Durante 20 años Conor Jameson trabajó en la Real Sociedad para la Protección de las Aves (RSPB, por sus siglas en inglés), de la que Hudson fue fundador. Su escritorio estaba al pie de un imponente retrato de Hudson que preside el salón principal de esa sede, pero fue solo cuando empezó a investigar para la escritura de sus libros sobre la naturaleza que empezó a conocerlo.
—¿Entraste a la RSPB porque tenías ya una pasión por los pájaros o te convertiste a partir de ese trabajo? ¿Y cómo fue que acabaste por dedicarle un libro a Hudson?
—Desde niño tuve una fascinación profunda por la naturaleza y, en especial, por los pájaros. Entrar a la RSPB o «sociedad de los pájaros», como la llamaba Hudson, fue un sueño realizado. En la actualidad, esta institución tiene más de 1 millón de socios y es la organización conservacionista más importante de Europa. El retrato sigue allí y tal vez induce a creer que Hudson es una presencia omnipresente. Nada más falso: en las dos décadas que trabajé allí, nunca nadie dio una conferencia sobre él ni se hizo nada por recordarlo. Tuve que averiguar por mi cuenta que en su testamento dejó a la RSPB una suma que hizo posible su desarrollo y expansión. Lo que me fascinó, más allá de su obra, fue su extraordinaria personalidad. Si Hudson hubiese sido tan solo un sabio caballero inglés de los tantos que tenemos, no creo que me hubiese involucrado tanto.
—Hudson sedujo a muchos de sus contemporáneos y, después de muerto, a muchos escritores y biógrafos. ¿Qué es lo que a vos más te interesó?
—Me interesa particularmente Hudson como un outsider. Creo que, en definitiva, esa extranjeridad fue lo que lo hizo tan original. Hasta su extrañeza era extraña. No pertenecía a alguno de los exotismos en circulación en la Inglaterra victoriana, no venía de las colonias más familiares al público. Venía de las pampas, un lugar inusual, y escribía sobre Sudamérica cuando todos estaban escribiendo de Norteamérica, de África o de Australia. Su presencia física ya marcaba una diferencia. Era muy alto y se vestía de un modo anacrónico y formal. Aun en verano, salía al campo con su saco de tweed para mimetizarse mejor con el paisaje y ser aceptado por los pájaros.
—Al parecer esa otredad, que pudo ser una desventaja en su tiempo, es ahora reivindicada como un valor. En un mundo signado por exilios y migraciones, ¿puede volverse Hudson un modelo de libertad?
—Me identifico con él en ese sentido. Aunque soy británico, nací en Escocia de padres irlandeses y eso me coloca, al igual que a él, en los márgenes. Lo veo como a un ancestro, con los valores anticuados y admirables de mi abuelo. No es frecuente que las personas digan lo que piensan, él lo hacía siempre y eso era parte de su magnetismo. Aunque sabía ser encantador, también podía ser brusco en extremo. Uno de sus amigos habla de su «falta de tacto nativo». Lo que me parece más admirable es que se negaba a «darse su lugar», en el sentido que tiene la frase en sociedades jerarquizadas como la del período victoriano. A Hudson no le importaba o no lo sabía y por eso desafiaba ese orden. Estaba por fuera de todas las convenciones. Y eso ocurre también en la inocencia pacífica de sus hábitos. En sus excursiones por la campiña inglesa tocaba a la puerta de las casas donde lo encontraba el anochecer y pedía alojamiento. Era como un alien que ronda por todos lados y es, a la vez, familiar y extraordinario. No tenía miedo, en parte era su personalidad, pero también porque venía de fuera.
—Tu libro anuncia un Hudson visto desde una perspectiva conservacionista que no ha sido recorrida antes. ¿Qué aporta esta nueva mirada?
—En principio es una reivindicación justiciera. Sentí que había que reivindicarlo como el pionero que fue y un referente genuino en las luchas por el cuidado del medioambiente. Se ha reconocido a Hudson como un espíritu sensible a la naturaleza y un escritor finísimo en la tradición de los nature writers, pero bastante menos al que dio batalla por la conservación de las especies. En Inglaterra existe una ortodoxia que identifica la conservación con la convivencia armoniosa con la naturaleza, pero yo creo que también debiéramos pensar el ambientalismo en relación con paisajes más salvajes y animales resistentes a la domesticación. Hudson era un hombre de espacios abiertos, y me gusta reivindicar eso como parte de su legado.
—Tu libro anterior Looking for the Goshawk (‘buscando al halcón’), un largo ensayo en forma de diario, entra en esos parámetros. El segundo capítulo está enteramente dedicado a Hudson y lleva por título «The madness of Hudson». ¿Cuál fue esa locura?
—En Birds and man (‘las aves y el hombre’) hay un capítulo memorable en el que Hudson sueña con un picapalo y una ardilla embalsamados que de pronto cobran vida y empiezan a hablar y a burlarse de él. Le dicen que irá al infierno cuando muera y tendrá ojos de vidrio como los de ellos. La situación es desaforada, pero la idea está muy clara: Hudson odiaba la práctica del embalsamamiento y a los naturalistas que la practicaban, y que él apodaba «necrólogos». También odiaba a los coleccionistas de huevos. Creía, en cambio, en el estudio de los pájaros y de otras criaturas en su hábitat natural y lejos de los museos. Peleó arduamente contra la moda de las plumas en los sombreros femeninos. Las damas de la Sociedad de Pájaros lo acompañaron en esa campaña, pero, como naturalista, estuvo solo en esa pelea. Hudson, junto con su valoración de la ciencia, era un defensor de la belleza. La estética no estaba ausente en su acercamiento a la naturaleza. Cuando no se ve esa belleza, solo se ven commodities. Él estaba desafiando al sistema y nunca se dio por vencido.
—Tu inminente Finding Mr. Hudson: naturalist from La Plata empieza el día en que William Henry Hudson llegó al puerto de Southampton. Tenía entonces 32 años, de modo que tu biografía audazmente se saltea su infancia y su juventud. Al evocar el momento de su arribo, contás que, aunque sus compañeros lo animan a dirigirse pronto a la ciudad, Hudson se va solo al campo a ver a los pájaros. Y tú, como biógrafo, comentás: «Londres puede esperar». ¿Qué razones hay detrás de estas decisiones?
—Son varias razones: para empezar, él contó su infancia de forma impar en Allá lejos y hace tiempo, y no creí que yo tuviese mucho que aportar. Tampoco a lo que otros biógrafos han escrito ya. En cambio, conozco los lugares que él conoció aquí y puedo decir cosas que no han sido dichas sobre sus relaciones. Pero también porque amo esa escena de su llegada a Inglaterra. Un momento que define su vida. Y me encanta la forma en que salió a luz esta historia: primero a través de una entrevista que le hizo Morley Roberts, su amigo y primer biógrafo, un año antes de su muerte. Décadas después, conocimos el pormenorizado relato que el propio Hudson hizo para su hermano en las cartas que empezó a escribir en el barco y tú tradujiste al español. Allí está su primera impresión de Inglaterra, y es puro cine. Hay humor cuando empieza a atosigar al pobre muchacho que conduce el carro que alquiló para que le diga el nombre de aves que el otro no conoce bien. Para los que compartimos su pasión por los pájaros, es natural que lo primero que quiera hacer es ir a verlos. Descubrirlos es parte primordial de cualquier viaje.
—A mí me llamó la atención que no hiciese ningún comentario cuando ese mismo chico le señaló la casa de Rosas, que vivía ahí exiliado, y me detuve más en la despedida en Buenos Aires que en la llegada a Inglaterra. La perspectiva marca nuestras elecciones. Otra cosa que encuentro elocuente es la contigüidad que existe entre tu libro sobre el halcón y el de Hudson. Del ave rapaz, salvaje y en extinción pasás al hombre solitario que tiene mirada de águila y que también está olvidado. ¿Existe un paralelismo?
—Hay un paralelismo en los títulos, ambos hablan de una búsqueda. Eso responde a que no quiero escribir como experto, sino como alguien que busca y comparte esa búsqueda con el lector. Quiero operar por contagio, no por autoridad. Es interesante cuántas personas, por separado, pensaron a Hudson como «un pájaro enjaulado» o compararon su mirada o su gesto con el de un ave de rapiña. Alguien supo compararlo con «un ave rapaz pronta a emprender su vuelo y dejarnos», lo que, además de certero, me resulta encantador.
—¿Cuál fue tu estrategia para construir este nuevo relato? ¿Recorriste sus itinerarios, hiciste alguna forma de peregrinación?
—Sí, fui a visitar sus lugares, pero me interesó más trabajar sus relaciones, porque creo que es a través de los ojos de sus amigos o enemigos que lo podemos conocer mejor. Me interesa particularmente su amistad con Cunningham Graham, don Roberto. También varias mujeres con las que tuvo relación, como las de la Sociedad de Pájaros o la muy excéntrica Margaret Brooke, The Ranny of Sarawak, un personaje extraordinario, una mujer muy rica que dejó a su esposo y adoptó a Hudson porque amaba sus libros. O sir Edward Grey, un político importante que fue canciller y sucumbió a su encanto. También su amistad humana y literaria con Edward Garnett y con Constance, su esposa; gracias a ella, que fue la primera traductora de Tolstói y de otros grandes rusos, Hudson leyó y apreció a esos autores tempranamente. Escribí sobre todo para mostrar a Hudson en el contexto de su tiempo.
—¿En verdad está tan olvidado en Inglaterra?
—Absolutamente. Solo he encontrado a dos personas con quienes hablar de él, Jason Wilson y otro señor que tiene 97 años. Es triste. Tan olvidado está que no pude convencer a ninguna institución para celebrar el centenario de su muerte.