Historias talladas a golpes - Semanario Brecha

Historias talladas a golpes

Con Carlos Solsona.

Carlos Solsona junto a su hija Marcela en España, en octubre de 2019 / Gentileza: C Solsona

Fue una de las noticias del año pasado en los dos márgenes del Río de la Plata: la recuperación, en abril, de la “nieta 129”, Marcela Solsona Síntora, hija de Norma Síntora, una joven desaparecida en Argentina en 1977, y Carlos Solsona, instalado en Uruguay desde 1985. Marcela está desde entonces en contacto fluido con su familia biológica. “Nos embarcamos en un proceso de construcción de una relación que parte casi de cero, porque una de las tantas perversiones que han causado las dictaduras es que trastocaron las identidades de decenas de miles de personas”, dijo Carlos a Brecha. Y contó una historia, varias historias, talladas a golpes.

Hace unos 35 años que Carlos Solsona, que hoy tiene 71, vive en Covisunca, una cooperativa de Malvín Norte. Cuando Brecha lo visitó por segunda vez, en noviembre, apenas pasada la primera vuelta de las elecciones, no había rincón, público ni privado, de esos bloques de viviendas que no exhibiera algún signo de pertenencia frenteamplista: banderas en los balcones, banderines alrededor de las plazas, consignas en los muros, pizarras con convocatorias a actos, pegotines en los vidrios de las casas y en los negocios.

“Aquí es siempre así. Es un feudo del FA casi inmune al desánimo que se puede ver en otros lados. A veces les digo a algunos compañeros que perder las elecciones puede servir para arrancar de nuevo, corrigiendo lo que se hizo mal. Muchos no lo entienden, me miran con cara rara”, contó Carlos. En ese espacio popular por excelencia y de militancia barrial y social, este santafesino de nacimiento se mueve como pez en el agua. “Cosas así, este ambiente, esta gente, son mi vida. Es parte de lo que tengo que transmitirle a Marcela, que ya empecé a transmitirle. Cuesta.” Visto de fuera, Carlos es el prototipo del militante de otras épocas: duro, parco, poco dado a los sentimentalismos, según dice. Pero él mismo se corrige: “Cuando me encuentro con Marcela, se me hacen nudos en la garganta. Nos abrazamos y ella plantea preguntas, muchas y muy agudas, por ejemplo, sobre cómo era la militancia en las condiciones de aquellos años. No tiene ni idea, evidentemente, y larga las cosas sin precauciones, sin filtro. Acordamos que si hay desencuentros e incomprensiones, que los habrá sin duda, no nos calentaremos”.

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Carlos Solsona nació en medio de la Pampa húmeda, en una familia de clase media baja, con un padre proveniente de una zona rural (“un tipo muy laburante, a quien el peronismo sacó de la miseria”) y una madre modista llegada muy niña a Argentina desde Italia. “Hice la escuela pública. Cuando estaba en el secundario, se produjo el golpe militar de Juan Carlos Onganía, en 1966. Era una realidad tremendamente opresiva, más aún en un pueblito del Interior donde el peso de la Iglesia era tremendo. Decidí irme a Córdoba, donde podría estudiar y el ambiente era más libre.”

Apenas desembarcado en Córdoba, sintió “otro clima”. Córdoba era el corazón industrial de la Argentina de la época y “tenía una clase obrera muy combativa”. “Viví muy de cerca una ebullición que se daba a pesar de estar en dictadura. Pronto me di cuenta de que tenía que definir mi vida: o hacer la mía o tratar de defender algún principio. Es así como comienzan estas cosas: una decisión personal, una época, un ambiente, una sensibilidad. Todo eso conjugado hizo que muchos de los jóvenes nos integráramos a los grupos de izquierda revolucionarios. Está entre lo que deberé transmitirle a Marcela de a poco –insiste– y que tanto cuesta entender hoy: quienes estábamos en esa no éramos marcianos. Ella ya me lo ha preguntado y le he repetido lo que pensaba entonces: teníamos una vida acorde al momento. En las villas veíamos morir chicos, literalmente, de hambre al lado nuestro, pibes de 10, 12 años que no podían ni hablar, porque se les doblaban las piernas. Eso nos hacía hervir la sangre.”

Carlos no venía de una familia o un entorno militantes, pero era “curioso, muy lector y tenía un sentido instintivo de la justicia”. “También me gustaba el contacto con los trabajadores. Me sentí en mi salsa en el Cordobazo.” No hacía tanto que estaba en Córdoba cuando, en 1969, estalló lo que sigue siendo una de las movilizaciones populares más importantes de la historia reciente de América Latina. “Tenía 20 años, ya estaba arrimado al Partido Revolucionario de los Trabajadores (Prt) y viví con una enorme intensidad ese momento. Hubo un nivel de enfrentamiento muy alto entre los obreros y los estudiantes, y la Policía, barricadas por todos lados, ocupaciones de fábricas, asambleas, discusiones. A la dictadura de Onganía terminó tirándola abajo el Cordobazo. Tal era el clima de la época que a fines del 69 Vinicius de Moraes, en un recital en Córdoba, saludó a la gente con un ‘Buenas noches a todos los cordobeses, cordobesas y cordobazos’. Había que ser de madera para no participar en aquello.”

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Con Norma se conocieron como estudiantes de Ingeniería Electrónica en la Facultad de Ingeniería de Córdoba. Dos años menor que él, ella había rendido libres todas las materias del liceo. “Deslumbraba por su inteligencia, algo que creo que Marcela ha heredado.” Se cruzaban en facultad y ambos militaban clandestinamente en el Prt-Erp, pero no lo sabían. Lo supieron apenas instalado, en mayo de 1973, el gobierno peronista de Héctor Cámpora, una breve primavera que hizo soñar a algunas organizaciones armadas, como Montoneros, que la “patria socialista” era una posibilidad real. “En el Prt desconfiábamos del peronismo, pero ese fue un período muy especial, y la legalización de los grupos revolucionarios hizo que se respirara otro aire y se viviera una nueva etapa.” Una vez Carlos estaba vendiendo el periódico de su organización tapándose la cara con una campera, Norma fue a comprarlo y lo reconoció: “Esa campera la conozco”. “Era la que yo usaba para ir a la facultad. Nos reconocimos como militantes del mismo partido y fue como un flechazo.” Los años que siguieron los vivieron a mil. “Nos metimos de novios formalmente en el 74, en el 75 nos casamos, poco después tuvimos a Marcos y luego quedó embarazada otra vez. Quisimos vivir lo más posible como gente normal: laburar, casarnos, tener hijos.”

En octubre del 75 ambos pasaron nuevamente a la clandestinidad, de la que Solsona recién emergió por completo 14 años después, ya instalado en Uruguay. Aquel año, con un gobierno ya copado por la ultraderecha peronista y la Triple A operando abiertamente y dejando un tendal de muertos en las calles, los grupos revolucionarios, uno tras uno, fueron retornando a la acción armada. Solsona fue el encargado por el Prt de organizar el frente estudiantil en Córdoba. “La militancia revolucionaria creció muchísimo en muy pocos años, alimentada por capas estudiantiles y de jóvenes en general. El de los universitarios fue uno de los frentes que más bajas tuvieron. Los milicos masacraron a los jóvenes.” Y queda pensativo por un momento.

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La clandestinidad, con una represión que se fue aceitando, bestializándose al extremo y alcanzó el paroxismo después del golpe de marzo de 1976, obligó a Carlos y a Norma, como a todos sus compañeros, a cambiar constantemente de casa. Pero el cerco se estrechaba cada día más y las infraestructuras que habían montado los grupos armados se iban reduciendo a pasos agigantados. En dos años serían aniquilados. “Al mirar para atrás, uno concluye que nunca podríamos haber ganado esa guerra que el Erp y las demás organizaciones le planteamos al Ejército. Todas las teorías sobre la lucha las fuimos elaborando sobre la marcha y nuestra formación militar era pobrísima, pero por momentos teníamos un optimismo a prueba de balas.” Literalmente a prueba de balas.

En agosto del 76 Carlos participó en un enfrentamiento con militares en las sierras de Córdoba. “Nos llevaron presos y mientras éramos trasladados nos fugamos. A dos compañeros los mataron, se quedaron con documentos falsos míos y mi foto, y anunciaron mi muerte en un comunicado. Casi al mismo tiempo asesinaron en plena calle a un primo hermano de Norma. Mi suegro fue a la funeraria a buscar mi cadáver y se encontró con el cuerpo del hijo de su hermana.” Antes de que su organización le dijera que tenía que irse de Argentina, Carlos se refugió unos días en una villa miseria bonaerense. “Era un rancho de lata donde vivían un matrimonio y sus cuatro hijos. El viejo era un ente que caminaba. Los milicos lo habían agarrado y lo habían torturado hasta hartarse. Aplicaban la doctrina francesa de la guerra contrainsurgente: sembrar el terror. Habían entendido de entrada que tenían que exterminar al enemigo y que el bando de los pobres no estaba de su lado.”

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No era raro en las organizaciones clandestinas que los militantes se ayudaran mutuamente con sus hijos, sobre todo cuando algún padre o alguna madre caía. Carlos y Norma se hicieron cargo por unos días de tres nenas cuyo padre había sido asesinado y cuya madre estaba presa. “Norma dormía con las tres en una cama y yo en el piso. La más chica cumplió años al día siguiente de que mataran a su padre. Con lo poco que había en la casa Norma le hizo una torta. La más grande de las hermanas hoy tiene más o menos 50 años, es abogada y está vinculada a grupos de derechos humanos. El día que dimos la conferencia de prensa en Buenos Aires en la que anunciamos la aparición de Marcela, fue al local de Abuelas. Me palmeó la espalda y me contó quién era. Me dijo que nunca se olvidó de la ternura de Norma.”

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En marzo de 1977 Carlos Solsona fue enviado a España por el Prt-Erp. “No se hablaba entonces de exilio, sino de un repliegue táctico para reorganizarnos y seguir resistiendo. Lo que queríamos era hacer afuera un buen curso de instrucción militar y volver cuanto antes para combatir a los milicos.” Con el embarazo avanzado de su segundo hijo, los médicos no le permitían a Norma subir a un avión. “Poco antes habíamos dejado a Marcos, que tenía 7 meses, con sus abuelos maternos. No queríamos que corriera peligro. Todas las noches Norma lloraba y lloraba. Resolvimos luego que ella se quedara en Buenos Aires hasta el parto, en casas, al principio seguras, de compañeros, y luego viajara con los dos nenes a España.” Desde Madrid, Carlos tuvo algunos contactos con Norma. “Pinchaba un teléfono público y hablaba todo lo que podía”, dijo, y contó cómo hacían por entonces los exiliados y los inmigrantes en Europa para hablar gratis: enganchaban, por ejemplo, una moneda con un chicle en un aparato monedero.

Norma primero encontró refugio en la casa de un matrimonio con dos hijos. La pareja cayó en una cita y ella pasó a vivir en la casa de otra pareja, en Moreno, provincia de Buenos Aires. En mayo de 1977 fue secuestrada de esa vivienda junto con sus dos compañeros. Estaba embarazada de ocho meses y nunca más se supo de ella. Sólo rumores, algunas versiones, muchas de ellas contradictorias entre sí, como a menudo en estos casos, en los que los sobrevivientes son pocos y las certezas escasean. Había, eso sí, una cuasi seguridad: el niño o la niña que Norma esperaba había nacido. Era la regla: las embarazadas parían, a veces las dejaban amamantar unos días, luego les quitaban a sus hijos y las asesinaban.

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Mientras estuvo en la España recién salida del franquismo, Carlos mantuvo la ilusión del regreso rápido a Argentina. Un día él y otros dos militantes latinoamericanos expropiaron un banco. “Un acto de apoyo a la resistencia”, dice. Los detuvieron y los condenaron a 13 años de cárcel. Poco antes de la guerra de las Malvinas y poco después del intento de golpe del coronel Tejero en Madrid, Argentina pidió la extradición de Solsona. Una mañana compareció en un juzgado esposado de pies y manos y encerrado en una jaula. Lo consideraban “un terrorista de primer plano”. Pero, con su labia, Carlos logró cambiar la pisada. “Le hablé al juez de la doctrina de la seguridad nacional, le dije que tenía a la mitad de mi familia desaparecida, que los militares latinoamericanos estaban aniquilando cualquier oposición. La realidad, bah. El juez ordenó a los policías que me quitaran las esposas y salieran de su despacho, y se quedó charlando conmigo sobre la situación en América Latina. No tenía ni idea. Me preguntó cómo me habían detenido en España. ‘Estaba haciendo finanzas ilegalmente y me agarraron a la salida de un banco’, le dije. Ganamos el juicio de extradición.”

En el 82, ya libre, tras vicisitudes varias, llegó a París con unos pocos contactos y menos de 200 dólares en el bolsillo. En Francia conoció a Ana Payotti, una uruguaya exiliada, su pareja desde entonces. Con ella regresó en el 85 a América Latina y tuvo en Montevideo a su tercer hijo, Martín. En 1989 Martín se convirtió, “a todos los efectos legales”, en Martín Solsona Payotti, cuando su padre consiguió tener otra vez documentos con su nombre real. Durante sus primeros años de vida llevó los apellidos de su madre.

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Hasta 1983 Marcos Solsona Síntora creció pensando que sus padres lo habían abandonado. Se fueron a Europa, le dijeron sus abuelos maternos. Cuando cumplió 8 su abuela le zampó que su madre había muerto en un accidente. “Me acuerdo de que estaba entrando a mi casa con la bicicleta y mi abuela me dice que mi vieja había tenido un accidente, y a los dos o tres días me dijo que murió”, relató Marcos a Página 12 el año pasado (14-IV-19). “Pero yo ya me imaginaba algo raro, porque uno es chico pero no boludo, y me enojé mucho. Fue violento. Mi vieja tenía otro hermano, que también está desaparecido, la casa de mis abuelos había sido allanada, yo crecí en Cruz del Eje (pequeña ciudad de Córdoba), un pueblo chico en el que uno va escuchando cosas aun sin querer. Era una sociedad que vivía con mucho miedo. Además, había muchas charlas entre adultos. Los adultos se piensan que los chicos no escuchan nada y escuchan todo. Había cabos sueltos por todos lados.”

Composición de foto de Norma en la juventud y de su hija Marcela en la actualidad/Gentileza Carlos Solsona

Carlos se volvió a ver con Marcos cuando este tenía 9 años, en julio del 85, en una localidad del litoral argentino cercana a Uruguay. “Él sólo tenía fotos de mí, pero me reconoció apenas bajé de un auto y corrió a abrazarme. Le conté la verdad. Debe de haber sido muy duro para él”, dijo Carlos a Brecha. De aquel reencuentro con su padre tanto tiempo después, Marcos tiene, pese a todo, un recuerdo más dulce que agrio. Fue “un alivio”, confió a Página 12. “Si bien me enteré allí de lo que había pasado con mi vieja, sentí que alguien venía y me decía la verdad sin vueltas. Y me permitió encarar un duelo desde otro lugar.” Marcos, que hoy anda por los 43, tuvo un papel central en la construcción de lazos con Marcela. “Se estableció entre los dos un hermanazgo construido de a poco pero muy fuerte”, afirmó en otra entrevista. “Cuando fui padre, comprendí el dolor de mi viejo”, contó. Al analizar lo ocurrido en su familia, cree que él es “la víctima que menos daño sufrió”.

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En Montevideo Solsona encontró uno de sus lugares en el mundo. “Mi primera idea era hacer base aquí para retomar contactos en Argentina y seguir la búsqueda del hijo o la hija con más facilidades. Pero después elegí quedarme.” Mientras Ana recuperaba su antiguo trabajo en el Casmu, él se inventaba como electricista en un taller montado en Villa Dolores junto con algunos compañeros. Con los dos ingresos pudieron empezar a pagar la cuota de la cooperativa. Hoy tiene el taller debajo de su casa, en Covisunca. “En Montevideo enganché con la ciudad y la gente. Marcos prefirió quedarse en Córdoba, pero aquí nació Martín, mi único hijo nacido en democracia”, dijo, y sonrió.

Desde Montevideo Carlos viajó varias veces a Argentina para averiguar algo sobre las circunstancias en que había caído Norma y buscar alguna pista que lo condujera a su hijo o hija. “Era como buscar una aguja en un pajar: no teníamos nada de nada y nada conseguimos.”

El año pasado, poco antes de que se confirmara la aparición de su hija, Carlos se enteró de que desde 2012 Abuelas de Plaza de Mayo estaba detrás de la pista de una argentina que vivía en el exterior y dudaba sobre su verdadera identidad, quien a la postre resultaría ser Marcela. “Lo que hacen las Abuelas es admirable. Trabajan con un rigor impresionante. Tienen un dato y lo siguen hasta que dan con la tecla.” Piensa que esa maquinaria colectiva es lo que permite que las partes no terminen desmoronándose. “El cosechar fracaso tras fracaso te puede hacer abandonar. Uno tira de mil puntas buscando llegar a algo, pero muchas veces las piezas no encajan y hay que volver a tirar. Las Abuelas montaron una estructura que es mucho más que la suma de las partes.”

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Hubiera debido llamarse Soledad. Es el nombre que Carlos Solsona y Norma Síntora pensaron para el caso de que el bebé que esperaba la apenas veinteañera cordobesa naciera mujer. Pero se llamó Marcela y vivió una vida diametralmente opuesta a la que sin duda hubiera vivido “si las cosas hubieran seguido su camino”. “No me animo a afirmar su camino natural, pero una de las tantas perversiones que han causado las dictaduras es que trastocaron las identidades personales y la historia de decenas de miles de personas de varias generaciones”, dijo su padre.

Marcela creció en una familia en la que materialmente “no le faltó nada”. “Más bien le sobró. La contracara de lo que yo le hubiera podido ofrecer en ese plano”, está convencido Carlos. Pero vivió de espaldas a todo. Para empezar, sin saberlo, de espaldas a su propia historia. Recién cuando murió su padre de crianza –ella tenía casi 20–, su abuela materna –también de crianza– le dijo que era adoptada. Su madre –siempre de crianza– tardó en confirmárselo. “Cuando lo hizo, le inventó que era hija ilegítima de la hija de un general y que este, para no pasar vergüenza, porque entre los militares la honra es un valor de aquellos –dijo Carlos sonriendo–, la abandonó, un médico la rescató y la entregó a quien sería su padre adoptivo. A ella esta barrabasada tampoco le cerró. Investigó y se dio cuenta de que había sido anotada como hija legítima nacida tras un parto a domicilio y no como niña adoptada.”

En España –donde se instaló después de la crisis de 2001, se casó con un argentino y tuvo dos nenas– a Marcela la convencieron de averiguar si era hija de desaparecidos. “Es un tema que nunca le había siquiera rozado. Se movió siempre en un ambiente de gente con guita, en el que eso, por supuesto, no estaba presente. Ahora se está preguntando incluso si en esas familias no había gente que sabía de su verdadero pasado.”

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Desde que ese pasado “le saltó a la cara”, Marcela, contó su padre, “está ávida de saber”: “Sobre su madre, sobre la militancia, sobre mí, sobre su hermano Marcos y su medio hermano Martín, sobre la Argentina de aquellos y estos años. Tiene miedo de lo que pueda encontrar, pero se está acercando a la verdad. Es ella quien fija los ritmos y los demás lo aceptamos”.

Los contactos fueron primero por teléfono. Luego se vieron en Argentina. En Córdoba, en la casa de Marcos, se reunió el familión: Marcela, su pareja, Miguel, y las dos hijas de ambos; Carlos y Ana; Marcos, su esposa, Laura, y sus hijos; Martín y su compañera, Lucía, y otros parientes llegados de distintos lugares. En febrero Marcos y su familia estuvieron en España. Planes de verse allá en junio y acá en agosto –incluido el primer viaje de Marcela a Montevideo– quedaron suspendidos debido a la pandemia. “Creo que conocer Cruz del Eje, los lugares que frecuentaba Norma, fue un cimbronazo para ella, pero fue el todo, esa familia tan distinta, lo que le movió el piso. Enganchó especialmente con Marcos, su hermano de sangre, y su esposa. Pero también con Martín. Y en Ana encontró buena vibra.”

Entre setiembre y octubre Carlos y Ana pasaron un tiempo en la casa de Marcela, Miguel y las dos nenas. Un mes después Marcela le mandó a su padre un mensaje por Whatsapp: “Soy cada día más feliz”. “Creo que es efectivamente así, aunque tiene enormes conflictos que resolver. Son fundamentales la paciencia que podamos tener los familiares biológicos y el trabajo de los psicólogos. Yo no soy muy paciente naturalmente, pero me esfuerzo. Y en España tiene una psicoanalista argentina que la aconseja bien”, contó Carlos.

Encuentro de Marcela con su padre, Carlos y su hermano Marcos/Ilustración: ANT@

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Marcela siente, pese a todo, que debe tener una “doble fidelidad”, a su familia biológica y a la de adopción. “Y es difícil de sostener. Marcos y yo le dijimos que nunca vamos a dejar de intentar avanzar por el camino de la justicia, que no podemos hacer concesiones de ningún tipo a los apropiadores. Ella percibe que tenemos razón, pero que eso puede conducir a que aparezcan cosas que no le van a gustar. Gira en esa frontera, como muchos nietos recuperados. Va y viene.” Tiempo atrás, su psicoanalista le hizo ver la dificultad para empalmar esos dos polos y que una parte de su vida se tejió en el aire, a partir de mentiras que se fueron hilvanando una tras otra. “Lo entendió, pero ella insistió en que no quiere sufrir.”

También le tiene un temor “exagerado” al daño físico. “Dice que desde siempre. Un día me preguntó si a la madre la torturaron en el mes que estuvo secuestrada con ella en la panza. Le contesté que no lo sabía, pero que seguramente sí, porque esa era la norma. Y entonces me preguntó si era posible que ella hubiera sentido también las torturas, si de allí le venía ese miedo tan grande al sufrimiento en su propio cuerpo.”

A veces niega que sus padres adoptivos hubieran tenido algo que ver con la dictadura. Dice, por ejemplo, que nunca vio a un militar en su casa. Pero le vienen recuerdos de niña que ahora la hacen pensar. Un día, camino a Villa Gesell de vacaciones, les tocó un control policial en la ruta. “Papá (perdón, mi papá adoptivo) sacó un papel que le había dado un comisario amigo y nos dejaron pasar”, le relató a Carlos. Muchas otras veces el hombre extendió ese salvoconducto. Hace algún tiempo le mostró a Carlos viejas fotos de reuniones de amigos de su familia adoptiva. “Yo las miraba y me causaban terror: me los imaginaba a todos a bordo de aquellos Falcon sin matrícula. Eran como un calco de López Rega [el mentor de la Triple A].”

Sus hermanos y su padre le han ofrecido a Marcela lecturas de esas que, piensan, pueden abrirle la cabeza. Marcos le regaló Las venas abiertas de América Latina, quizás con la misma intención iniciática con que Hugo Chávez se lo regaló a Barack Obama. Y Carlos le hizo llegar “un libro de una psicoanalista que habla del despojo y la restitución”. “Me dijo que le pareció muy técnico, aunque vio en algunas historias de hijos de desaparecidos apropiados por represores aspectos comunes con la suya. Para armar la trama capaz que va a tener que ir por ahí ella también.”

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Marcela se va sintiendo, cada vez más, parte del clan Solsona Síntora, dice Carlos, y lo ratifican, en distintas entrevistas, Martín y Marcos. Un día le preguntó a su padre si “le jodía mucho” que conservara los apellidos actuales. “Pensando en vos, con todas las cosas que tenés que saldar, no me jode. Pensando en mí, un padre que encontró a una hija que le robaron apenas nacida, y en lo que le sucedió a tu madre, sí, me jode. Pero en la opción me quedo, diez a uno, con lo que te pasa a vos”, le respondió Carlos. La pandemia ha congelado el proceso judicial. “Capaz que es mejor que así sea, para que ella vaya avanzando antes de que le caiga encima el fallo”, reflexiona.

En setiembre, desde España, Marcela envió a Abuelas de Plaza de Mayo un agradecimiento por todo lo que habían hecho para que pudiera recuperar parte de su vida. No sólo por buscarla y encontrarla, sino también por la labor minuciosa de archivo biográfico: fotos familiares, recortes de prensa, audios de testimonios. Marcela y Marcos vieron juntos esos documentos. “Al terminar, Marcos me preguntó qué sentía y le dije que tenía la sensación de que todo tiene más forma y color”, escribió ella. “Realmente han logrado el objetivo que tenían, que es que yo pueda conocer a los que no están y mucho más a los que tuve la suerte de encontrar.”

Apenas un año atrás Marcela tenía de la presidenta de Abuelas, Estela de Carlotto, la visión que difunden medios como Clarín y que defendía el gobierno de Mauricio Macri: “una curradora con el tema de los derechos humanos”. “Ya no es para nada así. Le acaba de mandar una carta personal a Carlotto. Hay un trecho del camino que ya ha hecho”, aseguró Carlos.

Hace unos meses le sucedió una de esas cosas del azar que son difíciles de atribuir al azar: el dueño del apartamento que alquila en España le dijo que él también es hijo de desaparecidos. “Soy uno de los bebés robados durante el franquismo”, le contó el hombre, que ronda los 70, apenas se enteró del pasado de su inquilina. Le confesó que nunca se animó a “hacer nada”. “Me da miedo”, dijo. Lo que Marcela le respondió le permite a Carlos asegurar que el proceso de cambio está avanzado. “Le dije que piense no sólo en él, sino en la gente que hace tiempo lo debe de estar buscando”, le contó a su padre.

Marcela va a tener que resolver también cómo relata la historia a sus hijas, dice Carlos. El domingo 3, que fue el Día de la Madre en España, la menor, que acaba de cumplir 4, le lanzó: “Mamá, ¿cómo murió mi abuela?”. “La nena es un rayo y había escuchado algo en la casa. A Marcela la agarró desprevenida, como le hubiera pasado a cualquiera. Tiró la pelota para adelante, pero se dio cuenta de que deberá ir diciéndole la verdad, toda la verdad, porque sus hijas van a preguntarle hasta saberla, y de que para eso lo primero que debe hacer es asumir todo lo que pasó. Todo.”

A esta altura, Carlos está seguro, ya se puede decir que con Marcela “estos tipos fracasaron”. “Detrás de la apropiación de niños había un plan orquestado. Se planteaban el objetivo de que los nenes que se robaban terminaran odiando lo que representaban sus padres biológicos, incluso cuando llegaran a saber cómo habían sido ‘adoptados’. En algunos casos las Abuelas no lograron revertirlo.”

En uno de sus últimos mensajes, Marcela le dijo a su padre que, bueno, después de todo, está dispuesta a bancarse “lo que sea que venga”, lo que salga a la luz. “Me dejó bien contento.”

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