Como profesor de Historia, comencé el curso de primero de educación media básica, lo que sería cuarto año de bachillerato, hablando sobre la definición del genocidio como crimen. La idea era compararlo, nuevamente, como el año anterior, con el genocidio en la Franja de Gaza. Repartimos artículos referidos al tema para comenzar a entender, como el maestro Pierre Vilar (1997) reflexionaba, que la historia debería sernos útil para leer un periódico y tejer entrelíneas las narrativas detrás de las palabras.1 Las cosas que tienen nombre hay que decirlas. No es solo masacre ni exterminio físico lo que se perpetúa por segundo año consecutivo, sino un genocidio con todas las letras.
Empezamos estudiando, por ejemplo, que si bien había comenzado a ser tímidamente empleado en 1943, a partir de su adopción por parte de Raphael Lemkin (1900-1959), un jurista de origen judeopolaco exiliado en Estados Unidos que combinó geno (del griego raza o tribu) con cidio (del latín matar), el término no se extendió sino hasta 1948. Lemkin se refería a un plan coordinado que implica diferentes acciones orientadas a la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales con el objetivo de aniquilarlos.
Observamos que el concepto recién fue adoptado por la ONU en diciembre de 1948, en una resolución en extremo sintética que mandataba perseguir una serie de actos derivados de la Corte Penal de Núremberg, que, a su vez, ya había incluido la idea en su estatuto tres años antes bajo la categoría de crímenes de lesa humanidad o crímenes contra la humanidad.2 Allí se establecía que se trataba de un crimen internacional que las naciones firmantes debían evitar y sancionar, y se definía genocidio como actos «perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal». Se hacía mención a matanzas, lesiones graves en la integridad física o mental del grupo; sometimiento intencional a condiciones de existencia que acarreen la destrucción física y mental, total o parcial de sus integrantes; medidas destinadas a impedir los nacimientos, y traslado por fuerza de niños a otro grupo.
Con los estudiantes advertimos que el concepto de exterminio podría ser excesivamente unidimensional, pues se limita a describir la violencia física letal contra un grupo definido. En tanto, el de genocidio va más allá de la mera destrucción de la vida biológica de un grupo establecido como objetivo;3 puede incluir la deliberada pulverización de los cadáveres y, de manera significativa, la destrucción de todo el patrimonio creativo de un pueblo: su literatura, sus monumentos arquitectónicos, su arte. En síntesis, su cultura.
Marc Augé –les señalo– escribió que la memoria es el deber de los descendientes. También señaló que tiene dos aspectos: el recuerdo y también la vigilancia. La vigilancia es la actualización del recuerdo y el esfuerzo por imaginar en el presente lo que podría asemejarse al pasado; o mejor, recordar el pasado como un presente. En este sentido, el problema no radica en si Holocausto se debe escribir en singular y con mayúscula o en plural y con minúscula, sino en reflexionar sobre las enseñanzas que aquel pasado pueda ejercer en el presente.
—Profe, ¿cómo es posible que un pueblo tan perseguido persiga a otro de manera tan cruel? –pregunta Sofía, una estudiante de 16 años.
A partir de ello, recuerdo que Joan Pagès y Montserrat Casas escribieron un libro importante titulado Republicans i republicanes als camps de concentració nazis: testimonis i recursos didàctics per a l’ensenyament secundari, publicado por el Ayuntamiento de Barcelona en 2005. Cuento que el libro proponía como ejercicio didáctico a los alumnos de secundaria comparar los guetos nazis con la construcción del muro en Palestina. Lo que instantáneamente sucedió, digo, fue que el libro recibió grandes descalificaciones ideológicas de los críticos. Según entendían, el libro era «antisemita». La reacción del Ayuntamiento de Barcelona fue fulminante. Para evitar un conflicto diplomático se retiró el texto, que no se distribuyó a los centros escolares.
La memoria que el Estado de Israel y sus aliados occidentales han construido es parte de un tipo de memoria que encarcela.
Es la memoria monólogo de una voz intemporal que ensalza el sufrimiento y la victimización con el fin de anular la otra memoria, la memoria que no se olvida del presente y que se reconstruye a partir de un diálogo colectivo entre presente y pasado. Es esta última la que intentamos desarrollar en el aula de Historia comparando, responsablemente, el pasado con el presente.
Construir conciencia histórica en las y los estudiantes supone poner en plano público aquellas atrocidades que ocurren en la actualidad para pensarlas en relación con el pasado y para pensar cómo hemos llegado hasta este punto. En este sentido, Tzvetan Todorov4 dice que el uso literal de la memoria convierte en insuperable el viejo acontecimiento. Esto significa que hay un sometimiento del presente al pasado. Sin embargo, advierte, el uso ejemplar permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechando las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen en la actualidad.
La memoria debe ser usada. El educador debe advertir de qué modo hay que usarla. Existe una «memoria que salva» y una «memoria que mata», o, en otras palabras, un buen uso y un mal uso de la memoria; una memoria que humaniza y una memoria que deshumaniza. La memoria, como todo lo humano, es ambigua. Ciertamente, puede servir para que un acontecimiento del pasado no vuelva a repetirse, pero también puede ser la justificación de la venganza, del odio, de nuevos crímenes.
Zygmunt Bauman5 decía que la verdadera experiencia del asesinato categorial consistía en compartir su recuerdo, volverlo propiedad común, como espacio de comunicación entre el pasado y el presente. La sacralización, que es el aislamiento radical del recuerdo, no permite este diálogo porque protege los intereses de los sacralizadores.
Por largo tiempo se constituyó la idea de que si el Holocausto no tenía precedentes en la historia, tendría que estar por encima de esta y, por lo tanto, no podría ser comprendido por ella. En este sentido, sus ideólogos comprendían que el Holocausto sería único porque era inexplicable y sería inexplicable porque era único. De esta forma comprendemos cómo el secreto de «la verdad» de Auschwitz residía en su silencio. Sin embargo, la singularidad conlleva inconmensurabilidad, pero no exclusividad. Los que sostienen que Auschwitz no es comparable a nada porque es único están consciente o inconscientemente negando la posibilidad de una educación de la memoria. Y es esto lo que, como profesor de Historia, deseo fortalecer en las y los estudiantes: la capacidad de una conciencia crítica sobre la posibilidad de nuevos autoritarismos y, con ello, nuevas soluciones finales para poblaciones excluidas.
Bauman también trabaja sobre la banalización, que quita el sentido ético al asunto, pues responde a una sujeción abusiva del presente al pasado, o del pasado por el pasado mismo, tal como se ha hecho con el Proyecto Shoá en varios centros de enseñanza de la educación secundaria en la última década.
Pensar históricamente y dimensionar las consecuencias sobre el advenimiento de las nuevas derechas, sus discursos de odio y las acciones en reacción contra las políticas que garantizan derechos humanos esenciales es una tarea fundamental en los tiempos que corren. Lo catastrófico del genocidio no radica únicamente en la atrocidad, sino en la autonomía que sesga y anula por medios atroces. La pesadumbre que se instala luego del genocidio no reside solamente en el asesinato de unos individuos biológicos, sino en el hecho de que una subjetividad nueva reemplaza al sujeto autónomo genocidiado.
Entonces, el genocidio no necesariamente apunta a los genocidiados, sino también a la sociedad en conjunto, porque mata a todo aquel que intente ir contra el dominio imperante. El genocidio no puede eliminar futuros reivindicadores de los sujetos anulados, pero sí puede hacer que esos reivindicadores duden y teman.
Joan-Carles Mélich6 decía que una pedagogía de la memoria no puede negarse a la comparación porque sin comparación no existe acción educativa alguna. Si el pasado no se puede comparar con el presente, entonces no solamente no hay pedagogía de la memoria, sino que –insisto– no hay pedagogía. Para que pueda existir una educación de la memoria es necesario trabajar con la categoría de lección, pero únicamente hay lección si hay comparación. Comparar, y este es el error, no puede significar, desde una perspectiva simbólica, buscar parecidos. En primer lugar, comparar es, en un contexto antropológico, ejercitar la memoria, trabajarla, utilizar los acontecimientos del pasado (de la propia cultura o de otras) para comprender y actuar sobre el presente.
Si todo es Auschwitz, no hay lección de Auschwitz, pero, si los acontecimientos del pasado no tienen relación alguna con el presente, si su singularidad significa «no-relación» o «relación imposible», entonces prohibimos cualquier lección para el resto de la humanidad.
La educación crítica aquí se hace indispensable para que el olvido no se trague la memoria de las atrocidades cometidas.
- Zygmunt Bauman, Ética posmoderna, Siglo XXI, Argentina, 2004. ↩︎
- Henry R. Huttenbach, «Hacia una definición conceptual del genocidio», Revista de Estudios sobre Genocidio, noviembre de 2007. ↩︎
- Joan-Carles Mélich, «El fin de lo humano. ¿Cómo educar después del Holocausto?», Universidad Autónoma de Barcelona, Departamento de Pedagogía Sistemática y Social, 2000. ↩︎
- Enzo Traverso, La historia como campo de batalla, Fondo de Cultura Económica, 2012. ↩︎
- Tzvetan Todorov, «La memoria amenazada», Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales, 2014. ↩︎
- Pierre Vilar, «Pensar históricamente, Crítica, Barcelona, 1997. ↩︎