Está claro que al director Miguel Cohan lo que le interesan son los thrillers. Tanto en Sin retorno (2010) y Betibú (2014) como en la miniserie La fragilidad de los cuerpos (2017) ha mantenido un registro en el que el suspenso se da la mano con el policial, siempre con esas atractivas singularidades, alejadas del mainstream, que caracterizan al cine de género en nuestras latitudes. Pero sus relatos, además de ser efectivos en sus atmósferas y contar con narrativas sólidas, parecen contrabandear ciertas inquietudes personales. Eso es lo notable de esta película: además de cumplir con el objetivo de entretener, cuenta con apuntes que la vuelven mucho más que un simple thriller.
Una familia de clase media alta judía se ve sacudida con la muerte accidental de la abuela. El ambiente es de luto, pero el comportamiento del viudo (Oscar Martínez, notable como siempre) y ciertos extraños indicios generan sospechas en su yerno médico (Diego Velázquez), quien intuye que su suegro incidió en los acontecimientos que provocaron el deceso. Pero la película, alejada del policial clásico, incorpora un notable corte narrativo con un salto temporal hacia atrás, por el cual el protagonista pasa a ser el mismo sospechoso unos días antes del accidente. La historia es sobria, seria, realista y con tintes sumamente graves. Un pesimismo rasante impregna toda la anécdota, y el rostro de Oscar Martínez oscila entre el nerviosismo y la llana desesperación, en un recorrido en el que los astros se alinean en su contra. Si bien el desenlace no escapa demasiado de lo esperable, es notable cómo en pequeños detalles la película expone sus puntos cruciales: un sutil y veloz plano detalle de ciertos expedientes acumulados en una oficina pública supone una inteligente sugerencia de los daños que suele acarrear la burocracia estatal, y algunas escenas finales llaman a una reflexión profunda sobre ciertas herencias aciagas, sugeridas desde el título.
Así, La misma sangre explora la temática de la culpa –asociándola directamente con el judaísmo–, pero por sobre todo, y en estrecha relación con ella, ese deseo humano subyacente e inconfesable de hacer sufrir al prójimo. Es muy interesante cómo se expone este sentir. En las muertes más o menos accidentales que se presentan a lo largo del metraje, un personaje desea el castigo, el dolor y hasta la muerte del damnificado en cuestión. Es sorprendente la forma en que el director y coguionista Miguel Cohan (el libreto fue escrito junto con su hermana Ana Cohan) vincula tales sentimientos con la enseñanza religiosa y una herencia ancestral que, según sugiere, también se reproduce en las generaciones venideras. Las escenas de entierros, en las que el énfasis está puesto en el tradicional rasgado de vestiduras y el perdón, se ven como auténticas hipocresías luego de que presenciamos los cuestionables comportamientos de los personajes.