Dicen que se fue… No lo aceptamos… No es posible. Miguel, nuestro «hermano mayor», sigue y seguirá siempre entre nosotros, con su sonrisa entrañable, su sabiduría infinita y sus principios inclaudicables. Fue fundador de nuestro Grupo de Reflexión sobre Educación (GRE), hace 11 años, y se mantuvo como miembro honorario hasta ahora. Incluso, escribió el epílogo de nuestro libro Punto y seguido, de 2019, como muestra de su lúcida, extensa y muy prolífica producción intelectual. Nos marcó en lo más profundo: nos enseñó a trabajar, reflexionar, discutir y escribir en grupo.
Miguel aportó al GRE el método del «borrador mártir», que empleamos en todos nuestros documentos. En una ocasión le pidió a uno de nosotros que redactara un borrador del tema que estábamos conversando. Miguel lo llamó de inmediato y le dijo más o menos así: «Felicitaciones. Pocas veces he visto un borrador tan claro y ordenado; es lo que llamo un buen borrador mártir. Se puede discutir. En la próxima reunión yo, con mi lápiz rojo, y los demás lo descuartizaremos hasta que tengamos un documento que nos satisfaga». Lo hicimos en todos nuestros documentos. Nos enseñó a respetarnos sin claudicar en nuestras convicciones. Por eso hoy no queremos escribir simplemente una biobibliografía. Su obra, extensa y profunda, ya ha sido recopilada por otros. Nosotros queremos recordar y honrar a Miguel a través de experiencias compartidas, a través de sus propias palabras y anécdotas, que lo muestran como persona, como amigo y como militante.
En la introducción que escribió para su libro inconcluso Valió la pena comienza diciendo: «En su Fermentario, Vaz Ferreira incluyó esta sugerencia, que a medida que pasan los años me presiona más y más: «Y no morirse con tantas cosas adentro». Me quedan todavía algunas cosas adentro que podrían pasar de su condición actual, silenciadas y avaramente sedimentadas, a ser compartidas por otros, por alguien que me es desconocido y que ojalá sea una persona joven. […]
El principal tema que atraviesa estas páginas es la educación. Esta ha sido el sustrato vertebrador de mi vida profesional. Pudo haber sido de otro modo. […] Pero, por razones ajenas a mi voluntad, terminé siendo maestro primario y, después de mis primeras experiencias, anclé hasta hoy en el apasionante oficio de querer cambiar la realidad y ayudar a los demás a cambiar la suya. Siempre pongo en duda la tentación en que caen algunas personas de considerarme un maestro vocacional. Es positivo, me parece, que cada vez más los seres humanos podamos ser plurivocacionales, con tal de que nuestra vocación central sea la de ser personas. […]
Lo que precede –que coincide con las precisiones que sobre el tema ha formulado el GRE– podría llevarnos a pensar que los educadores de hoy y del futuro habrán de trabajar mucho más […]. Se trata, me parece, de habilitar al alumno a construir y utilizar saberes progresivos y cambiantes, siempre éticamente inspirados, críticos, legitimados por la ciencia y no por dogmas y prejuicios, responsablemente seleccionados, asumidos y gozados».
En este sentido, en 2016, en el acto de colación de grado del Instituto de Formación Docente de Paysandú, se homenajeó al maestro Soler. En esa oportunidad, él envió un emotivo y profundo mensaje, en el que transmitía a las nuevas generaciones de docentes cómo, a su juicio, debía asumirse y encararse la profesión: «Maestros del futuro, comprométanse con sus palabras y sus obras, de modo que ese compromiso sirva al desafío de ayudar a construir una sociedad solidaria, plural, crítica y feliz. No la hemos edificado todavía; al contrario, todos los días buena parte de la humanidad incumple palabras solemnemente firmadas. Se firma la paz y se reinicia la guerra, arrojando bombas sobre madres y niños consternados. Por eso, más que verbal, nuestro compromiso ha de ser activo, ha de traducirse en acciones que apunten a instaurar los derechos humanos, mejorando de verdad la calidad de vida de nuestra especie. Necesitamos familias y comunidades comprometidas con el futuro, pero sobre todo necesitamos que los profesionales de la educación asumamos nuestro compromiso con nosotros mismos, con nuestros alumnos, con la sociedad. La realidad de la que formamos parte nos impondrá los contenidos de ese compromiso. Esa realidad que nos compromete no es, para el educador, solo la del aula, ni siquiera solamente la de la comunidad. Hemos de conocer la realidad y comprometernos con ella a escala nacional y también internacional. Solo sintiéndonos ciudadanos del mundo ayudaremos a nuestros educandos a serlo».
Soberbia muestra de lo que llamaba un ser plurivocacional. Miguel, con la sabiduría del anciano, aconsejó a los jóvenes, no simplemente desde la teoría, sino desde su práctica y su ejemplo. Numerosos países del mundo recibieron al experto en alfabetización, de palabra sencilla, conceptualización profunda y oído atento. Así lo contó en 2015 a estudiantes reunidos en un homenaje a Julio Castro: «Les quiero decir, además, que no podemos desconocer lo que significan las distancias generacionales –esto es tan viejo como la humanidad–. Yo diría que, en general, los jóvenes están obligados a cumplir su propio camino en las condiciones de la sociedad de la que son parte y los ancianos posiblemente podemos aportar muy poco a ese camino, que tiene que ser autoconstruido por ustedes mismos. No obstante, hay culturas y situaciones en las que el anciano puede ser útil, dar una mano».
Y Miguel fue útil a sus compañeros, a la educación y a la sociedad toda. Lo fue cuando joven, con su aporte a la educación rural con la experiencia de La Mina, con su participación en la redacción del Programa para Escuelas Rurales; lo fue durante su trayecto profesional nacional e internacional. Sus prácticas educativas, en el país, en otros países de la región (Cuba, Argentina, Paraguay, México, Chile, Nicaragua…) y en el mundo, siempre estuvieron enmarcadas en un compromiso ético y político centrado en la defensa irrestricta de los derechos humanos y la condena a toda violación de estos en cualquier lugar del planeta. De ahí su antimilitarismo, por considerar que las sociedades tienen derecho a vivir en paz y gozar de la pública felicidad. Fue implacable en el reclamo de verdad y justicia, en el antimilitarismo y en la lucha por una cultura de paz. Y sereno y firme para acompañar caminos de transformación social, como lo demostró en su labor en la Comisión Organizadora del Debate Educativo (2005-2006).
Miguel se fue en vísperas del 20 de mayo, un símbolo de su lucha incansable en la búsqueda de las víctimas de la dictadura, los exiliados, los asesinados, los desaparecidos. Una lucha que llevó por el mundo y se puede representar cabalmente en la figura de Julio Castro, su amigo y compañero inseparable. Diez años después de la desaparición de este, en el Paraninfo de la Universidad se refería a él como «persona buscada a seguir buscando»: «He venido […] a sumar mi modesta voz a la de quienes no aceptan la impunidad como único cierre de tan doloroso período. Me niego a olvidar, me niego a perdonar. […] Nos negamos, claro está, por Julio, pero también por todos los demás, por los hombres y mujeres maduros que cayeron, y por los jóvenes, los adolescentes y los niños atropellados indiscriminadamente por la inhumanidad organizada a escala del área de influencia del imperialismo».
Para Miguel, nada de lo humano podía resultar ajeno, sin importar dónde se produjera. Y esto sembró en sus largos viajes por América Latina de forma permanente, deteniéndose ante el sufrimiento humano y promulgando una pedagogía situada en las realidades concretas de los pueblos. Tiempo atrás, una tardecita, ante estudiantes y docentes en el Centro Agustín Ferreiro, conmovido por las noticias del horror bélico que nos llegaban de Oriente Medio, negando la posibilidad de la indiferencia, nos decía: «No hay que aflojar ni un minuto en la lucha por lo humano y lo humanizador, porque la historia nos indica que en cualquier momento, a la menor distracción, el hombre puede convertirse en una bestia».
Hoy Miguel ha emprendido un nuevo viaje. Vuela alto, compañero, siempre con las alas del pueblo.
1. Los autores de este texto son Julio Arredondo, Oruam Barboza, Walter Fernández Val, Elsa Gatti, Silvia Grattarola Adinolfi, Mauricio Langón y Limber Santos Casaña, integrantes del Grupo de Reflexión sobre Educación.
Educación, resistencia y esperanza
Pablo Martinis
El miércoles 19 de mayo terminó su periplo vital el maestro Miguel Soler Roca. Haberlo tenido entre nosotros tanto tiempo indudablemente significó un privilegio que, con seguridad, el paso de los días nos ayudará a valorar aún más en su preciso –y precioso– contenido.
No cabe duda de que Soler se ganó con total justicia un lugar destacado entre los educadores latinoamericanos. Este se fue gestando desde su característica de hombre profundamente consustanciado con cada tiempo que le tocó vivir. No pasó por lugares y tiempos: dejó huellas profundas en ellos.
Pensar en la enormidad de la figura de Soler nos pone frente a la constatación de que necesariamente existieron varios Miguel Soler, ya que su distancia con respecto a todo dogmatismo implicó una posición frente al mundo que le permitió estar siempre en marcha, transformarse y crecer.
Tan cierto como lo anterior es que a esos varios Miguel Soler los recorrió un espíritu común marcado por un profundo deseo de justicia, por una lucha permanente por generar mejores condiciones para que lo educativo pudiera acontecer y por un porfiado aprovechamiento de cada margen de autonomía relativa que descubrió dentro de las limitaciones estructurales en que sus prácticas educativas se desarrollaron.
Así, tenemos al joven maestro que se enfrenta a la realidad de la miseria en el medio rural, al empedernido constructor de alternativas pedagógicas colectivas en el Núcleo Escolar Experimental de la Mina, al profesional que desde la Unesco amplía su mirada de la educación a una escala global, al pedagogo que radicalizó su pensamiento participando en la construcción de una educación liberadora en América Latina, al tenaz opositor al autoritarismo y al terrorismo de Estado, al educador que denuncia los estragos que el neoliberalismo genera en la educación, al escritor incansable que nos lega multitudes de libros, artículos y columnas, y, en definitiva, al lúcido y comprometido referente ético y pedagógico que nunca dejó de compartir su saber y acudir a todas las tribunas en las que su voz era necesaria para ayudarnos a encontrar el camino.
Todas esas facetas fueron parte de la construcción de quien con orgullo podemos reconocer como uno de nuestros más grandes Maestros. Así, con la mayúscula que solamente está reservada a quienes, más allá de un título, han sabido hacer de la educación una práctica vital comprometida con la construcción de futuros más dignos y justos.
No es posible evitar mencionar que una sensación de soledad nos invade al saber que Miguel Soler ya no está entre nosotros. Sin duda lo vamos a extrañar mucho. Esa sensación de desazón y desasosiego solamente puede ser enfrentada si nos enfocamos en el legado que nos ha dejado. Tres palabras, inscriptas en el título de la antología esencial de su obra publicada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) en 2014, pueden ayudarnos a ubicar en su justa dimensión ese legado: educación, resistencia y esperanza.
Educación remite en Soler a la profundidad de la lucha por hacer partícipes de lo que a todos corresponde a aquellos que son negados de todo derecho, los olvidados, aquellos siempre presentes en sus desvelos desde sus primeros años de maestro rural en la década del 40. Resistencia remite a la obstinación de no doblegarse ante poder alguno, de no renunciar a la educación como práctica de libertad hasta en los momentos más oscuros. Esperanza hace referencia a una profunda convicción pedagógica acerca de que todos estamos llamados a «ser más» –como diría Paulo Freire– y a que la educación tiene un lugar central en la posibilidad de construcción de hombres y mujeres nuevos y nuevas.
Soler fue siempre un defensor de la educación pública. Reconocía en ella la base de la construcción ciudadana de la república. No concebía la educación pública ni a sus educadores como ajenos a la realidad social y política en las que les toca existir. Fue un defensor de la laicidad, entendida como el tratamiento más amplio de la diversidad de temas que surcan por las aulas.
En tiempos en que un espíritu conservador amenaza a la educación pública, en que bajo la invocación a la laicidad se pretende cercenar su potencialidad democrática, emerge fuerte y clara la voz de un viejo maestro peleador por futuros mejores. Desde su legado nos señala: «Creo que, superando escrúpulos derivados de un pretendido e imposible neutralismo, corresponde a la educación contribuir al conocimiento político, al análisis político y hasta al debate político, habida cuenta, naturalmente, de la edad y características de cada grupo de educandos. El mundo de hoy, con sus inmensas contradicciones y sus graves problemas irresueltos, no admite la neutralidad de los ciudadanos. Y si la palabra participación ha de tener un sentido noble y activo, la escuela y la universidad han de ser lugar de participación en la polis y para la polis, es decir, lugar de política. De la política como pregunta y como ejercicio de búsqueda de la respuesta, no como adoctrinamiento».1
Estoy convencido de que nuestro mejor homenaje a Miguel Soler será estar a la altura de su legado. ¡Que así sea! ¡Salud, Maestro!