HISTORIA ABREVIADA, REPETIDA
A comienzos de octubre de 2001, menos de un mes después de los ataques terroristas en Nueva York, Pensilvania y Washington que dejaron más de 3 mil muertos y heridos, comenzó la intervención estadounidense en Afganistán contra Al Qaeda y el régimen talibán que le había dado albergue.
En la primera fase de esa intervención, Washington contó con el apoyo militar de Reino Unido, Canadá, Australia, Austria, Italia, Nueva Zelanda y Alemania, además de la Alianza Norte de tribus afganas. La acción incluyó luego tropas de otros países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la llamada Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad.
La injerencia internacional puso fin a una década de control de los talibanes –marcada por la violenta imposición de una versión estricta de la ley islámica– que siguió a otra década de guerra contra la antigua Unión Soviética, que había invadido a su vecino en 1979 para sustentar un gobierno comunista instaurado en un golpe el año anterior.
La salida de los extranjeros con la cola entre las patas reitera lo que les ha ocurrido a todos los invasores desde que Alejandro Magno llegó en su campaña juvenil hacia el Indo y se fue con sus ejércitos cansados.
UN «TRABAJO BIEN HECHO»
La intervención militar estadounidense en Afganistán logró en pocos meses el derrocamiento del régimen talibán y la fuga de Al Qaeda a berretines en las montañas y campamentos en Pakistán. A lo largo de las dos décadas siguientes, esa intervención abrió un espacio, al menos en Kabul y otros centros urbanos, para la educación de cientos de miles de mujeres que ahora quedarán enfrentadas a la misoginia tóxica de los extremistas islámicos.
Según el proyecto Costs of War, de la Universidad Brown, en Rhode Island, el costo de este conflicto para Afganistán incluye unos 47.250 civiles y entre 60 mil y 69 mil soldados muertos. La guerra ha desplazado a 2,7 millones de afganos, que, en su mayoría, se han ido a Irán, Pakistán y Europa, en tanto que otros 4 millones –de los 36 millones de habitantes del país– han tenido que abandonar sus hogares.
Según el Banco Mundial, desde 2001 la expectativa de vida en Afganistán ha subido de 56 a 64 años, la mortalidad materna ha bajado a menos de la mitad, han aumentado las oportunidades de educación, especialmente con el aumento a más del doble de la matriculación de niñas en la escuela primaria y la presencia creciente de mujeres en las universidades y el Parlamento. El casamiento forzado de niñas ha disminuido un 17 por ciento, según la Organización de las Naciones Unidas. El índice de alfabetismo subió del 8 por ciento al 43, el acceso a agua potable en las ciudades ha aumentado del 16 al 89 por ciento de los residentes. Todas estas cifras siguen por debajo de los estándares mundiales, pero señalan cambios que, según los optimistas, podrían marcar el futuro de Afganistán tanto como la huella de helenización que dejó Alejandro en su paso breve por el país.
O no. La campaña militar de 2001 a 2004 logró la mayoría de sus objetivos. Desde entonces, la ambición estadounidense de plantar en Afganistán un sistema político foráneo ha quedado atascada entre los embates de conflictos tribales, la corrupción gubernamental y un resurgimiento de los talibanes.
SACANDO CUENTAS
Para Estados Unidos, el costo de dos décadas de guerra en Afganistán incluye al menos 2.442 soldados muertos y otros 20.650 heridos, a los cuales deben sumarse más de 3.800 «contratistas» –mercenarios– privados, también muertos. La alianza de 40 países encabezada por la OTAN tuvo 1.145 bajas fatales. Al menos 72 periodistas y 445 trabajadores en operaciones humanitarias han muerto en el país del sur de Asia.
El Pentágono informó en 2020 que el costo de las operaciones militares en Afganistán llegaba a 815.700 millones de dólares. Si a eso se suman todas las otras actividades de «construcción del país», incluidos 88 millones de dólares para la instrucción de fuerzas militares y policiales afganas, 36 millones para obras públicas, educación, represas y autopistas, 4.100 millones de dólares para ayuda humanitaria a refugiados y 9.000 millones para sustituir los cultivos de amapola y la producción de opio con otros negocios, el costo total llega a 2,26 billones de dólares.
A diferencia de sus otras guerras, Estados Unidos no financió la de Afganistán mediante su presupuesto, sino que el gobierno del entonces presidente, George W. Bush, recurrió al endeudamiento y, según Cost of War, ha pagado unos 530.000 millones de dólares en intereses.
Aproximadamente 800 mil soldados estadounidenses han participado en la guerra de Afganistán y, dado que la de Estados Unidos es una fuerza militar voluntaria –sin reclutamiento obligatorio–, la prolongada campaña ha requerido que casi 223 mil hombres y mujeres en uniforme sirvieran al menos dos turnos en la zona de guerra. Otros 100 mil han estado tres veces en esta guerra, 41 mil han estado cuatro turnos, 16.100 han servido cinco turnos y más de 12.100 han participado más de cinco turnos en el conflicto armado.
Todos ellos y ellas contribuyen a una población de veteranos de las muchas guerras estadounidenses que ahora suman 15,7 millones de hombres y 1,64 millones de mujeres, con diversos grados de cicatrices físicas, psicológicas y emocionales que requieren servicios médicos, de reingreso a la sociedad civil, capacitación laboral y búsqueda de los empleos que se les prometió cuando se enrolaron. El gobierno ha gastado ya unos 296.000 millones de dólares en cuidado médico y otros servicios para los veteranos.
DESGUACE Y DESPEDIDA
Cuando en 2004 Estados Unidos y sus aliados redujeron sustancialmente su presencia militar, los invasores procedieron a la destrucción de equipos y vehículos, que resultó en más de 175 mil toneladas de chatarra vendida a los afganos por 46,5 millones de dólares.
Un proceso similar, y más completo, está en marcha ahora y, hace dos semanas, el Pentágono indicó que se han destruido unas 1.300 piezas de equipos. Los soldados estadounidenses desmantelan su zona en la Base Aérea de Bagram, el último bastión más grande en Afganistán, y la norma básica es que todo lo que no puedan sacar del país o dárselo a los militares afganos debe ser destruido. Y lo que no se destruye escapa de las manos de afganos –gobierno, sociedad civil y talibanes por igual– en decenas de miles de contenedores metálicos transportados por rutas terrestres o a bordo de aviones C-17 de carga hacia Pakistán y repúblicas de Asia Central.
La preocupación principal es impedir que armamentos, equipos y hasta edificios caigan en manos de los talibanes cuando, inexorablemente, retornen.
Matt Zeller, veterano del Ejército de Estados Unidos que sirvió en 2008 como instructor de combate para las fuerzas de seguridad afganas en Ghazni y cofundador del proyecto No One Left Behind (Nadie queda atrás), llamó la atención sobre otro aspecto, también repetido, de la retirada estadounidense: la suerte de miles de afganos que han colaborado con los invasores.
«Afganistán está colapsando», escribió Zeller en un artículo para el diario Military Times. «El Talibán ya ha comenzado su asalto para asegurar que Afganistán jamás esté lleno de mujeres que saben leer y escribir. Tenemos una obligación moral de salvar a tantos de nuestros aliados como podamos, antes de irnos. No podemos abandonarlos para que sean asesinados por el Talibán. Si lo hacemos, nadie confiará en nosotros otra vez. No tendremos aliados en guerras futuras.»
El término colaborador parece siempre manchado por la connotación de «traidor» y destinado al fusilamiento cuando los «patriotas» triunfan. En el caso de Afganistán, los colaboradores no incluyen solo a los cientos de miles de traductores, oficinistas, choferes, médicos y artistas que han trabajado con las tropas de Estados Unidos y la OTAN, sino también a millones de mujeres que han obtenido una educación. Y, por qué no, ya que es consecuencia de toda guerra larga: los miles de afganos y afganas que «confraternizaron» con los invasores y tienen hijos mestizos.
En 1975, Estados Unidos evacuó a más de 175 mil colaboradores vietnamitas, en 1996 evacuó miles de aliados kurdos y en 1999 sacó de la zona de guerra a sus colaboradores en Kosovo.
«Los mandos militares no dicen que pueden hacer algo a menos que sepan que hay un plan», añadió Zeller. «Necesitamos que el presidente Biden dé la orden: ejecuten el plan para evacuar a nuestros aliados afganos a Guam», lo cual coincidiría, inoportunamente, con un debate ya acalorado en Estados Unidos acerca de la inmigración.
REPARTO DE CULPAS
Desde el triunfo de los comunistas en China en 1949, un debate redundante en Estados Unidos es el «¿Quién perdió…?».
¿Quién perdió China, quién perdió media Corea, quién perdió Vietnam, quién perdió Irán? Por supuesto, ya ha comenzado la polémica: ¿quién perdió Afganistán?
Es como si el mundo entero fuese un poncho estadounidense y alguien, en Estados Unidos, es culpable si se pierde un retazo.
En las postrimerías de la guerra estadounidense en Afganistán –porque la de los afganos entre sí continúa–, también reaparece el entrecruce de posiciones que rompe las líneas partidistas.
En el Partido Demócrata ha habido por un siglo una tendencia intervencionista con la cual Woodrow Wilson presidió la participación en la Primera Guerra Mundial, Franklin D. Roosevelt el ingreso a la Segunda Guerra Mundial y John F. Kennedy apretó el acelerador de la intervención en Vietnam. El mismo partido tiene su facción pacifista, antimilitarista, que promueve el diálogo, la cooperación internacional, las grandes alianzas.
En el Partido Republicano hay una tradición de aislacionismo por la que el mundo entero puede irse al tacho en tanto nadie se meta con Estados Unidos. La fuerza militar, que esta facción apoya con entusiasmo, debería servir solo para disuadir al resto del mundo y defender el país si es atacado.
En la coyuntura actual, los dos partidos tienen su grupo de «halcones» que critican la retirada de Afganistán y sus «palomas» que insisten en que ya es tiempo de poner fin a esta guerra prolongada.
El expresidente Donald Trump, por ejemplo, ha denunciado las «guerras sin fin» como un gasto de vidas, dinero y recursos en embrollos que los locales deberían resolver a su manera, siempre y cuando no molesten a Estados Unidos. De ahí que el gobierno de Trump haya llegado a un acuerdo con los talibanes que horrorizó a los «halcones».
Y el gobierno de Biden le echa la culpa a Trump porque este firmó el acuerdo con los talibanes a sabiendas de que no cumplirían cortando sus vínculos con Al Qaeda y media docena de otras organizaciones extremistas que se han ido fortaleciendo en los últimos años.
Cuando un soldado vuelve a casa
They’ll say «It wasn’t easy
Just another job well done»
As the government in Kabul falls
To the sounds of rebel guns
And the faces of the comrades
Blown apart by roadside mines
Leave you with the bitter feeling
That they didn’t have to die
And there won’t be any victory parades
For those coming back
They’ll fly them in at midnight
And unload the body sacks
And the living will be walking down
A long and lonely road
‘Cause nobody seems to care these days
When a soldier makes it home
Arlo Guthrie
When a Soldier Makes it Home
(Dirán «No fue fácil,
solo otro trabajo bien hecho»
Mientras el gobierno de Kabul
cae al son de los fusiles rebeldes
Y los rostros de los camaradas
destrozados por minas al borde del camino
te dejan con el sentimiento amargo
de que no tenían que morir
Y no habrá desfiles de la victoria
para los que retornen
Los traerán en medio de la noche
y bajarán las bolsas con cadáveres
Los que vuelvan vivos recorrerán
un camino largo y solitario
Porque en estos días a nadie parece importarle
cuando un soldado vuelve a casa)