Cuando se asiste al teatro, no todo lo que allí ocurre son piezas convencionales basadas en textos clásicos. Hace mucho tiempo que el teatro ha demostrado la complejidad de su lenguaje y sus posibilidades infinitas como forma artística de expresión. En Hanami, escrita y protagonizada por Danna Liberman y dirigida por Jimena Márquez y Luz Viera, el espectador asiste a un encuentro con el otro, a una comunión de seres que se reúnen a escuchar y acompañar. Liberman escribió este texto para su pequeño hijo Uriel, quien es parte cabal de la performance artística que vamos a vivenciar en su memoria, y que vuelve a renacer como un ser que siempre estará presente en el universo de las tablas.
¿Cómo representar el dolor? Hay materiales que inspiran, y el dolor, la muerte, el duelo son leitmotiv en todas las expresiones del arte. Luego de asistir a Hanami, la respuesta a esta pregunta quizá sea que sí se puede, transitándolo (en este caso buscando conectarlo con la belleza de la creación como un cable a tierra) y, tal vez, buscando compartirlo con otros, para cerrar un círculo que no se puede atravesar en solitario. Para ello, Liberman junto con las directoras plantearon pararse de frente al público sobre un lienzo blanco. Un lienzo que a lo largo de la pieza actúa como un tablado desde el que se interactúa con el público, pero también como pantalla en la que van apareciendo las palabras y las definiciones necesarias para la construcción y la comprensión del duelo materno, y que se carga de imágenes pictóricas que remiten a las flores, como la Santa Rita, a la que la protagonista refiere en sus diálogos y en su vestuario. Las flores en su doble significado de vida y de símbolo-homenaje. La flor que representa memoria. Una imagen que sostiene y conecta con el aquí y ahora.
Liberman demuestra en la escena una fortaleza difícilmente vista. Lleva la pieza con soltura, frescura y con una sensibilidad a flor de piel. Vemos allí a una gran frontwoman, una artista que es capaz de llevarnos por los caminos del humor, de la aparente improvisación, mientras comparte sus recuerdos más personales, emotivos y desgarradores mediante un lenguaje tan frontal como poético. Porque en Hanami acompañamos el dolor de la pérdida y la celebración de la vida. Reflexionamos acerca de la belleza de la existencia y, mientras la vivenciamos, descubrimos nuevos significados en las palabras que intentan explicar lo inefable. Así, la transformación vital de la protagonista se va mostrando, cuadro tras cuadro, como un devenir lento e interior, similar al proceso de crecimiento de las flores.
En este acontecimiento escénico, Liberman nos guía en los tiempos necesarios para procesar lo allí visto y compartido. Construye un relato plagado de sensaciones e imágenes que fluctúan constantemente entre la risa y el llanto. En el centro de la escena hay una madre fuerte, una madre que ama y utiliza su lenguaje, el del arte, el que mejor sabe desarrollar, para conectar consigo misma y con los demás. Y la conexión es potente, y la escena contiene y demuestra que sí es posible bailar con el dolor. Una madre que nos toma de la mano para llevar adelante una danza que, desde el escenario, evoca mientras sana.