¿Qué persigue China? Según el fiscal general estadounidense, William Barr, «atacar a Estados Unidos»; según el secretario de Estado, Mike Pompeo, «acabar con el mundo libre». ¿Responden estas aseveraciones a una mera estrategia electoral interna del equipo de Donald Trump o nos hallamos ante un arrebato histérico que refleja el temor a perder el liderazgo global? ¿Es incluso, realmente, una objetiva descripción de los propósitos de China?
De entrada, cabe pensar que dadas las características de un Estado-continente como China, por su geografía, demografía y dimensiones de todo tipo, no es en modo alguno ilógico que, como aconteció durante muchos siglos, ostente de forma natural la primacía mundial en algunas magnitudes relevantes (como el valor de su producto interno bruto, por ejemplo). Lo realmente anormal es lo contrario y, si así ha ocurrido en los últimos siglos, se debió a su estado de postración y crisis, derivado tanto de las agresiones extranjeras como también del propio agotamiento del régimen imperial.
En la segunda mitad del siglo XX y sobre todo en su tramo final, partiendo de unas condiciones realmente dramáticas, logró trazar una senda de recuperación de su viejo estatus. En ritmo ascendente, desde la emergencia pacífica bosquejada por el teórico Zheng Bijian a la comunidad de destino compartido del presidente Xi Jinping, la China más reciente ha buscado su reconocimiento exterior como «un país grande», moviéndose con cautela y cuidando de no provocar alarma, cosa extremadamente difícil para un gigante.
La proyección global de su renacido poderío ha tenido un enorme impacto a nivel económico, financiero, tecnológico, etcétera. China es hoy el primer socio de 120 economías en el mundo y su presencia ha crecido de forma exponencial, interfiriendo, se pretenda o no, en equilibrios de larga data protagonizados por actores de indiscutible peso que, en consecuencia, han incrementado su nivel de alerta. Y de hostilidad.
ASERTIVIDAD COMPARTIDA
Argüir que la llamada asertividad de la política china en tiempos de Xi Jinping es la causa del encontronazo con el mundo occidental es, como poco, una verdad a medias. En efecto, hay signos en el nuevo liderazgo chino, que arranca en 2012, asociables con cierta impaciencia en algunos aspectos o con una afirmación más explícita de unos intereses nacionales que persigue sin el disimulo de periodos anteriores, cuando su poder efectivo era mucho menor.
No obstante, no debiéramos tampoco perder de vista que en los años previos a la asunción de Xi, es decir, durante el mandato de Hu Jintao (2002-2012), ya se pudo vislumbrar el sentido de las tendencias en curso, que conformaban un proceso en el que la confrontación se afirmaba como una posibilidad perdurable. Así, recuérdese, por ejemplo, que durante la administración de Obama (2009-2017) se dio alas al Pivot to Asia(«giro hacia Asia», en español), convertido en el ariete principal de Hillary Clinton ya en 2011, tal como explicitó en su artículo «America’s Pacific Century» publicado en Foreign Policy; en él se postulaba abiertamente el «reequilibrio militar y diplomático» estadounidense en la región.
Y tampoco fue un salto en el vacío. Las administraciones de Bill Clinton y George Bush también adoptaron medidas importantes para la contención de China. En 2005, se anunció que el Pentágono trasladaría el 60 por ciento de los submarinos estadounidenses a Asia, y con el Pivot to Asia, esa cifra se ampliaba al 70 por ciento de sus capacidades navales, las mayores del mundo, acompañándose de la profundización de las alianzas militares y del Acuerdo Transpacífico (o TPP), concebidos como las tenazas que debían contener la irradiación de la influencia china.
Cierto que estas dinámicas coexistían con la cooperación, a diferencia de lo que sucede con Trump, que parece considerar esta una palabra tabú en la política estadounidense hacia China. Beijing bien podía decir, entonces, que la política de Estados Unidos se había vuelto más «asertiva». En su día, Robert S. Ross, asociado del Centro John King Fairbank de Estudios Chinos de la Universidad de Harvard, sostenía precisamente que el «pivote» hacia China no hacía sino crear una profecía autocumplida por la cual la política estadounidense agravaba innecesariamente las inseguridades de Beijing y, en consecuencia, sólo alimentaría la agresividad de China, socavando la estabilidad regional y reduciendo la posibilidad de cooperación entre Beijing y Washington. En esa dinámica estamos. Al inflar la amenaza planteada por China, en vez de mitigar sus ansiedades, exacerbamos las propias dando pábulo a intereses excluyentes.
Otro tanto podíamos decir del G8 o el G2. La primera participación de China en el G8 se produjo en la cumbre de Evián (2003). Desde el primer momento, Beijing dejó en claro el escaso interés en sumarse a un club con cuyas reglas no se identificaba ni disponía aún de capacidad real, de pretenderlo, para modificarlas. La presencia no ofrecía el disfrute de una cuota de poder real y, por el contrario, se convertía, en la práctica, en una oportunidad para que Occidente le leyera la cartilla con sus reclamaciones. El G20 fue su opción alternativa.
En el caso del G2, el enfoque chino apostaba por afianzar el diálogo estratégico bilateral puesto en marcha en 2005 por Bush y Hu. Cuando, en 2009, Obama planteó ir más allá con la fórmula del G2, Hu escurrió el bulto desinteresándose en participar en una especie de condominio global tanto por razones conceptuales como a la vista de la significación de la agenda interna, con China volcada en asegurar su propio desarrollo para garantizar precisamente un nivel suficiente de soberanía. Y ahí damos con su piedra filosofal: esa negativa a formar parte de las redes de dependencia de Estados Unidos explica en gran medida cuanto ha sucedido con posterioridad.
Este proceso, con las guerras comercial y tecnológica como exponentes más visibles, se ha acentuado con el agravamiento de las diferencias en asuntos de primera importancia estratégica. Es el caso, por ejemplo, de Taiwán, clave en las relaciones entre China y Estados Unidos. La alianza entre los soberanistas en la isla y la Casa Blanca avanza a ritmo sostenido y la actitud política en Beijing, marcada por la ansiedad, refuerza un rumbo a cada paso más peligroso. La crisis política en Hong Kong tampoco ayuda y en el mar de China Meridional se sustancia otra crisis potencial. Se puede diagnosticar esta evolución como una estrategia de Xi Jinping para consolidar a marchas forzadas su poder en el Partido Comunista Chino. Pero de ser así, el riesgo de una crisis mal resuelta podría tener consecuencias catastróficas, también para él.
China es hoy el primer socio de 120 economías en el mundo y su presencia ha crecido de forma exponencial, interfiriendo, se pretenda o no, en equilibrios de larga data protagonizados por actores de indiscutible peso que, en consecuencia, han incrementado su nivel de alerta. Y de hostilidad.
¿UNA NUEVA GUERRA FRÍA?
Es evidente igualmente que la confrontación es el camino elegido por Estados Unidos para bloquear el desarrollo chino y asegurar así su hegemonía global. China atestigua que la expectación inicial se ha convertido en desazón in crescendo. Habiéndose logrado su conversión en un socio progresivamente activo de la comunidad internacional a todos los niveles y siendo más interdependiente que nunca en toda su historia, la estrategia de su principal rival, Estados Unidos, consiste ahora en propiciar su aislamiento, quizá con el convencimiento de poder al menos reinar en una parte sustancial del mundo como antaño aconteció frente a la Unión Soviética. El desacoplamiento, la escisión del mundo tecnológico, la nueva guerra fría parecen responder a esa lógica, y para ello, obviamente, es indispensable demonizar al rival, única manera de justificar tal desarrollo de los acontecimientos.
Estados Unidos apela a otras naciones a sumarse a su empeño, pero buena parte del mundo, incluso sus aliados, desconfían de tal estrategia y quieren seguir cooperando con China. Con ambos. La explicitación de una guerra fría, con el ensayo de una nueva bipolaridad, no será nada fácil para la Casa Blanca. Trump no inspira confianza en el exterior ni el poder de su país es tan boyante como hace medio siglo. Estados Unidos tiene déficit comercial con 102 economías del mundo. No sólo con China. Y como pilar del orden internacional, esta se antoja más previsible y responsable que Washington. Aunque China tampoco es la estancada Unión Soviética, ni puede ni quiere dominar el mundo. No reúne condiciones para sustituir ni para atacar a Estados Unidos.
Los retos globales, cada vez más trascendentales, requieren del máximo concurso. Convendría que otros actores, especialmente Europa, pero también Rusia, India, África o América Latina, hicieran oír más su voz para evitar que el sistema internacional se proyecte de nuevo hacia el pasado en función del interés exclusivo de la actual potencia hegemónica. Estos otros actores no pueden permanecer de brazos cruzados, viendo los toros desde la barrera. Esto no es cosa de dos.
(Tomado de los artículos «¿Quién fue primero, el huevo o la gallina?» y «Primacía y hegemonía», publicados originalmente en el sitio web del Observatorio de Política China, politica-china.org. Brecha publica fragmentos.)