Interruptores de la violencia: entre el escepticismo y la oportunidad - Semanario Brecha

Interruptores de la violencia: entre el escepticismo y la oportunidad

Cuando se trata de ofrecer una lectura sesgada de los datos sobre criminalidad, el ministro del Interior sabe dónde está parado. Repite, sin sustento, que hoy en día hay más seguridad que en 2019. Tanto el descenso de los homicidios vinculados con rapiñas, hurtos y copamientos como el aumento general de la violencia letal se los atribuye a éxitos de gestión. Una Policía «respaldada» protege a la «familia trabajadora» y persevera a la hora de detectar y desarticular bocas de drogas. A pesar de estos malabares, el ministro sabe que los datos son muy negativos, y que su gestión es observada con preocupación (desde adentro) y con rechazo (desde afuera). Se sabe en una posición débil y, por eso, tiene que apelar a lo que venga. No es la primera vez que, para cambiar el eje de la conversación, los que gobiernan proponen cosas que llaman la atención.

Ya, el año pasado, Heber prometió un plan para frenar la escalada de homicidios. El plan fue un gran misterio, y, a la luz de los hechos, lo que se hizo fue reforzar el patrullaje en determinados puntos críticos. Nada de eso sirvió de mucho para evitar que los homicidios volvieran a los guarismos más alarmantes. En las últimas semanas, el ministro anunció la instalación de cámaras de videovigilancia en zonas con altos niveles de violencia. Sin embargo, hace pocos días atrás, se salió del libreto y adelantó que el gobierno, a través del financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), reclutará personas que estuvieron privadas de libertad para que realicen un trabajo social en los barrios y para que medien con los más «violentos», ya que comparten el mismo «léxico».

Al momento de comunicar una idea tan delicada, quedan pocas dudas de que el ministro no sabe dónde está parado. La incapacidad para fundamentar una medida importante y para asumir un registro conceptual distinto al de «la ley y el orden» tal vez trascienda al propio Heber. Lo cierto es que el anuncio sorprendió, y las expresiones del ministro no estuvieron muy lejos de arruinarlo todo. Se instaló, de inmediato, un arco opositor a la iniciativa, comenzaron a circular nociones prejuiciosas y equivocadas sobre los fundamentos de esa política, y no faltaron, dado el contexto, inclinaciones a la broma fácil. Las reacciones policialistas y punitivas, y la reafirmación de la «guerra absoluta» a la droga y a los narcotraficantes, no se hicieron esperar. Si el ministro quiere fortalecerse políticamente recorriendo un camino por fuera de su sentido común, todo parece indicar que no lo logrará.

Por si fuera poco, el ministro Heber confunde las «causas estructurales del delito» con la posibilidad de aplicar algunas medidas que incidan sobre los factores de riesgo. Aun así, que en el inicio del cuarto año de gobierno haya planteos de este tenor, cuando la estrategia preventiva debería ser una prioridad política y presupuestal, es un indicador del agotamiento completo de una línea hegemónica en las políticas de seguridad, que este gobierno ha encarnado, además, en su peor versión. En concreto, estamos ante una iniciativa promovida a destiempo y en cortocircuito con los discursos predominantes sobre la seguridad. Sin embargo, hay que reconocer que, a lo largo del tiempo, muchas novedades de política se han colado en la agenda por vía lateral: la policía comunitaria sobre finales de los noventa, algunas experiencias piloto en materia de rehabilitación, el modelo de policía orientado a la solución de problemas, el patrullaje con base en predicción y uso de la información, el paradigma de la convivencia como eje de intervenciones urbanas, etcétera.              

En esta oportunidad, no es muy distinto. Hace ya más de una década que el país tiene un problema serio con los homicidios. Y no solo por la cantidad, sino, además, por las modalidades, las lógicas en las que arraigan y las formas de matar. Desde ciertos sectores de la Policía, no faltaron advertencias oportunas sobre lo que se estaba gestando. Lo cierto es que poco se pudo hacer, y menos fue lo que se intentó de forma expresamente articulada. Es en este punto donde estamos más obligados a una revisión profunda sobre cómo se interrelacionan las dinámicas de las violencias y sus respuestas. Y, sobre todo, a la luz de los resultados recientes, no estamos en condiciones de desestimar nada.

¿Qué propone el gobierno, más allá de lo que expresó el ministro? Por ahora no hay detalles concretos, salvo la intención de llevar a cabo un programa con el BID inspirado en el conocido CeaseFire de Chicago, creado por el epidemiólogo Gary Slutkin para frenar la propagación de la violencia callejera. Inspirado en concepciones epidemiológicas, se asume el potencial de contagio de la violencia y se diseñan estrategias para cortar esa propagación a nivel comunitario. Como lo expresa el propio programa, «los trabajadores comunitarios y los interruptores de violencia, expandilleros y exconvictos, usan su experiencia y conocimiento de las calles para buscar y construir relaciones con jóvenes con problemas. Los interruptores de violencia se enfocan en líderes de pandillas de alto nivel para pedir treguas y evitar represalias o más tiroteos». Ese programa se hizo global a partir del proyecto Cure Violence, y aterrizó en varios países de América Latina (México, Colombia, Honduras, El Salvador) bajo la idea de poder determinar qué personas pueden transmitir y revertir la violencia, procurando, luego, incidir sobre las normas comunitarias.

Los supuestos conceptuales son francamente discutibles, las realidades de los países que asumieron estas experiencias son muy distintas a las de Uruguay, y los criterios de evaluación y monitoreo seguramente no sean de construcción sencilla, pero, aun así, es posible pensar que de aquí hay varias lecciones para aprender. Si se asume la violencia como una relación social cargada de sentido situacional, y nos despojamos de un fatalismo que interpreta al narcotráfico como un vector de cerrada racionalidad, la posibilidad de pensar estrategias de intervención sobre bases locales que incidan en varios factores de riesgo tiene que ser alentada.

Más allá de los inevitables desafíos de la implementación, hay incertidumbres profundas. En primer lugar, hay dudas sobre el alcance de la iniciativa: no sabemos si se realizará un trabajo de «mentoría» más abarcador, orientado al desistimiento de la vida delictiva (como prevención comunitaria que abarca acciones de promoción cultural o como trabajo de reinserción), o a una acción más focalizada sobre los liderazgos visibles de esos grupos familiares que sostienen una parte importante del poder territorial, o si también se alienta la posibilidad de una «negociación» encubierta entre los poderes estatales y las bandas locales, camino de altísimo riesgo por las implicancias que puede tener en términos de la consolidación de un orden ilegal. Si la apuesta es a la interrupción de algunos circuitos de la violencia, ¿qué se piensa para la reconstitución profunda del entramado social?

En segundo lugar, hay que reconocer que no tenemos equipamiento conceptual ni estructuras político-institucionales para diseñar, implementar y evaluar estos programas. Y lo más grave: no tenemos condiciones políticas para alentar y fortalecer estos caminos. En la rendición de cuentas de 2008, se creó el cargo de Director de Convivencia y Seguridad Ciudadana con la intención de promover toda una variedad de proyectos preventivos dentro del Ministerio del Interior, en sintonía con otros cambios institucionales que estaban ocurriendo en esa secretaría de Estado. A la luz de lo que se ha visto en el último tiempo, esa idea fracasó con calculado éxito. Aun así, nunca será tarde para insistir con eso y aprovechar las oportunidades que surjan, aunque nos generen más dudas que certezas.

Por último, las tasas de homicidios que tiene el país requieren múltiples estrategias preventivas. Si efectivamente se pretende desarrollar una política, hay que hacer varias cosas al mismo tiempo y con idéntica intensidad. Habrá que trabajar sobre los factores de riesgo (las armas de fuego son uno de los principales) y promover los de protección, se deberá tener respuestas para las categorías sociales más expuestas (como los jóvenes varones más pobres), se tendrá que replantear la lógica de intervención del sistema penal en su conjunto sobre los territorios más vulnerables (mejorando, por ejemplo, los flacos resultados en materia de investigación criminal), y no habrá más opción que reformular la política criminal, las lógicas de encierro y el trabajo de reinserción. Se podrá tener estrategias preventivas más generales o más focalizadas, se ensayará, se evaluará y se corregirá. Pero hay que hacerlo en una dirección radicalmente opuesta a la que se ha seguido hasta ahora.

Un esfuerzo semejante exige nuevos discursos, soportes institucionales, diálogos políticos y técnicos, una articulación decidida entre los gobiernos nacional y locales, un involucramiento prioritario de las organizaciones sociales y dispositivos válidos para la evaluación de procesos e impactos. Nada de eso se avizora en el escenario actual. Aun así, sin quererlo, el gobierno ha abierto una hendija, y habrá que hacer lo posible para que ese espacio reducido no se obture de nuevo.

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