El pasado 10 de febrero falleció en Madrid el cineasta Carlos Saura, a los 91 años. Justo un día antes de recibir el premio Goya de Honor en reconocimiento a su larga y prolífica trayectoria. La gala del día siguiente se abrió con un largo y conmovedor homenaje, en el que una emocionada Carmen Maura entregó el premio a su familia.
Pese a su edad, Saura acababa de estrenar un documental, Las paredes hablan, y tenía en posproducción otro filme, que saldrá a la luz de forma póstuma. Al momento de su muerte, había dirigido más de 50 películas, realizado innumerables series fotográficas, puesto en escena algunas obras de teatro y publicado unas cuantas novelas. Un artista completo, abocado totalmente a la artesanía de la imagen y la palabra.
En la ceremonia de los Goya, mientras recibía el premio, su hijo Antonio hizo una categorización de la inmensa filmografía de Saura a partir de las mujeres de su vida, una forma peculiar de concebir la carrera de un artista hombre. Aunque pueda resultar una mirada personal y subjetiva, sirve muy bien para clasificar la obra del español.
LAS MUJERES DE SU VIDA
A principios de los años cincuenta, Saura abandonó la carrera de Ingeniería Industrial e ingresó al Instituto de Investigaciones Cinematográficas de Madrid, núcleo de una generación de aficionados que quería profesionalizar sus inclinaciones fílmicas. Allí realizó sus primeros cortometrajes, hasta que, en 1960, estrenó su primer largo, Los golfos, con el que cosechó cierto reconocimiento de crítica y público. Por esa época, entró en contacto con la periodista y directora de documentales Adela Medrano, con quien se casó y tuvo dos hijos. Ella acompañó la etapa formativa del director, marcadamente experimental e innovadora, así como el trabajo conjunto con el productor Elías Querejeta, gran artífice de su filmografía.
Poco después, conoció en el festival de Berlín a Geraldine Chaplin, musa de su obra más oscura y autoral, con quien estuvo en pareja durante 13 años y que se convirtió en madre de su tercer hijo. La relación fue tormentosa y apasionada, como se trasluce en el cine de ese período, y cortejó la consolidación de su talento en el exterior. Películas fundamentales, como Ana y los lobos (1973), La prima Angélica (1974), Cría cuervos (1976), Elisa, vida mía (1977) o Mamá cumple cien años (1979), lo catapultaron al estrellato y el reconocimiento mundial. Directores de todas partes empezaron a ver en Saura a un maestro de las formas y el relato.
Ya en los ochenta, conoció a Mercedes Pérez, una mujer casi 30 años más joven que le devolvió la calma y la estabilidad, y llevó su cine a un lugar diferente. En 1981 comenzó la colaboración con el bailarín Antonio Gades, con quien realizó la trilogía musical conformada por Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986), filmes bailados que cosecharon enorme éxito dentro y fuera de España. Iniciaba así una nueva etapa en su filmografía, más simbólica y artificiosa, pero también más libre y creativa. Volvería al musical varias veces, como en una obsesión, para tratar los géneros más variados: flamenco, tango, sevillana, fado, folclore. Al mismo tiempo, dirigió grandes producciones de ficción en España y Latinoamérica, como El Dorado (1988), La noche oscura (1989), o la multipremiada ¡Ay, Carmela! (1990).
En 1993, mientras rodaba ¡Dispara!, conoció a su última esposa, la actriz Lali Ramón, que lo guio al minimalismo, al documental intimista y a la puesta teatral. Para ese momento, era ya un autor consagrado. Rick Altman quiso llevárselo a Hollywood, pero Saura se negó. Argumentó que, para rodar una película en Estados Unidos, debía conocer el país tan bien como conocía España.
EL TALENTO Y LA MAESTRÍA
Ganador de innumerables premios y reconocimientos, nombre habitual en los festivales de cine más prestigiosos, la obra de Saura no puede medirse únicamente en la cantidad de galardones. Fue un cineasta clave en los años de la dictadura franquista, con películas que retrataban la asfixia y el encarcelamiento a través de enfermizas relaciones interpersonales. Supo evadir la censura con filmes inteligentes que hablaban de la violencia y la muerte sin que los militares se dieran por aludidos.
La primera mitad de su obra goza de un verismo sorprendente, fuertemente influenciado por el neorrealismo italiano, sustentado a través de la narración de historias de gente obrera, peones rurales, pueblerinos abandonados a su suerte. Ya desde el principio, aparece uno de los temas que lo obsesionan: el fantasma de la guerra civil. Criado durante ese momento crucial en la historia de España, Saura volvió una y otra vez sobre las consecuencias del enfrentamiento en la psiquis humana y en el devenir de la sociedad. ¿Qué habría pasado si la guerra hubiera sido ganada por los republicanos? Una fantasía que aún hoy habita el espíritu de muchos españoles.
Los traumas provocados por la represión franquista reaparecen con una insistencia casi mecánica, desde las celebradas La caza (1965) y Peppermint frappé (1967) hasta Rosa Rosae (2021), pasando por La prima Angélica y ¡Ay, Carmela! Con todo, y a pesar de la importancia de esas películas en la historia cultural de España, en 2021 aseguraba: «Pienso que la guerra civil española no ha sido convenientemente tratada en el cine».
Vinculados al impacto de la guerra y la dictadura, aparecen los otros temas frecuentes de su filmografía: la hipocresía de la clase burguesa, la represión sexual, las imposiciones de la religión, las relaciones de pareja, los celos o los traumas de la infancia. Ideas, todas ellas, que desarrolla con un halo oscuro y opresivo en sus películas de los años setenta, en plena transición, cuando aún España no sabía a qué se enfrentaba con la muerte del dictador.
Con la vuelta democrática, se convirtió en representante de esa nueva libertad y desenfreno. Sus películas bailadas son muestra de esa liberación de los cuerpos, como también lo fue su intervención en el cine quinqui1 –con títulos como Deprisa, deprisa (1981) o Taxi (1996)– o en el cine realizado fuera de fronteras. Ya en los noventa viajó a Argentina para rodar Tango (1998), película con la que obtuvo una nominación a los premios Oscar.
UN CINE DESDE ADENTRO
A pesar de sus premios y galardones, Saura no creía mucho en su propio legado. «Soy maestro, pero sin discípulos», decía a menudo, aunque eso no fuera para nada cierto. Directores como Woody Allen, Martin Scorsese, Bong Joon-ho, Julia Ducournau o Carlos Vermut se declaran herederos directos y grandes admiradores de su cine.
En la gala de los premios Goya, la francesa Juliette Binoche, ganadora del Goya Internacional en reconocimiento a su carrera, acabó su discurso tarareando el «Soy rebelde», de Cría cuervos, como forma de demostrar su admiración a esa película que tanto la marcó siendo una niña. En esa misma gala (en la que también se homenajeó a otro enorme director recientemente fallecido, Agustí Villaronga), el público pudo ver un resumen de su obra, uno de esos videítos que recolectan las mejores escenas de sus filmes más aclamados. Pese a su corta extensión, el video demuestra el enorme talento del director y su insistencia por hacer un cine de calidad, un cine que sale desde adentro y se desparrama por la pantalla, que explota a través de la luz y del color, y enfoca el mundo desde el encuadre indicado. En ese escueto resumen aparecen también los fantasmas de sus cuatro mujeres y, por extensión, de las cuatro grandes etapas de su obra, entreveradas en una sola imagen. Imagen que se ha convertido, al mostrarlas juntas, en una hermosa síntesis del arte de Saura.
1. Se conoce popularmente en España como cine quinqui al género cinematográfico que narra las vivencias y las aventuras de delincuentes de estrato social muy bajo, siempre jóvenes o muy jóvenes, y que han alcanzado la fama por los delitos que han cometido.