El último granjero de Sumy - Semanario Brecha
Sobrevivir en la frontera ruso-ucraniana

El último granjero de Sumy

Mientras la guerra se acerca a cumplir su tercer año, a un puñado de quilómetros de la frontera rusa y del frente de Kursk, granjeros, militantes sociales, maestros y niños intentan seguir con sus vidas.

Serhii en su granja Fran Richart Barbeira

Dice que no se lo creía y que aún no se lo cree. Difícil para un granjero que vive a menos de 5 quilómetros de la frontera rusa, en la región de Sumy, y donde los drones explosivos sobrevuelan su granja a diario. A pesar de su sabiduría campesina, a Serhii le cuesta entender cómo Ucrania y Rusia han llegado a una guerra de estas proporciones. Un conflicto que alcanza su tercer año y que se ha convertido en el más sangriento y desgastante en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Él representa a ese 1 por ciento de agricultores que se han negado a dejar sus tierras en esta provincia del norte ucraniano, a pesar de que, ahora, las lindes de sus campos están cercadas por concertinas, minas y bloques de hormigón que fungen como barreras antitanque.

La región de Sumska se encuentra en la esquina noreste del país, y su nombre dio la vuelta al mundo el año pasado, cuando, en agosto de 2024, las Fuerzas Armadas ucranianas decidieron invadir Rusia cruzando su frontera en una maniobra arriesgada, que hasta hoy ha supuesto un nuevo frente con grandes pérdidas para ambos. Los ucranianos controlan apenas 500 quilómetros cuadrados del óblast ruso de Kursk y, a pocos días de la Navidad ortodoxa rusa, el 5 de enero, lanzaron una ofensiva con centenares de drones y miles de soldados para ganar terreno, ya que desde hacía cinco meses habían comenzado a perder territorio. Un golpe de efecto de cara a las futuras negociaciones de paz que se pueden avecinar, donde el Ejército norcoreano, según los medios europeos, está sufriendo grandes pérdidas entre sus 10 mil o 12 mil soldados desplegados en auxilio de Rusia, como carne de cañón de los drones kamikazes ucranianos.

Es en este contexto que Serhii, cuyas manos son tan desmedidas como las cabezas de jabalí que cuelgan en su comedor, declara que en esta demarcación la frontera era simplemente una figura administrativa, nunca existió para ellos o para sus vecinos rusos tal separación. Los monumentos a ambos lados de la frontera de los soldados caídos en la batalla de Kursk, en 1943, nos recuerdan esa fuerte vinculación; los soviéticos derrotaron a la Alemania nazi en la última maniobra alemana para salvar los muebles después del desastre de Stalingrado. Un enfrentamiento de fuerzas acorazadas cuyos bandos emplearon a sus mejores generales y armas modernas. Ahora la modernidad castrense no son tanto los blindados o los tanques, sino pequeños drones con potentes explosivos que persiguen a los soldados en el campo de batalla, en sus trincheras o moviéndose en coche.

Pero este campesino de Sumska se niega a abandonar sus tierras. Dice que unos 20 trabajadores y sus familias dependen de él, y que sus amigos y compañeros se han marchado y le han dejado sus terrenos para que él vele por ellos. Una tarea nada gratificante para Serhii, quien, a raíz de la anexión rusa de Crimea –2014– y del inicio de la escalada –el 24 de febrero de 2022–, ha perdido ingresos en las exportaciones de manzanas y cerezas de sus árboles frutales. A pesar de aguantar estoicamente en la denominada zona cero con Rusia, él sigue pagando sin replicar sus impuestos en Ucrania por su granja de 1.000 hectáreas, y muestra su apoyo a las tropas que todos los días emprenden su camino hacia Sudzha u otros pueblos donde se están librando los enfrentamientos con los rusos y norcoreanos. Él, como la mayoría de los habitantes en esta comarca, tiene familiares al otro lado de la frontera y no sabe nada de ellos.

Para llegar a la granja de Serhii, se debe recorrer una de las pocas carreteras que se dirigen hasta Kursk, donde el ruido de los neumáticos nos avisan de las arrugas del asfalto provocadas por el paso de los tanques. Una zona plagada de minas, de puntos de estabilización destruidos donde llegan los heridos y del ruido constante de esos mosquitos con aspas que sobrevuelan de un lado para el otro estas planicies. En el caso de Rusia, han estado empleando drones de unos 200 quilogramos, los Geran-2 –o Shahed, en persa–, que se han vuelto habituales en la ciudad ucraniana de Sumy, donde residen unos 200 mil habitantes. De fabricación rusa pero con diseño iraní, estos drones generan pánico porque, además de su poder destructivo, son visibles para los vecinos y vecinas cuando arriban. A veces pueden observar cómo vuelan bajo, lentamente y hacia su objetivo, generalmente, infraestructuras o viviendas.

Las acciones del presidente ruso, Vladímir Putin, y su «operación especial», como él ha denominado a esta guerra, han dejado una huella difícil de borrar en este punto del país, mayormente rusófono. Tan solo hace tres meses, los rusos enviaron un misil contra una zona departamental de Sumy, conocida como la Doce, donde mataron a 13 personas, dos niños incluidos. Un barrio obrero, típico de la era soviética de finales de los cincuenta, con sus populares bloques de apartamentos conocidos como khrushchevkas. Para la posteridad de este legado de utopía brutalista, queda la réplica que le dio Nikita Kruschev al presidente de Estados Unidos Richard Nixon: «Lo único que necesitas para tener casa en la Unión Soviética es haber nacido en la Unión Soviética». El ataque de Putin sobre este barrio no solo asesinó a familias por la noche, sino que dejó sin ventanas a miles de vecinos, que a las puertas del invierno abandonaron sus casas o las tapiaron para soportar el crudo frío.

Hoy, organizaciones no gubernamentales, como Ljudmyla, ayudan a los habitantes de la Doce a reemplazar sus tragaluces y ventanucos para que el aire caliente de la calefacción no se escape y puedan quedarse en casa. Entre los activistas en esta labor está Natali, una antigua periodista que dedica su tiempo enteramente a organizaciones benéficas para ayudar a sus paisanos. Ella reconoce que después del ataque del misil balístico con municiones de racimo sobre la Doce –municiones prohibidas por 110 países gracias a un tratado que no ha sido firmado por Rusia, ni Estados Unidos, ni Ucrania– muchos habitantes, no solo de este barrio, sino de otras partes de la ciudad, decidieron abandonar Sumy.

La realidad cotidiana de los sumitas que aguantan en este enclave tan importante, por su proximidad con Kursk, es escuchar explosiones diariamente, ver flashazos por la noche en las cercanías por los enfrentamientos en la frontera, e intentar hacer su vida con esa banda sonora reiteradamente terrorífica que son las alarmas antiaéreas en los teléfonos y los parlantes que se oyen por toda la ciudad. Con humor negro, los residentes en estas ciudades ucranianas suelen comentar que, si las alarmas suenan a tiempo, uno puede estar tranquilo de que no se trata de un ataque contundente ni mortal.

La resignación a abandonar sus hogares ha supuesto que lo más elemental, como ir a la escuela, se haga bajo tierra. La educación online no ayuda en estas circunstancias, sobre todo a los más pequeños y sus padres, y por ello se han habilitado sótanos y refugios donde maestras y trabajadores sociales trabajan con ellos. Unos niños que no sonríen y que ya con 6 años saben lo que deben hacer en caso de bombardeo. Así lo explica Vita, trabajadora social de Sumy, que se desempeña en un centro subterráneo del Ministerio de Política Social de Ucrania: «Estos niños son muy cerrados, tienen miedo, y nosotros los ayudamos a formarse y a mostrar que aún existe la posibilidad de recuperarse, que aún hay fe y esperanza en esta vida». Vita explica cómo no solo se trata de educación, sino también de atender la salud mental de estos infantes, que no tienen capacidad de atención ni de concentración. Parte de las actividades que desarrollan están relacionadas con la motricidad para activar áreas cerebrales que parecen dormidas. Cuando se les pregunta qué hacen los mismos empleados para mantener la compostura delante de los críos, responden que pasear, comer bien y saludable, y hacer deporte.

La situación educativa en las zonas rurales es también de una resiliencia que no entiende de futuribles sobre qué pasará con esta guerra y que prioriza la urgencia de que niños y niñas compartan un espacio común y socialicen. Es el caso de la escuela búnker de Stetskivka, a un puñado de quilómetros de la granja de Serhii. A pocos quilómetros del frente, donde se oyen los zumbidos de los drones pasar, trabajan intensamente albañiles y constructores para finalizar la escuela que albergará a unos 150 niños de diez villas de la zona. Con las instalaciones educativas destruidas, lo que era el refugio antiaéreo escolar se ha convertido en la escuela misma. Una pintada que nadie se ha atrevido a tocar da la bienvenida a la entrada de este búnker: «Quiero vivir en una Ucrania sin guerra». Una proclama dibujada por un antiguo estudiante del centro,
que murió como soldado por el disparo de un francotirador ruso en la toma de la metalúrgica de Azovstal, durante el sitio de Mariúpol, en mayo de 2022. Más de un año llevan trabajando en esta instalación que busca la máxima protección y comodidad para los alumnos, gracias a la intermediación de la organización católica Cáritas, que ha ayudado a buscar financiamiento con el propio gobierno ucraniano.

Los integrantes de las organizaciones no gubernamentales de Sumy también trabajan en locales en el subsuelo de la urbe, donde almacenan vituallas y cajas con productos alimentarios elaborados para diferentes perfiles de población. Pero después toca la tarea de repartirlos en esas zonas donde la espada de Damocles balística de Putin puede causar estragos. En esas poblaciones cerca del frente, el simple hecho de recorrer sus carreteras ya te pone en un punto de mira. Pasado el último checkpoint militar de Sumy hacia Kursk, los trabajadores humanitarios van prestos y decididos en coche a evacuar gente o a repartir viandas.

La sonrisa de Serhii, el último granjero antes del frente de Kursk, puede parecer a priori inconsciente, pero es una señal de la civilidad de estas gentes, que han vivido dos de las peores guerras que han existido en Europa en los últimos 80 años. Estos dos óblast, Sumska y Kursk, son hoy escenarios de los peores choques que se están viviendo en esta guerra, que desde 2022 ha producido 6,8 millones de desplazados, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. La misma ONU cifró en diciembre de 2024 en 12 mil los civiles ucranianos muertos desde 2022 y en 25 mil los heridos. Según fuentes del Ejército estadounidense citadas por The New York Times, las bajas rusas –entre muertos y heridos– han sido 615 mil y las ucranianas, 307 mil al 10 de octubre de 2024. Por su parte, el Kremlin se atribuyó en diciembre del año pasado el mérito de haber infligido 1 millón de bajas, entre muertos y heridos, en las Fuerzas Armadas de Ucrania, desde febrero de 2022.

Serhii espera que esta guerra acabe y pueda volver a producir la miel que acicala con una cuchara mientras toma el té. A pesar de que en sus sembrados y terrenos hay bombas que no han detonado y que le impiden labrar con normalidad, de que tuvo que reparar el tejado de su casa por una explosión y de que toda su familia se ha ido a vivir a una región más tranquila y lo dejó solo, admite que nada de eso es suficiente para que abandone su terruño. Habla con orgullo de sus ovejas, de su sidra, de sus campos y de cómo en primavera, en un pequeño cobertizo, coloca dentro las cajas de las colmenas de las abejas y encima pone un colchón donde duerme plácidamente. El olor, la vibración y el zumbido le dan, a diferencia de los drones que ahora le toca sentir cada noche, una calma que, según él, todo el mundo debería tener el derecho de experimentar y disfrutar al menos una vez en la vida. 

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