La Ley de Urgente Consideración (LUC), como dispositivo político, fue concebida esencialmente como una blitzkrieg herrerista. Se trataba de romper las líneas defensivas del entramado batllista acumulado (el verdadero adversario de la derecha) con un golpe rápido y concentrado, aprovechando la sorpresa y la dispersión, y el crédito político de un gobierno de coalición recién estrenado. Tan es así que los estrategas del gobierno decidieron que ni el estado de incertidumbre que provocó la pandemia iba a impedir la aprobación de 476 artículos que nada tenían que ver con la situación de crisis que vivía el país.
Pretender pasar por la ventana y en medio de la conmoción todo un programa de gobierno, afectando aspectos medulares de las instituciones y los marcos de convivencia política y social de Uruguay, más que un síntoma de fortaleza, indica lo contrario. La propia LUC, así como su posterior impugnación parcial con la convocatoria al referéndum, parece remitirnos a un fenómeno más de fondo: la incapacidad del polo de poder «antibatllista» (la articulación entre herrerismo, riverismo, coloradismo liberal o «jorgismo», gremiales del gran capital y el ruralismo de masas) para restablecer una hegemonía contundente y duradera.
Es que este viejo bloque de poder, que históricamente antagonizó con el batllismo y creyó haber logrado una victoria definitiva hacia los noventa del siglo pasado en plena fiesta neoliberal, con la inestimable ayuda de la dictadura, que diezmó gran parte de la izquierda, ahora se enfrenta a una extraña y fastidiosa coparticipación política con los derrotados del último cuarto del siglo XX. Más aún, se enfrenta a que estos últimos tienen la capacidad de bloquear políticamente los componentes más agresivos de su programa. Esta es la clave de la situación de empate e impasse estratégico en la que gravita la política nacional. La disputa en torno a la LUC es expresión y se enmarca en ello.
Como sea, los cálculos fallaron y el movimiento relámpago ahora está empantanado, a la espera del desenlace electoral del referéndum, lo que obliga a la coalición a demorar varias de sus reformas, dilatar los juegos de perfilismos en su interna y pausar la aplicación de la propia LUC, como en el caso de la postergación de sucesivas subas de los combustibles.
¿Por qué no funcionó el golpe rápido? El gobierno dirá que porque el Frente Amplio (FA) y los sindicatos quieren sabotear su gestión. Eso no explica las 800 mil firmas. La LUC, como conjunto, se orienta a la rotura de lo público, entendido lo público en un sentido amplio. No contaron con que aún hay un amplio sentido político de defensa de lo público, que, si bien es encuadrado organizativamente por el FA y el movimiento sindical y social, y otrora lo fue esencialmente por el batllismo y segmentos minoritarios del Partido Nacional, es mucho más que esas fuerzas. Esa entelequia, ese capital político de la sociedad uruguaya, es lo que se ha manifestado. Amparo Menéndez-Carrión lo sintetizó de la siguiente manera: «Una polis golpeada no es una polis vencida».
Según Oscar Bottinelli, el sí tiene por delante el desafío de trepar una «montaña de 240 mil votos», lo que necesita sumar para alcanzar las 1.200.000 voluntades necesarias para derogar la ley si tomamos como referencia la base electoral de la izquierda en la primera vuelta en octubre de 2019 de aproximadamente 950 mil votos. Otro dato relevante para calibrar el escenario es la segunda vuelta de noviembre de 2019, en la que el FA obtuvo 1.150.000 votos (49,21 por ciento), apenas 30 mil menos que Luis Lacalle.
Probablemente la estrategia del gobierno se inclinará a convertir la elección en un plebiscito sobre sí mismo y, principalmente, llegado el caso, sobre la figura presidencial. Al mismo tiempo intentará encapsular el referéndum en una confrontación del gobierno con los sindicatos y el FA.
La estrategia de la derogación debe evitar ese cerco. Es clave, en ese sentido, esquivar los códigos discursivos de una identidad política atrincherada, que circula exclusivamente por los lugares comunes del «ser de izquierda» y de las camisetas políticas o gremiales propias. Esto no es sencillo, porque los reflejos nos llevan hacia esos lugares. La clave está en diagramar un espacio discursivo y de sentido capaz de convocar una mayoría social lo suficientemente amplia para ganar el referéndum, y eso exige una apertura de las fronteras de la identidad política.
A pesar de las distancias, es útil mirarse en los espejos de las mayorías sociales que se produjeron en las diferentes instancias de democracia directa que frenaron el proceso de privatización de los noventa e inicios de los dos mil: el referéndum para la anulación de la ley de empresas públicas de 1992, 1.293.016 votos (el 65 por ciento de los votos emitidos); la derogación de la ley de privatización de ANCAP en 2003, 1.201.626 votos (el 60 por ciento de los emitidos); el plebiscito para la gestión monopólica por parte del Estado de los servicios de agua potable y saneamiento de 2004, 1.440.000 votos a favor (el 65 por ciento del padrón de habilitados). En esas batallas cívicas, que tienen grandes paralelismos con la que tendremos el 27M, fue clave el papel de la izquierda y el conjunto del movimiento social y popular como promotores y dinamizadores, pero lo que se expresó fue la conciencia social arraigada sobre el valor estratégico del patrimonio público. Es una conciencia que viene de lejos y que es tributaria de diversas tradiciones políticas e intelectuales, en las que sobresale el papel de varias generaciones de batllistas. Y en las que también es destacable, y conviene recordarlo en esta hora, la sistemática oposición del linaje herrerista a esta perspectiva.
Indirectamente, toda confrontación política nacional está atravesada por la cuestión de quién representa lo particular y quién, el interés general, y, de otro modo, quién, lo foráneo y quién, el «ser nacional». Tal vez lo que está en el incómodo «afuera» de lo que significa Uruguay y de lo que son las mejores construcciones institucionales de nuestro país no son las ideas de la izquierda, que, según repite el general retirado Guido Manini Ríos, responden a «intereses inconfesables y foráneos», ni el propio FA, «que no se sabe ni quién es», según lo que dijo el presidente Lacalle hace pocos meses. Tal vez lo foráneo y lo extraño, y, por tanto, lo que pueda quedar encerrado en la retórica del afuera, sea, por forma y contenido, la propia LUC, más precisamente los 135 artículos sometidos a referéndum.
La LUC va a contramano del fortalecimiento de un Estado activo, con resortes estratégicos para nivelar la cancha y promover el desarrollo, y nos aleja de la posibilidad de construir modelos que apelen a la igualdad, la coparticipación y los procesos de integración social. Por tanto, choca de frente con aquello que hace singular a Uruguay y lo distingue positivamente en el mundo y la región.
Esta será una campaña en la que habrá que tener mucha memoria y conciencia histórica de lo que está en juego. Quienes han militado y militarán por el sí en este referéndum, más allá de sus afinidades partidarias o gremiales, tendrán sobre sus espaldas la defensa de lo mejor de las tradiciones políticas de Uruguay. Felizmente hay otra cosa que también hace singular a Uruguay: la democracia directa, por medio de la cual la gente sencilla y corriente puede ubicar y marcar los límites a su gobierno.
Quién iba a decirlo, las paradojas de la historia uruguaya: el partido de don Pepe, el de los independientes «socialdemócratas» y el de los «nacionalistas artiguistas», todos apoyando la ley del herrerismo neoliberal. Mientras tanto, el legado batllista y las mejores creaciones de la historia nacional, en los hombros de unos nadies trillando pueblos y barrios con una lapicera y tres banderitas rosadas.