“Si comparamos el retrato de Orlando hombre con el de Orlando mujer, veremos que aunque los dos son indudablemente una y la misma persona, hay ciertos cambios. (…) Si hubieran usado trajes iguales, no es imposible que su punto de vista hubiera sido igual. (…) Afortunadamente la diferencia de los sexos es más profunda. Los trajes no son otra cosa que símbolos de algo escondido muy adentro.”
Orlando, Virginia Woolf, 1928
Al salir de la ducha se dio cuenta de que había olvidado la ropa interior. Se secó apenas y sintió ganas de orinar. Le daba rabia hacerlo enseguida de bañarse, pero no tuvo otra. Serían los nervios. Atravesó la casa como llegó al mundo, dejando en las baldosas pequeños rastros húmedos. En su dormitorio, revolvió entre la ropa para doblar y agarró lo primero que encontró, pero de pronto se detuvo. Devolvió las prendas al montículo caótico y sacó del ropero otras en mejores condiciones, sobrias. Era la primera cita. Ya se conocían y habían salido, pero a tomar un par de cafés. Ahora era diferente: iban a cenar y a tomar un par de tragos en un bolichito. Miró el revoltijo de almohadas, sábanas y acolchados, y dudó si acomodarlo. Si finalmente pintaba tener sexo, ocurriría justo allí. La cama prolijamente tendida podría ser tomada como síntoma de lascivia anticipada, como si lo hubiera preparado todo, así que la dejó como estaba. Miró la hora. Faltaban cuarenta minutos para el encuentro. Tenía que apurarse. Comenzó a vestirse.
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La antropóloga estadounidense Gayle Rubin1 evidenció en los ochenta la “línea divisoria” que suele trazarse para distinguir el sexo bueno del malo, el normal del anormal, el natural del antinatural. De un lado, las prácticas heterosexuales, monógamas y reproductivas, y del otro, todo lo demás. La autora introduce matices: los gays y lesbianas con parejas estables, aunque estén del lado oscuro, tienen mayor aceptación social que los “travestidos” o los “transexuales”, que son lo peor de lo peor.
El mundo visto así, en términos binarios, suele despertar ciertos temores. La línea divisoria parece estar entre “el orden sexual y el caos” y cualquier cosa que habilite a cruzarla significará que “la barrera levantada contra el sexo peligroso se derrumbará y ocurrirá alguna catástrofe inimaginable”. Esos temores pueden suponer, por ejemplo, el convencimiento de que las mujeres tenemos el poder de desencadenar el fin del mundo. Hay quienes acarician la distopía sin disimulo: “Hoy se están llevando adelante más de 10 mil abortos por año. Hoy mismo salieron cifras de lo que está pasando en el tema demográfico en nuestro país, y salen las cifras y asustan, sobre todo cuando uno compara con estas leyes” (Carlos Iafigliola, Radio Uruguay). O bien: “Hemos visto casos de mujeres que llevan varios abortos; lo toman casi como un método anticonceptivo, lo cual es una barbaridad” (Guido Manini Ríos, Búsqueda). Dicho de otra forma: ninguna mujer tendrá jamás el deseo de la maternidad (todas abortaremos hasta el apocalipsis), pero en cambio tenemos la obligación de ser madres.
“¿Cuál es el miedo?”, inquirió Alejandra Spinetti, integrante del colectivo trans, a Iafigliola, luego de recordarle que, en más de una oportunidad, el nacionalista rechazó debatir con ella sobre la ley trans. La disputa por conservar esta “jerarquía sexual” supone que los varones blancos y heterosexuales –lo mejor de lo mejor, por eso es considerado el sujeto universal– puedan mantener ese lugar de privilegio, dotados de un poder que se sostiene en la medida en que siga siendo legitimado social y culturalmente. Ante la amenaza de perder ese estatus, algunos de esos varones asumen –y se convierten en amplificadores de– la autoridad moral para discernir qué prácticas sexuales están habilitadas a cruzar la línea sin que ocurran catástrofes inimaginables.
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Ese predicamento apocalíptico es tentador: uno puede sucumbir fácilmente a la indignación al advertir esa necesidad imperiosa y declarada de custodiar los cuerpos abyectos. Porque, hay que decirlo, si algo tienen estos portavoces es una franqueza brutal. Podría decirse que es una puja por las subjetividades a calzón quitado: “Básicamente niegan la biología. Niegan que nacemos varón y mujer. Eso para nosotros es cuestionable, porque es clarísimo que se nace varón o mujer. La ley natural lo respalda” (Iafigliola, El Observador). O bien: “A la ideología de género que se les está inculcando a los niños de nueve o 10 años, que se les dice que el sexo es una construcción social. Estoy totalmente en contra de eso. Para mí, es una perversidad” (Manini Ríos, Búsqueda).
Si bien estos discursos sin pulir revientan los tímpanos, la disputa por dónde colocar esa línea divisoria entre el sexo bueno y el sexo malo es muchísimo más amplia, y no siempre suena tan mal. Pienso en todos esos discursos que abogan por la importancia de la familia (heterosexual, monógama y reproductora), acunados históricamente en el Partido Nacional (basta recordar el anuncio reciente de Luis Lacalle Pou de que “trabajará” para que los hijos no deseados sean igualmente gestados y “entregados a una familia que los quiera”) y forjados en la Iglesia Católica.
A propósito, el arzobispo Daniel Sturla quiso ser elegante en su carta pública: dijo que las personas trans “han sido discriminadas” y no alentó el referéndum para derogar la ley que las “ampara”. Pero a la vez defendió el discurso que sostiene la jerarquía sexual dominante, que parte de la negación de otro ser humano, traidor de la naturaleza. Es decir, reconoce la discriminación como una consecuencia de la subversión del orden preestablecido –que la propia Iglesia se esmera en proteger– y así, el cardenal borra con el codo lo que escribe con la mano.
Apuntó a “una disociación género-sexo incompatible con el sentido común y con la antropología cristiana” y ante la catastrófica “colonización ideológica” ofrece un curso online de “educación afectivo-sexual” bautizado “Aprender a amar”. Está presentado en un atractivo formato audiovisual, edulcorado de conceptos como “autoconocimiento” o “sexualidad plena”, que no suenan mal, pero se desdibujan cuando el locutor habla de la familia (todo el contenido remite a núcleos heterosexuales, monógamos y reproductores) y de “sexualidad como proyección de amor”, pero no del deseo, que no es mencionado.
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No hay pensamiento más obtuso que el que pretende eliminar, simbólica y materialmente, aquellas categorías que no tienen lugar en construcciones tan acotadas, rosadas o celestes. ¿Por qué importa la genitalidad del ser intrauterino? ¿Por qué importa lo que hacen las personas con su genitalidad? ¿Por qué es tan importante el sexo? ¿Por qué es tan importante erradicar una ley que garantiza los derechos de personas cuyas circunstancias sociales hacen que sólo puedan vivir la mitad de los años esperados en Uruguay? Sencillamente porque el sexo –siempre hay que volver a decirlo– es político.
Claro que la línea divisoria es, de algún modo, ficticia, pero salir de la lógica binaria puede resultar ininteligible. Así, trazada tan groseramente, rompe los ojos, pero me pregunto si no debiera interpelarnos. ¿Qué nos pasa cuando nos enfrentamos a bebés o personas que visten trajes que no son de nena ni de varón? ¿Dónde traza cada uno de nosotros la línea de lo deseable? Si esa frontera que garantiza un límite en las prácticas sexuales y en la presentación de los cuerpos es una ilusión, ¿todo vale? Por supuesto que no. Jamás pueden ser tolerados el abuso y la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes. En todo caso, quizás la única barrera que pueda levantarse es la del respeto del deseo, del propio y de los demás.
La política es el arte de la seducción, y la seducción siempre va de la mano, justamente, del deseo. Argumentar para buscar transmitir a otros tus convicciones es parte del erotismo político. Pero si para “convencer” al otro se recurre al engaño o a la desinformación, hay más que serios problemas para sostener la coherencia discursiva (y eso sin entrar en las implicancias éticas de esas formas de hacer política). Lo que hay no es un deseo de seducción, sino de dominación. Como en el abuso y la violación, el otro queda doblegado a la voluntad de quien ostenta el poder.
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Es de madrugada. Los dos cuerpos ya latieron en la cama desarreglada.
—¿Te puedo preguntar algo? –La visita acomodó la cabeza en la almohada–. ¿Dejaste la cama destendida a propósito?
Las pieles, que para entonces ya respiraban despacito, volvieron a agitarse nuevamente, ahora por las risas.
1. En su ensayo Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad (1984).