—¿Por qué sostiene que hay un eclipse de la política en la esfera pública? ¿O que el ágora, como espacio de discusión, está cada vez más limitado?
—Quizás alguien me podría contestar a esta observación diciendo que la política ya no puede discutir grandes temas, porque los grandes temas son muy complejos. Que hay que discutir cosas concretas. Y que para eso están los técnicos, con soluciones concretas y más eficientes.
—Es el discurso tecnocrático.
—Claro. ¿Qué lugar ocupa la población en la política? Alguien me decía que El Día vendía 400 mil ejemplares en los sesenta. Sólo con ese diario, más de un millón de personas estaban en contacto con un tipo de análisis escrito de la información y la opinión, que genera un tipo de participación política que yo considero más compleja. Ahora hay muchísima más información gratis, pero la dispersión y la falta de edición fuerte hacen que sea inasible, salvo para un ciudadano muy formado. La sociedad discute menos y peor. Hacia 1900 había 30 diarios en Montevideo, ¿ahora?: ¿tres, cuatro?
—Pero menos gente estaba habilitada a discutir la política en 1900. Uruguay era un país de elites.
—No es así. Uruguay estaba mucho menos elitizado hace un siglo que ahora. La alfabetización a fines del siglo XIX era muy alta, más de 60 o 70 por ciento. Toda esa gente se comunicaba de alguna manera a través de lo escrito, además de los discursos en vivo. ¡Claro que no vamos a volver al Novecientos! Ni a una vida política basada en una discusión seria de argumentos y posiciones. Pero tengo la obligación de sacar la conclusión de que ahora la calidad democrática es peor.
—¿La política no se democratizó con la participación de sectores sociales antes excluidos? ¿O con discutir desde otros lugares y formas distintas a la escrita?
—Pero ¿se discute dónde? ¿Y con qué consecuencias? El proyecto de la modernidad democrática es un proyecto de individuos vinculados a la alfabetización y la escritura. Los nuevos medios permiten interacciones fabulosas, pero no es igual a interactuar por escrito. En la interacción oral, incluso en el chat, que es una suerte de oralidad escrita, podés interactuar. Pero si no adquirís el hábito de fijar tus pensamientos, de llegar a niveles de abstracción, de conectar cosas que no se ofrecen conectadas, ni siquiera te vas a dar cuenta de que no tenés esa capacidad. Puedo estar leyendo todo el día, pero esa lectura puede no tener ningún significado estratégico, porque estoy aceptando bloques de información. Todo el mundo está conectado, y se generan dinámicas en esa comunicación. ¿Pero dónde está la conexión con una de las ideas centrales de la democracia, que es el control ciudadano del poder? Reunirse en la casa de un amigo a charlar, sin generar ninguna consecuencia, porque todos terminan votando lo mismo, es política de mala calidad. ¿Política es reunirse para tomar acciones en torno a la agenda de derechos? Sí. Pero si ese tipo de politización se convierte en una simplificación superficial… Yo lo que veo son discursos que dividen a la gente y la reconfirman en grupos identitarios relativamente cerrados, que sienten que están haciendo política, aunque repitan una y otra vez el mismo pensamiento.
—Critica en sus columnas a la agenda de derechos porque se basaría en una “ideología del victimismo” promovida por el poder global para “dividir y reinar” sobre grupos identitarios excluyentes. ¿Tampoco comparte los derechos de esa agenda?
—Me parece perfecto todo ajuste social que vaya en el sentido de la libertad. ¡Pero cuidado! A la libertad hay que apoyarla con educación, porque veo que la libertad también genera excesos. Yo critico los discursos de odio, no los derechos. A mí no me consta que, más allá de lo discursivo, haya grandes avances en la igualdad de género, salvo cambios económicos por el ingreso de las mujeres al mercado de trabajo. Estoy de acuerdo con las reivindicaciones de igualdad, con el rechazo a la violencia de género, con las comisarías de mujeres, con la difusión en los medios contra la violencia masculina. Pero hay que separar todo eso de los patrulleros del lenguaje, y de toda una tendencia global a dividir a la gente en categorías.
—¿Pero no le parece que cuando se critica en bloque la “corrección política” se meten en una misma bolsa los “discursos de odio”, los derechos y cualquier lucha contra la exclusión o humillación que han sufrido las personas por razones de género, etnia o sexualidad?
—Bueno, de alguna manera tenés que referirte a las cosas, ¿no? Escribí una columna hace unos años que se llamaba “Patrulleros del lenguaje”, porque veo una simplificación lamentable de la discusión, basada en lógicas binarias, donde hay un malo y un bueno. Por eso hablo de discursos de odio. Sé que algunos lo justifican en términos de lucha, de que hay que cortar grueso, de que tiene que haber bandos para empujar los cambios. Si alguien se quiere dedicar a vivir así, que lo haga. Yo no lo voy a apoyar. Es una forma pobre de procesar las diferencias. Todo va de la mano: un cambio en el uso de la escritura, que trae un cambio en las formas de discusión, que trae un cambio en la capacidad de ver y darle un espacio al otro, que genera un inmediatismo en la discusión, que genera violencia… Tiene que ver con la decadencia, probablemente con la muerte, del modelo de naciones democrático-republicanas de la modernidad. Con un tipo de ciudadano y organización de la discusión que están detonados totalmente por la globalización. No veo que la gente se preocupe por conocer la tradición uruguaya, ni lo que hizo la gente que vivió antes acá, sino una cabeza de: “nací acá, pero cuando pueda me voy”. Esta suerte de canto de sirena del mundo que te venden continuamente, genera una forma de estar en el mundo que lleva a concentrarte en producir dinero, consumir y entretenerte. Hay gente que intenta salirse de este esquema, irse al campo, hacer una huerta, vivir en una comunidad, o tratar de ser conscientes. Fijate que el discurso que te vende la vida urbana, la más contaminante que existe, también te vende la bicicleta y la buena conciencia. Es un mundo que te obliga a vivir en contradicción.
—Parece paradójico que mientras se globaliza la agenda de derechos, la resistencia sea atrincherarse en los nacionalismos, que sí han producido identidades esencialistas.
—Una cosa es querer a tu nación y otra es ser nacionalista, son dos cosas distintas. ¿Pero cómo hacés para referirte a la gente que usa la agenda de derechos para simplificar o enfrentar? Tengo muchos amigos que hablan públicamente en una posición similar a la mía, diciendo que la corrección política es una basura, pero al mismo tiempo están a favor de la agenda de derechos o, por lo menos, de que se discuta libremente y se avance por vías políticas normales… Yo lo veo así: es un mundo organizado en torno a la compra y venta de productos o ideas, que precisa un marketing global para aumentar su público y, al mismo tiempo, un marketing especializado para diversificarlo. El big data está ayudando con eso. El primer político que utilizó el big data para hacer marketing político fue Obama. Identifican a los indecisos y les envían mensajes personalizados de forma fina e indirecta a través de noticias, por ejemplo, sobre Obama y los derechos humanos, que te llegan por Facebook. Contenidos ecológicos, de comida sana, de formas de espiritualidad, también se vehiculizan así: “Comprá tal cosa”, “Adherite a esto”, “Hacé esto”. No veo que estos contenidos sean articuladores de discusiones, sino de verdades. Se presentan bajo la forma de la retórica, no de la dialéctica. Es el centro de la comunicación contemporánea, cada vez más personalizada. Este reinado incontestado de la retórica es mejor para orientar el consumo, pero peor para orientar las discusiones. Te doy todo esto gratis, pero te saco información de tus hábitos para venderte productos y comunicarte ideas. A este tipo de cabeza no le interesa la filosofía, ni las discusiones estratégicas, salvo en áreas del quehacer práctico que tengan un correlato económico. Este funcionamiento, al que nos estamos adaptando, no libera al individuo, lo apega a un menú con tres platos: consumo, entretenimiento y conciencia precocida.
—¿Ve algo auspicioso en la globalización? ¿O ya nos convertimos en ese “ciborg” del que habla en sus escritos, acoplado a la tecnología y distraído en el entretenimiento?
—Eso ya está pasando. Si escuchás el discurso de la gente de Silicon Valley, gente muy inteligente y completamente adaptada, porque básicamente han creado este modelo global de comunicación y movilidad, tienen un gran optimismo humano y tecnológico. A mí me encantaría tenerlo. Pero para que sea auspicioso hay que hacer fuerza y corregir muchas cosas, no dejar que vaya solo. Está claro que hay cosas de la tecnología y la globalización que nunca volverán atrás, y que cada vez resulta más barato y fácil moverse por el mundo. No estoy hablando contra eso, yo lo he disfrutado mucho. Justamente por conocerlo bien, pienso que es un error hacer la plancha. Cuando hablo de que es humano desarrollar tu propio lenguaje, en lugar de comprar paquetes ideológicos y repetir clics, me acusan de fascista. Gente que se pasó la vida diciendo que no a los acuerdos comerciales porque disminuían la soberanía, ahora también están en contra de que Trump rechace esos acuerdos. No reaccionan a ideas, no profundizan, repiten memes. Están cómodos, siguen el trillo porque les da sentido de pertenencia, temen decir cosas que los puedan aislar. Está bien. Es una forma de vivir. A mí me parece que te disminuye.
—En sus columnas también reflexiona sobre el poder global y el mundo consumista que venden las grandes corporaciones empresariales. ¿Es, digamos, anticapitalista?
—A ver, hay definiciones filosóficas de largo aliento y definiciones políticas de corto plazo. En el largo aliento creo en la libertad y en la competencia, pero también en la igualdad. Todos queremos, creo, compatibilizar libertad e igualdad. Mi posición, si me apretás, es que no veo que la izquierda práctica haya entregado lo que prometió. Eso no te convierte en derecha, aunque la izquierda te va a acusar de derecha. Hay que profundizar la capacidad crítica para obtener un discurso de mejor calidad sobre cómo está organizado el poder. El gran problema es el poder. Cuando el limpiador de un shopping tiene poder sobre otro limpiador, ahí está el poder. Es decir, me refiero a un tipo de fenómeno humano en el que alguien toma decisiones que afectan a otros, y hace que tengan que someterse. ¿Cómo se organiza eso? Esa sería una pregunta política elemental. Tenés poder de peor calidad cuando no lo podés controlar. El poder necesita control. El poder que hemos generado como humanidad está descontrolado. Hay más comunicación, pero menos control del poder. Hay más producción, pero más manipulación de cabezas. Fijate lo que han hecho los políticos en Estados Unidos: han usado el big data para darle a la gente un mensaje precocido y para que la gente actúe. Es muy conductista y retórico. Yo defiendo lo dialéctico, en el sentido platónico.
—¿Es tan unilateral esa dominación? ¿No ve puntos de fuga o fisuras en ese mundo del big data?
—Hay fisuras. Hay gente que las ve, y opera en contra. También hay un caos bueno en la humanidad, porque siempre se le escapa al poder; iniciativas que no se pueden controlar. Un ejemplo: el dinero. La política global tiende a ir eliminando el efectivo con la bancarización o financiarización. Si el dinero, que es el símbolo de tu libertad, lo tenés en tus manos, el gobierno no lo puede controlar. Pero si tu dinero se convierte en un número controlado por un banco, que a su vez está vinculado a un gobierno, porque hay supervisión y bancos centrales, es obvia la conexión entre el poder político y el financiero. La forma que encontraron las estaciones de servicio de Maldonado para enfrentar al gobierno por la tasa que pagan a las tarjetas de crédito fue aceptar sólo efectivo en las ventas de nafta. ¿Es una medida pro o anticapitalista? Por eso pienso que es una pregunta de largo plazo. Hoy no existe otro sistema que el capitalismo. China es capitalista… Yo trato de estar lo más fuera que puedo del sistema, usarlo hasta donde quiero, me conviene y puedo. Trato de estar lo menos conectado a esas formas de control, vivir lo más que pueda fuera de Montevideo. Pero tengo que tener un trabajo, una cédula de identidad… no tengo más remedio que estar dentro, aunque tienda a irme saliendo. Qué decisiones tomás, qué compras, adónde vas, dónde vivís, qué energía usás, son también formas discursivas, o formas de votar con los pies.
—En su página de Facebook tradujo del inglés un artículo de la feminista de izquierda Nancy Fraser que explica el triunfo de Trump como una insubordinación más a la “hegemonía neoliberal progresista” de Estados Unidos. Pero suscribió el artículo con reparos.
—Lo que creo que le falta a la columna de Fraser es una mayor agudeza en su crítica a los mecanismos del poder. ¿De dónde sale el discurso de la legitimidad de las democracias occidentales? La modernidad fue un movimiento que mató a Dios, para decirlo rápido, y fundó su legitimidad en fuentes racionales vinculadas al bien común, la ciencia, la verdad en el sentido de razón. La ciencia va a sustituir a Dios. Lo que la verdad científica no pueda decir, no existe. O hay que postergarlo o deslegitimarlo. Es un problema, porque erosiona la legitimación del sistema. La legitimidad tiene que ser trascendente y estar fundada en algo que esté fuera del sistema. Eso es básico, incluso para una teoría de sistema. Dios, la fe, cumplían esa función de legitimidad. Pero en la medida en que Occidente decidió remplazar el sistema de legitimación trascendente por un sistema de legitimación inmanente, entró en serios problemas.
—¿Y entonces?
—Y bueno, la gente siguió creyendo y teniendo fe. Que el Estado no lo represente, que el discurso público no lo legitime, que la modernidad siga diciendo que es una superstición creer en cosas que la ciencia todavía no puede demostrar, es parte de la libertad. Pero también lo es tener fe, por eso muchas veces hablo a favor de esa libertad. Hay fuentes de riqueza existencial que la ciencia no las da, aunque haga esfuerzos casi místicos. Ray Kurzweil, en The singularity is near (La singularidad está cerca) y en The age of espiritual machines (La era de las máquinas espirituales), dice que la generación de una cantidad de información descomunal y su procesamiento autónomo por robots van a terminar llevando a una nueva forma de espiritualidad, en cierto modo, creada por el hombre. Eso abre la puerta a nuevos discursos sobre la trascendencia y sobre la muerte de la muerte. No me opongo al esfuerzo de ampliar los límites de la tecnología, pero eso requiere pensar e informarse. Es un proyecto humanístico. Cada persona tiene que sacar su mejor lenguaje, su espíritu, su creatividad, su capacidad de discusión y entender al otro, su mejor amor. Este proyecto de las humanidades no puede morir, tiene que tener un lugar, lo va a tener. Porque una cosa son las humanidades institucionales, y otra es pensar, leer, escribir, investigar. Y eso, como humanidad, lo seguiremos haciendo.
[notice]Señas
Aldo Mazzucchelli es escritor y ensayista. Doctor en letras por la Universidad de Stanford. Profesor grado 5 de la Facultad de Humanidades. Redactor, junto a Amir Hamed, Gustavo Espinosa y Carlos Rehermann, de la web cultural Interruptor desde 2012. Fue subeditor general de Posdata (1994-2000). Publicó cuatro libros de poesía y ganó el primer Bartolomé Hidalgo en 2010 por el ensayo La mejor de las fieras humanas, una biografía literaria de Julio Hererra y Reissig.
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Izquierda y derecha
“La oposición es una fotocopia atrasada del Frente Amplio”
—“Uruguay es un país de derecha en sus hábitos”, dice en una columna suya. También que la dicotomía izquierda/derecha mantiene cierta operatividad, pero no le ve futuro. ¿Puede explicar eso?
—Somos un país muy conservador, con un discurso más grandioso de lo que realmente son nuestras prácticas. Somos muy de rebaño, con personas que conocen todos los mecanismos para mantenerse en su posición. Conocen la política de alianzas, lo que tienen que decir, las agachadas que tienen que hacer para conservar lo poquito que tienen o van a tener. El discurso de izquierda tiene recursos teóricos para eso.
—Pero dice que la izquierda se cree superior moralmente.
—Si sos de izquierda ya tenés garantizada una serie de cosas en este país. En “Zombi”, un ensayo que escribí hace años (en 2005), dije que Uruguay sustituyó a un partido político por otro en el poder sin cambiar el fundamento conservador ligado al Estado y a zonas de la actividad privada con poder. Los que realmente hacen correr al país decidieron que era la hora del Frente Amplio (FA). Y el Frente se adaptó para jugar en ese terreno. Tabaré Vázquez fue quien mejor entendió que su base de votantes era bastante conservadora. A eso me refiero con lo de izquierda y derecha.
—¿A qué?
—A que antes se entendía a la izquierda como un desafío al conservadurismo, y a la derecha como el conservadurismo. Si es así, Uruguay es un país de derecha. Pero la forma en que se presenta la izquierda hace que necesite encontrar una derecha. Francamente no veo que las políticas que proponen los partidos tradicionales, paupérrimas en sus programas, porque son lo mismo que propone el FA, presenten grandes cambios. No veo que sean de derecha, son más de lo mismo. ¿Dónde está la derecha en Maldonado? Es un departamento que se prestaría para que se lo regalasen a los ricos del mundo, sin embargo el intendente (Enrique) Antía hace una política muy similar a la que hizo el FA. Pero, según la izquierda, es un señor de derecha. Yo vivía en Maldonado cuando gobernó la izquierda. Era lo mismo. No creo que haya cambios sustanciales si gana alguien, entre comillas, de derecha.
—Ese progresismo que describió en “Zombi”, ¿lo ve anclado en todos los partidos?
—En todos. Los partidos de la oposición son una fotocopia del FA. Más de lo mismo, pero peor, con menos gracia y más atraso. Ahora veo que blancos y colorados están intentando incluir las mismas cosas que trajo el FA desde 2005. No veo en la oposición una fuerza fresca, original, que se atreva a decir cosas distintas. Me parece dramática la situación de Uruguay.
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Humanidades, ciencia y progresismo
Rescatar a Platón
—Sostiene que es un problema el declive de la cultura escrita frente al retorno de la cultura oral. ¿Ese es el principal desafío de las humanidades en la era de la virtualidad?1
—Es inevitable un pensamiento comparativo con el pasado, para buscar conexiones y causalidades. No significa ser conservador ni desear que vuelva el pasado, lo cual es imposible. La humanidad se ha ido acomodando a los cambios, incluso los ha aplaudido, pero hay que tener cautela; yo la tengo, frente al progresismo como núcleo ideológico. No tiene que ver con la política (partidaria), sino con una tendencia central a la modernidad que se origina en el Renacimiento, aunque sea un concepto posterior. En el Renacimiento hubo una fuerte tendencia hacia atrás, para recuperar lo griego. Un esfuerzo de traducción de obras desconocidas o perdidas en la Edad Media que comenzó en Toledo, apoyado por Alfonso el Sabio, y siguió en Italia, medio siglo después. Primero se recuperaron lo que podríamos llamar textos científicos: astronómicos, médicos; luego textos más literarios. Pero al mismo tiempo que hubo un esfuerzo por recuperar la cultura antigua, creció otra tendencia, que llamo progresismo, que consideraba que el pasado era un atraso a superar y no algo a tomar como referencia. Esta línea coexistió con la otra, incluso la compartió la misma gente, y tenía que ver con un tipo de actividad basado en la experimentación y la observación controlada, que sería el origen de la ciencia moderna. Para el progresismo el pasado no tenía valor porque las nuevas formas de conocimiento tenían una mayor legitimidad. Durante varios siglos eso fue generando una ideología, una forma de ver el mundo, apoyada en la ciencia experimental, hasta convertirse en la forma oficial de conocimiento. Las humanidades no son científicas en ese sentido experimental. Cuando hablo de humanidades me refiero a las tres clásicas: historia, filosofía y letras; luego se agrega la antropología. Y las diferencio de las ciencias sociales, como la sociología, disciplinas de la época positivista del siglo XIX que aspiran a tener una base científica, sobre todo estadística, con modelos matemáticos y predictivos. El conocimiento científico, por sus resultados técnicos, parece no estar cuestionado como aproximación segura a la verdad, mientras que las humanidades han ido quedando… Una cosa es escribir, pensar, hacer historia, algo que existe desde que hay escritura, y otra cosa son las humanidades institucionalizadas como disciplinas, como proyecto moderno iniciado en la Universidad de Berlín en la primera década del siglo XIX. La tendencia a la especialización en filosofía, literatura o historia ya es una subdivisión tributaria de la forma científica de ver el mundo y de organizarlo en conceptos cuantificables.
—Las humanidades, vistas así, estarían siendo colonizadas o domesticadas por una lógica cuantificable que las ciencias sociales tomaron de las ciencias exactas.
—Algo de eso hay. Pensemos en los métodos. Uruguay se ha integrado al corpus mundial de investigación científica organizada con fondos privados y estatales. La Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Anii, de la que formo parte, sigue la tendencia mundial de tomar como referencia a las ciencias duras o exactas para evaluar proyectos con resultados. La manera de formular los proyectos es siempre igual: objetivos, metodología, marco teórico; y se adapta, como las revistas arbitradas de investigación, a un tipo de aproximación al conocimiento. Pero no se adapta a una mentalidad ensayística, que implica otro tipo de libertad de búsqueda y de dejar aparecer líneas o tendencias en el lenguaje que no necesariamente están todavía formalizadas o formuladas, ni van a ser medibles. Su utilidad no es cuantificable, medible, objetivable. Lo digo sin querer generar una oposición con la ciencia, porque no estoy diciendo que hay que deslegitimar la ciencia. De lo que se trata es de recordar que hay formas distintas de estar en el mundo y relacionarse con la existencia. Las humanidades están más asociadas al pensamiento libre, ensayístico, poético, a problemas del lenguaje escrito. El lenguaje escrito genera un tipo de capacidad de hacer y relacionarse con el mundo diferente a otras formas de comunicación, como la oral.
—¿Por eso dice que se escribe o “letrea” cada vez más parecido a la cultura oral, pero se intercambia cada vez más lejos del pensamiento complejo que supone la cultura escrita?
—Claro, se usa muchísimo el lenguaje escrito a través de varias pantallas, nos “texteamos” continuamente…, el mundo comercial lo usa para hacer facturas, cuentas o nóminas. Pero lo hacemos del modo que se usó antes de que se lo usara para la filosofía. Una de las funciones que cumplía el lenguaje escrito, antes de Platón, era dejar constancia, por ejemplo, de los sacos de trigo que se intercambiaban, o de las observaciones astronómicas. Pero el uso de la escritura con fines especulativos, de fijar el pensamiento complejo, es otra cosa. Tiene un antecedente oral: en Grecia la poesía fue oral durante siglos, pero la fijación de los poemas homéricos es tardía, y el gran artífice del cambio fue Platón. El proyecto de Platón es hacia la apertura al diálogo y la profundización de las cuestiones… Las humanidades no te tienen que dar un lenguaje precocido, vos tenés que sacar de dentro tu propio lenguaje. Pero la investigación en humanidades está impregnada de una ideología simplista basada en estudios de género y minorías. Es una ideología precocida que cualquier puede reproducir. Facilita la masificación porque a la gente se le da un menú: “estos son los buenos y estos los malos”; “este es el tipo de investigación que tenés que hacer”; “estas son las conclusiones a las que tenés que llegar”. El estudiante tendrá que demostrar dónde hay una aparente injusticia o un fenómeno histórico con víctimas y desigualdades. Es un pensamiento deductivo.
- Humanidades Milenio 3. La naturaleza y el futuro de los saberes humanísticos en la era de la virtualidad. Autores varios. Montevideo. H Editores, 2016.
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