Las novelas de Maggie O’Farrell: El viejo encanto - Semanario Brecha
Las novelas de Maggie O’Farrell

El viejo encanto

Su novela Hamnet fue mundialmente saludada como una de las mejores de 2021. Ahora, la novelista irlandesa Maggie O’Farrell vuelve a la novela histórica para narrar, en El retrato de casada, el matrimonio de Lucrezia de' Medici con Alfonso d’Este, duque de Ferrara, cuando ella tenía 13 años.

En París, febrero de 2014. AFP, FRANÇOIS GUILLOT

Maggie O’Farrell nació en 1972 en Irlanda del Norte, pero ella no se considera particularmente irlandesa. A los 2 años, su familia se trasladó a Gales y más tarde vivió en Escocia, lo cual la ha llevado a decir, más de una vez, que no sabe muy bien de dónde es y mucho menos si sus libros pueden considerarse parte de una literatura tan enorme y rica como la de Irlanda. Tampoco se considera una escritora de novela histórica porque, en los hechos, recién en su cuarto relato –La extraña desaparición de Esme Lennox, situado, en parte, en la era eduardiana– puede decirse que se asoma a este subgénero, que no volvería a practicar hasta Hamnet, su octava trama novelesca.

La literatura británica tiene una larguísima y rica tradición de novela histórica, para empezar porque, a secas, tiene una larguísima y rica tradición. Corrientemente se acepta que el inventor del género fue el escritor escocés Walter Scott, que también es considerado el primer bestsellerista de la historia. Como los británicos vienen de perder a su última gran cultora del género –Hilary Mantel, nacida en Inglaterra pero también de familia de origen irlandés, muerta en 2022– y el trono por ahora sigue vacío, hoy muchos se preguntan si ese lugar podría ser ocupado por O’Farrell. Sin embargo, parece improbable que esto suceda: O’Farrell es demasiado prolífica e inquieta para fatigar archivos al punto que lo hacía Mantel –la escritura de la trilogía de Cromwell le llevó 16 años y lo hizo con una maestría tal que logró convertir a un villano en un héroe–, pero no quedan dudas de que con Hamnet logró capturar la atención de los lectores como no se veía desde En la corte del lobo.1 No debe de haber dos escritoras más distintas la una de la otra, al punto que, si uno agarra un libro de Mantel después de haber hojeado uno de O’Farrell, la prosa de la primera parece cincelada con martillo y cortafierro, mientras que la de la segunda parece fluir de una grácil pluma que vuela sin apenas rozar la superficie del papel y, sobre todo, sin hacer ruido.

Muchas veces no queda claro qué se entiende por novela histórica y se supone que lo es únicamente aquella que involucra hechos o personajes que son parte de la historia nacional o universal, en cuyo caso claramente lo que escribe Mantel (el ascenso y la caída de una eminente figura política como Cromwell) se ajustaría mucho más a la definición que lo que hace O’Farrell, ocupada de «la historia chica», o ni siquiera de eso. Sin embargo, es ampliamente aceptado que la novela histórica es simplemente aquella que transcurre en tiempos que no son los del autor (por ejemplo, una obra que quiera participar en el Premio Walter Scott debe transcurrir al menos 60 años antes que el tiempo presente) y que no importa si aparece o no aparece, pongámosle, Artigas o Napoleón, siempre que el autor o la autora reconstruya de manera verosímil los tiempos en los que transcurre una trama de ficción.

Por ejemplo, la primera novela de O’Farrell2 que viaja hacia atrás en el tiempo quiere contar la historia de muchas mujeres reales a través de una sola, la ficticia Esme Lennox. Mujeres que desaparecieron en las fauces de instituciones estatales o religiosas, que las encerraron por, por ejemplo, ser madres solteras, tener una moral reprobable, ser huérfanas o simplemente rebeldes o por padecer de algún tipo de enfermedad mental, real o inventada por sus familiares o carceleros. Instituciones que florecieron en Escocia, Inglaterra e Irlanda (pero no solamente), como las Lavanderías de la Magdalena, donde miles de mujeres fueron encerradas, obligadas a hacer trabajo esclavo y luego frecuentemente olvidadas allí dentro por años (cualquiera que haya visto el documental de Sinéad O’Connor, Nothing Compares, sabe que uno de los momentos más conmovedores de la película es cuando Sinéad relata su propio encierro en uno de esos lugares y el de las mujeres que allí encontró). En el caso del libro de Maggie O’Farrell, el lugar de encierro es un hospital psiquiátrico de Escocia que va a cerrar, entonces llaman a Iris para que vaya a buscar a su tía abuela. El asunto es que Iris no sabía que tenía una tía abuela…

La extraña desaparición de Esme Lennox fue el primer libro de O’Farrell en traducirse al español y es muy notable como ha cambiado su escritura desde entonces o, mejor, los diferentes registros que ha cultivado a lo largo de los años. Lejos de los refinamientos narrativos de El retrato de casada o Hamnet, la novela de Esme es directa, por momentos casi brutal en el acercamiento a un tema tan duro como el uso de la locura para dominar a estas mujeres. Sin embargo, hay temas o recursos que se repiten, como el de la desaparición y el del doble. En La extraña desaparición… las protagonistas son dos hermanas (Esme y Kitty, la primera encerrada 61 años en un psiquiátrico y lúcida, la otra al resguardo de su familia y con alzhéimer). También son dos los hermanos en Hamnet: gemelos que intercambian destinos. Es una constante la estructura narrativa no lineal, fragmentada tanto en el tiempo como, en ocasiones, en diferentes voces narrativas. En el caso de Esme Lennox hay, por lo menos, tres tiempos de la historia y dos narradores: el tiempo de Iris, en el presente narrado en tercera persona, el de Esme, en el pasado, recordando su infancia en la India y su juventud en Escocia antes de ser internada, y la voz de Kitty, en primera persona, disuelta, tratando de manotear pedazos de una historia trágica y cruel en la bruma de la enfermedad.

UNA PINTURA Y UN POEMA

En toda la narrativa de O’Farrell hay una mirada abiertamente feminista de la historia. Esa mirada está dada por el desplazamiento del foco no diremos ya a lo que la historia ocultó, sino en lo que simplemente no le interesó detenerse. Es claro que para contar la historia de Shakespeare no hay obligación de contar la de su mujer3 o la de sus hijos, pero lo que es indudable es que allí estaban, y Hamnet demuestra que mucho se puede sacar de allí. Lo mismo sucede con Lucrezia de’ Medici, hija del duque de Toscana, y Alfonso d’Este, duque de Ferrara.

El casamiento de Lucrezia y Alfonso fue la consecuencia de las Guerras de Italia, una serie de conflictos sucedidos entre 1494 y 1559 que enfrentaron a los principales Estados de Europa en torno a disputas territoriales. Los monarcas de Francia y España peleaban por dominar territorios italianos y la victoria fue para los españoles. Los d’Este, duques de Ferrara, eran leales a Francia, por lo cual, para sellar la paz, Alfonso se vio obligado a casarse con una Medici, descendiente de madre española y de una familia leal al trono de España. En principio, la boda iba a ser con Maria de Medici, la hermana mayor de Lucrezia, pero esta murió antes de que pudiera celebrarse el casamiento, por lo que el contrato de matrimonio recayó en Lucrezia, que entonces tenía 13 años.

En la literatura de O’Farrell frecuentemente hay misterios que resolver, lo que brinda a sus novelas una cualidad casi gótica. En el caso de El retrato de casada el misterio es a partir de un poema de Robert Browning, «My Last Duchess» (Mi última duquesa), en el que, a manera de un monólogo narrativo, la voz del duque Alfonso habla de Lucrezia mientras muestra su retrato. El poema, escrito en 1842, sitúa a Alfonso ya viudo y esperando concretar los detalles de su próximo casamiento con la hija de un conde. Alfonso se encuentra con el emisario, le muestra el retrato de su esposa muerta –literalmente lo devela, ya que descorre una cortina que lo oculta–, halaga la pericia del retratista y se refiere a las cualidades y los defectos de su esposa. Entonces, desliza sutilmente que ordenó matarla. El poema es brillante, porque sin perder la elegancia aristocrática Alfonso establece ante el emisario su autoridad, inteligencia, peligrosidad y duplicidad. Y también lo que espera de su futura esposa para que no corra la misma suerte que Lucrezia.

De allí parte O’Farrell, de la idea de que Lucrezia no murió de tuberculosis a los 16 años, sino que fue asesinada por no darle a Alfonso el heredero que necesitaba (el duque era estéril, ya que tampoco se lo dieron sus dos esposas siguientes). Al igual que en Hamnet, la muerte de la protagonista de la historia es establecida desde el comienzo del libro; es un hecho histórico que la ficción no va a alterar y es alrededor de esa muerte que la trama crece. Con La extraña desaparición… comparte la condición de ser un relato de encierro. Pero, a diferencia de la primera, El retrato de casada es sobre un encierro que se decide en la cuna: estas mujeres son, simplemente, material de casamiento para asegurar linajes, y eso tiene un alto precio.

O’Farrell no disimula que lo que está haciendo en sus novelas es algo que a menudo irrita mucho a quienes desechan cualquier argumento que incluya la mención del orden patriarcal, que es aplicar estándares contemporáneos a situaciones de épocas pretéritas. Sí, sabemos que probablemente a Lucrezia no le haya parecido una situación anormal casarse a los 13 años, y también sabemos que es muy improbable que pudiera haber elaborado un pensamiento de este tipo: «Pero sabe que si no hubiera sido Alfonso habría sido otro cualquiera: un príncipe, otro duque, un noble alemán o francés, un primo segundo español… Su padre le habría buscado una pareja conveniente porque, al fin y al cabo, para eso la habían educado, para el matrimonio, como un eslabón más de su cadena de poder, para que tuviera herederos para hombres como Alfonso. En cambio a sus hermanos los educan para mandar: les enseñan a luchar, a discutir, a debatir, a negociar, a ganar, a manipular, a esperar, a descubrir las ventajas, a tramar, a manejar, a consolidar su influencia». No es que no pueda objetarse, claro, pero si se va a objetar, al menos tengan la decencia de no hacerlo en defensa de la fidelidad histórica, porque, bueno, ese es justamente el punto.

LA ESPOSA DE SHAKESPEARE

Umberto Eco, en Apostillas a El nombre de la rosa, contaba sus tribulaciones para ponerle nombre a la novela que lo catapultó como narrador. El título provisional que había elegido –La abadía del crimen– le parecía deshonesto porque sonaba demasiado pulp y podía engañar a un lector que, buscando una novelita policial, de pronto se encontraría leyendo sobre un montón de monjes medievales discutiendo sobre Aristóteles. «Mi sueño era titularlo Adso de Melk», dijo Eco. «Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador.»4 Y eso, justamente, fue lo que hizo Maggie O’Farrell en Hamnet. Porque si bien, a diferencia de Adso, Hamnet no es el narrador, no es tampoco el personaje principal del libro. Y es que Hamnet es menos la historia de ese niño que la de otro casamiento: el de William Shakespeare y Agnes Hathaway.

Maggie O’Farrell escribe sobre familias. Padres, madres, hijos, abuelos, yernos, suegras. Todo esto está aquí, la historia de la familia, de cómo se formó, de las taras que cargó, de lo que tuvo que soportar, de quiénes fueron sus hijos, de cómo era ella y de cómo era él. Es también un relato sobre cómo hacer para soportar el dolor y de las maneras de sobrellevar el duelo. En Hamnet hay cosas que vienen de a dos, como Hamnet y Judith. Como Hamnet y Hamlet. Como dos pulgas que saltan de un mono a un grumete en Alejandría o a un maestro vidriero en Venecia y desatan la peste. Pero, sobre todo, Hamnet es una novela sobre cosas que cambian de lugar. La esperada muerte de una niña que se transforma en la inesperada muerte de un niño. Un niño que se transforma en otro muy distinto, por arte y magia del teatro. También es una novela en la que uno de los personajes principales no tiene nombre, porque ya la historia literaria lo ha puesto en el pedestal más alto. Así, en Hamnet, Shakespeare no es nunca Shakespeare ni nunca está en sí: es el marido de Agnes, el padre de Hamnet, Judith y Susana, es el hijo del fabricante de guantes, es el profesor de latín.

Lo notable es que nada que pueda decirse de la novela de O’Farrell puede dar cuenta de la novela en sí, porque gran parte del talento está en la escritura misma. Es por ello que no es posible afirmar que esta obra impacte fundamentalmente como novela histórica, porque el tiempo histórico no está reconstruido con datos, hechos, marcos, aconteceres. O’Farrell no está para nada interesada en indicarnos dónde estamos y con quiénes ni hacia dónde nos dirigimos. La novela construye un mundo hecho de plantas, olores, colores, animales, sonidos, movimientos. O’Farrell maneja el lenguaje con gran maestría, sin que nunca el texto parezca pesado o sobrescrito, sino todo lo contrario: las oraciones fluyen, cada palabra, cada descripción aporta a crear un ambiente que, como lectores, estamos dispuestos a aceptar que es el de la época de Shakespeare, el de su casa, su familia y también su mente. Es que, si lo que nos gusta de la literatura es, de algún modo, entregarnos al placer de salirnos de nosotros mismos, ser transportados en volandas, habitar otros mundos, Maggie O’Farrell tiene un extraordinario talento para lograrlo.

Una mención especial requiere la traductora Concha Cardeñoso, originaria de León y residente en Barcelona, con una larga carrera y traducciones de Shakespeare, Dickens, Daphne du Maurier y Robertson Davies, entre otros. Su trabajo traduciendo a O’Farrell es impecable, muy creativo y armonioso, dotando al texto de una sonoridad y una cadencia deslumbrantes sin opacar nunca la función principal del texto ni interponerse con la historia. Cardeñoso es de esas traductoras a las que el lector les dedica pensamientos a lo largo de toda la lectura, y son siempre de maravilla y agradecimiento.

Finalmente, es cierto: no puede decirse que el fenómeno que provocó Maggie O’Farrell con Hamnet sea siquiera cercano al de Elena Ferrante con su saga Dos amigas, pero siempre es una alegría la aparición de autoras cuyos libros vuelven la lectura un acto diario de mucha gente al mismo tiempo.

1. Editorial Destino, 2011. La trilogía de Cromwell se completa con Una reina en el estrado (2013) y El trueno en el reino (2020).

2. La extraña desaparición de Esme Lennox (edición original en inglés, 2007). Se publicó en español por Salamandra en 2009.

3. Aunque no «había obligación de contarla», alguien hizo su biografía y arrojó muchísima luz sobre ella: la escritora feminista Germaine Greer en su libro Shakespeare’s Wife, que, a pesar de haberse publicado en 2007, nunca se tradujo al español.

4. Umberto Eco, Apostillas a El nombre de la rosa, traducción de Ricardo Pochtar. Editorial Lumen/Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987, pág. 10.

Manual de persistencia

Maggie O’Farrell es una escritora que, a pesar de tener diez libros en su haber, tiene una carrera que ha transcurrido por completo en «los dos miles», lo cual nos hace sentir irremediablemente viejos. Publicó su primera novela en 2000, titulada After You’d Gone, y es una de las tres (junto con My Lover’s Lover –2002– y The Distance  Between Us –2004–) que no están traducidas al español. La extraña desaparición de Esme Lennox (2007) e Instrucciones para una ola de calor (2013) son las únicas dos que fueron publicadas por Salamandra. Las restantes, La primera mano que sostuvo la mía (2010), Tiene que ser aquí (2016), Sigo aquí (2017), Hamnet (2020) y El retrato de casada (2022) fueron publicadas por Libros del Asteroide (y traducidas por la crack de Cardeñoso).

Todos sus libros son novelas menos Sigo aquí, que está compuesto por 17 relatos autobiográficos en los que O’Farrell cuenta las 17 veces que rozó hombros con la muerte. Leyendo la ficción de la autora, no quedan dudas de que la muerte es un tema que ejerce en ella una gran fascinación, pero Sigo aquí no es triste ni alegre, O’Farrell no es ni una autora que haga gala de un gran sentido del humor ni una que se abisme en el drama lacrimógeno. Sin embargo, el libro genera el efecto de recordarnos de manera harto tranquila lo normal que es que la muerte ande rondando, sin vestido negro, sin guadaña, ahí nomás, con el rostro de un hombre que nos cruzamos un día yendo a dar una caminata por un sendero de montaña o cuando nos dirigimos alegremente a dar a luz.

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