Asentamientos: las formas de la vivienda indecorosa: Irregular, informal, precario - Semanario Brecha
Asentamientos: las formas de la vivienda indecorosa

Irregular, informal, precario

La Constitución, en su artículo 45, establece que «todo habitante de la República tiene derecho a gozar de vivienda decorosa. La ley propenderá a asegurar la vivienda higiénica y económica, facilitando su adquisición y estimulando la inversión de capitales privados para ese fin». Este texto se incorporó en la Constitución de 1967; las tres anteriores solo decían brevemente que «la Ley propenderá al alojamiento higiénico y económico del obrero, favoreciendo la construcción de viviendas y barrios que reúnan esas condiciones». Pero hasta entonces no había una ley reglamentaria que propendiera a tal cosa.

En cambio, el texto de 1967 fue rápidamente reglamentado por medio de la ley nacional de vivienda de 1968 (N.o 13.728); no tanto por la importancia que se le diera al derecho a la vivienda como por la necesidad política, económica y social que entonces existía de activar la construcción de viviendas, fogoneada en primera fila por el lobby empresarial privado. La ley precisó los conceptos constitucionales, estableciendo que «toda familia, cualesquiera sean sus recursos económicos, debe poder acceder a una vivienda adecuada que cumpla el nivel mínimo habitacional definido en esta ley. Es función del Estado crear las condiciones que permitan el cumplimiento efectivo de ese derecho». O sea, el derecho a la vivienda no depende de que se pueda pagarlo; se establece qué es una vivienda decorosa y se determina que el Estado es el responsable de efectivizar ese derecho.

Todo esto es ampliamente conocido, aunque quizá quienes lo conozcan menos sean justamente los que no tienen acceso a viviendas decorosas y menos aún adecuadas. Pero, lamentablemente, está muy lejano de la realidad, y una de las causas principales es una inversión pública que desde hace más de 30 años está por debajo del 0,5 por ciento del PBI, que no llega a la mitad de lo que recibe la caja militar como subsidio.

Por eso el déficit de entre 70 y 80 mil viviendas que faltan, agravado por el hecho de que muchas de las que no faltan están desocupadas, incluyendo una buena parte de las producidas con exoneración de impuestos por la ley de «vivienda promovida». Por eso, también, la existencia de un mercado de alquileres inaccesible para los sectores populares, desde que se liberalizó completamente durante la dictadura, y, sobre todo, de unos 600 «asentamientos irregulares», en los que viven alrededor de 200 mil personas.

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El término asentamiento irregular por sí mismo no dice demasiado, por lo que hace falta explicarlo. Si bien antes de 2006 se usaban otros nombres y se adoptaban otras definiciones, a partir de un trabajo que hizo el Instituto Nacional de Estadística, por convenio con el Programa de Integración de Asentamientos Irregulares (PIAI), creado unos años antes con esa finalidad, se adoptó una definición que se ha mantenido hasta ahora: se llama asentamiento irregular a todos los «agrupamientos de más de diez viviendas, ubicados en terrenos públicos o privados, construidos sin autorización del propietario en condiciones formalmente irregulares, sin respetar la normativa urbanística. A este agrupamiento de viviendas se le suman carencias de todos o algunos servicios de infraestructura urbana básica en la inmensa mayoría de los casos, donde frecuentemente se agregan también carencias o serias dificultades de acceso a servicios sociales».

El análisis de esta definición no es superfluo, porque claramente se establece que la condición necesaria es la irregularidad dominial (construir sin autorización en terreno ajeno) y la urbanística y que solo es accesorio que haya carencias de servicios físicos o sociales. La precariedad constructiva no se menciona. Por lo tanto, irregular no es sinónimo de precario y la irregularidad está mirada no desde la carencia del ocupante, sino desde su no cumplimiento de la formalidad (título de propiedad, normas). Contabilizados de esta forma, los asentamientos irregulares desaparecerían solo con que sus habitantes se transformaran en propietarios y se procediera a realizar algunas operaciones urbanísticas (apertura de calles, formalización de los lotes), sin que se mejorara una sola vivienda ni se incorporara un solo servicio.

Quizá en esto estaba pensando el actual presidente, el doctor Luis Lacalle Pou, cuando en la campaña electoral de 2014 levantó la bandera de los «asentamientos cero», después olvidada, como las prometidas 50 mil viviendas de la exministra Irene Moreira, porque en estas cosas muchos políticos han aprendido que el que se compromete se precipita. Y tampoco puede soslayarse que transformar en propietarias a las familias de los asentamientos también tiene como resultado la incorporación de todas esas tierras al mercado inmobiliario, lo que en muchos casos puede no ser interesante por su relativo valor, pero en otros, como el del famoso barrio Kennedy de Maldonado, resulta muy apetitoso por su ubicación, y por eso se hizo tan aceleradamente, realojando a todo el asentamiento.

Tampoco es ajeno a esta cuestión que los convenios con el Banco Interamericano de Desarrollo, con cuyo apoyo financiero se montó el PIAI en 1999, pusieran como límite para los proyectos a realizar que solo 10 por ciento de los fondos se destinara a construir viviendas. Esto se matizó bastante al transformarse el PIAI en el Programa de Mejoramiento de Barrios (PMB), con lo que se le dio más importancia al tema servicios, pero aun así la «regularización» de la propiedad continúa siendo un eje de los programas.

En todos estos años, una de las discusiones permanentes ha sido cuántos asentamientos hay, si aumentan o disminuyen y cuál ha sido la incidencia que la acción del Estado ha tenido. El estudio de 2006 identificó casi 700 asentamientos, la enorme mayoría en el área metropolitana, habitados por casi 200 mil personas de alrededor de 50 mil familias. En 2019, el PMB informaba que en esos primeros 20 años se habían regularizado 91 asentamientos, cifra importante pero mínima en relación al problema y el tiempo transcurrido. El relevamiento hecho en el Censo de Población, Hogares y Vivienda de 2011-2012 se correspondía con estas cifras.

Todavía no hay datos del Censo 2023 que permitan actualizar estos números, pero la atonía que ha tenido la política de vivienda en este período, con y sin pandemia, hace pensar que la situación no ha cambiado demasiado, pese a los permanentes anuncios de inversiones en el tema, que siempre son sobre lo que se hará y no sobre lo que se ha hecho.

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El «problema de los asentamientos» no se soluciona con medidas exclusivamente sectoriales ni mucho menos punitivas. No se trata de actuar solo sobre la vivienda ni de castigar lo que no se puede resolver. Y requiere mucha cura, pero sobre todo mucha prevención, porque, si no, seguiremos, como en las últimas décadas, corriendo detrás de la liebre a paso de tortuga.

Para que no haya más asentamientos irregulares es imprescindible mejorar las condiciones del trabajo y el salario, para que los sectores de menores ingresos vuelvan a ser consumidores potenciales de vivienda. Y para ello debe colaborar una cuidadosa política de subsidios, que vayan a parar a los sectores que los necesitan y no a intermediarios, empresarios o rentistas. Hoy tenemos una ley muy buena, la 19.588, de 2017, que adjudica subsidios diferenciales según el ingreso y la integración familiar, pero, de nuevo, extenderla a todos los que los necesitan requiere muchos más recursos que los que actualmente se dedican a la vivienda. Y tenemos otra ley, la 18.795, de «vivienda promovida», que exonera de 70 a 80 millones de dólares anuales a los inversores privados, no para que bajen los precios, sino para que suban sus ganancias. ¿Qué hará sobre esto el próximo gobierno? Sería bueno saberlo antes de votar.

Asimismo, la regulación del mercado de alquileres para la vivienda social y la presencia del Estado en este con un stock de vivienda pública para alquilar, así como la asignación eficiente de los roles a los diferentes actores, apuntalando la producción social, en particular la de las cooperativas, serían elementos que permitirían ofrecer alternativas «formales» a quienes hoy no tienen más que las «irregulares». Otra vez: ¿qué hará sobre esto el próximo gobierno?

En lo específico, es necesario crear una oferta adecuada, pública y privada, de tierra urbanizada. Experiencias como la de la Intendencia de Montevideo con su Cartera de Tierras deben ser extendidas, mejoradas y potenciadas. Los gobiernos departamentales son los más adecuados para ello –si superan sus trabas burocráticas– porque son los responsables de las políticas de desarrollo territorial en cada departamento y porque su mayor proximidad con la gente les permite actuar en mejor sintonía con esta.

La creación de una oferta privada de tierra urbanizada para vivienda –hoy prácticamente inexistente– requiere un importante esfuerzo de imaginación: créditos, seguridad en cuanto a la colocación (el propio Estado comprando o proporcionando financiamiento para comprar) y acuerdos para cambiar infraestructura por tierra pueden abrir ese camino.

Y hay también que aprovechar los recursos potenciales de la población, principalmente en cuanto a ahorro, mano de obra y capacidad de gestión, apoyándose en nuestra experiencia en cooperativas de vivienda, reconocida en el mundo, directamente o para fortalecer otras modalidades también válidas, como la autoconstrucción y el arrendamiento.

Pero, desde luego, hay que regularizar lo existente, que es una necesidad insoslayable y una actuación urbana positiva, si la concebimos como la terapéutica para superar una patología producida por la carencia de alternativas y si la encaramos como una acción integral, que debe abordar aspectos sociales, físicos y jurídicos, y no solamente como el otorgamiento de un papelito.1

1. Esta última parte retoma, incluso textualmente, tramos del artículo «Los asentamientos irregulares, entre prevenir y curar», que escribí hace 20 años y que hace diez formó parte del libro Escritos sobre los sin tierra urbanos (con Gustavo González); lo que escribí en una nota al pie hace diez años, diez años después, creo que sigue siendo válido.

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