Casi un siglo atrás, esa canonización de las piezas que formaron una díada –El gaucho Martín Fierro (1872) y La vuelta de Martín Fierro (1879)– estaba lejos de las expectativas de los intelectuales. José E. Rodó, por ejemplo, en su extensa obra crítica lo menciona una sola vez, al pasar y sin el menor entusiasmo. Mientras tanto, avanzaba el abrumador consumo de los rústicos folletos por parte de los sectores menos letrados –muchos de ellos alfabetos de estreno–, que por toda la región platense y un poco más débilmente por el sur de Brasil llegaron a comprar decenas de miles de copias en pocos años. Inmensurables, en cambio, son las posibilidades de su lectura en voz alta en pulperías, ranchos solitarios, galpones de estancia. Nadie podía ignorar esta eclosión, y ella misma significaba una ...
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