacernos responsables de nosotros mismos, las desgracias de los desgraciados son su culpa, si tan sólo se esforzaran un poco más, si fueran más inteligentes. No hay que echarles la culpa a imperialismos ni a estructuras, está todo en cada uno.
Digamos que el imperialismo no tiene la culpa de todo, digamos que hay que hacer las reformas que se puedan, bien. Pero no podemos hacer de cuenta de que no existe. Lo responsable en ese caso no es “hacerse responsable” de uno mismo sin preguntarse de qué dinámicas participa, es tratar de entender y cambiar esas dinámicas. Salvo que no se pueda hacer nada al respecto de asuntos tan grandes. ¿Dónde queda entonces el principio de la esperanza?
César Aguiar podría reírse, pero no veo qué tiene de tan malo pensar que un problema de bienestar estudiantil sea culpa del imperialismo. ¿El modelo neoliberal en la educación en Chile, por ejemplo, no generaba problemas de bienestar estudiantil? ¿No tenía nada que ver con el imperialismo? Hay veces que los problemas tienen una mayor escala que nosotros, y eso no significa que no haya esperanza, tan sólo que los desafíos a la organización política son mayores.