Dr. Humbert y Mr. Quilty - Semanario Brecha
KUBRICK Y LOLITA

Dr. Humbert y Mr. Quilty

La adaptación cinematográfica de Lolita, dirigida por Stanley Kubrick, cumple 60 años. Es hora de que hagamos más concienzudamente lo que Kubrick hizo con tanta claridad: olvidarnos un rato de Humbert y mirar más detenidamente a Clare Quilty.

Sue Lyon, protagonista de la película Lolita de Kubrick, 1962 FOTOGRAMA DE LA PELÍCULA

La novela de Nabokov se llama Lolita, pero Dolores Haze casi no tiene voz. De las 112.473 palabras1 que componen el libro original, unas escasas 2.121 son pronunciadas por la niña que obsesiona a Humbert. Pero Nabokov era cualquier cosa menos tonto: por algo Lolita se apellida haze (‘niebla’, ‘bruma’) y el nombre Clare Quilty es una especie de homofonía de ‘claramente culpable’.

Nabokov se pasó la vida aclarando un montón de cosas respecto a su magistral novela. Para empezar, que Dolores es una niña de la que los adultos abusan, a la que le arruinan la vida y que de nínfula no tiene nada: lo es, solo, en la mirada enferma de Humbert. La voz, la mirada, la mente… todo en Lolita proviene de Humbert, y aquellos que señalan que lo magistral de la novela es esa ambigüedad entre quién seduce a quién deberían notar (y hacer notar) que eso es justamente lo que busca Humbert: imponer su discurso exculpatorio.

Es un poco misterioso por qué Lolita le interesó a Kubrick. Venía de hacer Espartaco, y las dificultades con esa película habían sido suficientes como para querer meterse en otro lío. Lolita tenía fama de infilmable, no solamente por las dificultades que imponía la materia de la que trataba (la historia del secuestro y el abuso sexual de una niña de 12 años a manos de su padrastro), sino porque su fama se debía al excelente dominio de la palabra de Nabokov. No por nada el tagline de Lolita fue: «How did they ever make a movie of Lolita?» (‘¿Cómo se podría hacer una película con Lolita?’). Tampoco fue casualidad que la respuesta más obvia, después del estreno, fuera «no se puede».

Lolita se había publicado en Francia en 1955 y, contra todas las predicciones, había encontrado un editor estadounidense en 1958. La polémica que rodeó la publicación –y queremos creer que también su excelencia– la mantuvo en el primer puesto de ventas por 56 semanas. Es en medio de este éxito que Kubrick y Harris compran los derechos para realizar la versión cinematográfica. Pagan 150 mil dólares más un porcentaje de las ganancias futuras de la película, pero, al principio, Nabokov no estaba interesado en participar del proyecto («manipular mi propia novela me causaba solo repulsión»2). Sin embargo, la oferta que le hizo Kubrick para que hiciera la adaptación era no solo atractiva desde el punto de vista económico, sino tentadora para esa otra parte de Nabokov, la del obsesivo controlador. Sobre todo porque Kubrick también lo era.

Así las cosas, Nabokov se reúne con el director, charlan, acuerdan qué escenas desarrollarán y el escritor se pone manos a la obra. La reunión va bien: Kubrick parece aceptar todas las condiciones que pone Nabokov y este no tiene problemas en adoptar las indicaciones, de mucha menor importancia, del director. Luego de unos meses y varias reuniones, Nabokov le manda un guion de 400 páginas que Kubrick rechaza alegando que, de filmarse, daría como resultado una película de 7 horas. Nabokov corta escenas, corrige y vuelve a enviar. Pero los comentarios de Kubrick se hacen más esporádicos, hasta cesar casi por completo, al punto de que Nabokov tenía la duda de si Kubrick estaba «serenamente aceptando cualquier cosa que yo hiciera o silenciosamente rechazando todo».3

La duda se zanjaría con el estreno del film: a pesar de que el único crédito como guionista fue para Nabokov, la película recoge apenas un 20 por ciento de lo que escribió. «Mi primera reacción ante la película fue una mezcla de irritación, arrepentimiento y placer reacio. Algunas de las invenciones extrañas (como la escena macabra de ping-pong o el trago entusiasta de whisky escocés en la bañera) me parecieron apropiadas y deliciosas. Otras (como el catre que se derrumba o los volantes del elaborado camisón de Miss Lyon) fueron más dolorosas. La mayoría de las secuencias no eran realmente mejores que las que yo había compuesto con tanto cuidado para Kubrick, y lamenté profundamente la pérdida de mi tiempo mientras admiraba la fortaleza de Kubrick al soportar durante seis meses la evolución del producto inútil que yo le infligía. Pero estaba equivocado. La irritación y el arrepentimiento pronto disminuyeron cuando recordé la inspiración en las colinas, la silla de jardín bajo el jacarandá, el impulso interior, el resplandor, sin los cuales mi tarea no podría haber sido realizada. Me dije que, después de todo, nada se había desperdiciado, que mi guion permanecía intacto en su carpeta y que algún día podría publicarlo, no como una mezquina refutación de una película magnífica, sino como una variante vivaz de una vieja novela».4

Podemos decir que la adaptación de Kubrick soportó el paso del tiempo y, si bien es una película menor en la espléndida filmografía del director, resulta un logro atendible si consideramos las condiciones en las que fue producida. Kubrick consiguió navegar con éxito los requerimientos de los censores sin desvirtuar la trama ni el espíritu del libro (una de las primeras sugerencias fue que al final deslizaran la idea de que Humbert y Lolita estaban, en realidad, casados), pero también algo igual de importante: trasladar en imágenes y a través de un pastiche de tonos y géneros lo que en el libro era pura genialidad literaria.

Luego de la secuencia de créditos en la que una mano adulta masculina pinta las uñas de los pies de una joven, comienza la acción con un asesinato en clave de comedia negra. Una comedia de golpe y porrazo en la que se enfrentan Humbert y Quilty, dos abusadores, uno delirantemente cómico, el otro, patéticamente serio. Es un noir en el que sabemos enseguida quién mató a quién y cómo, pero no sabemos por qué. Antes de matarlo, Humbert intenta que Clare Quilty lea los motivos de su sentencia a muerte, pero el otro está demasiado borracho y demasiado muerto de risa para sumarse a la seriedad de la situación. Quilty es un pornógrafo hedonista; Humbert, un esteta decadente. Ambos abusan de Lolita, uno en nombre del placer, el otro, del amor. Quilty es el doble de Humbert, su sombra, la representación de su paranoia. Kubrick los contrapone en la que es la escena más memorable de la película, en la que se baten el insípido James Mason con el genial Peter Sellers. No hay dudas de quién quedará en la memoria de los espectadores. El misterio de la película no es, entonces, quién mató a Quilty, sino por qué Humbert lo mata. Y para eso se reconstruye en retrospectiva el camino que lleva al abuso y la posterior desaparición de la menor. Poner a Quilty al principio de la película tiene una finalidad precisa: dejar sentado de una vez por todas que Humbert no es solamente un delincuente, sino, además, un hombrecito patético.

La visibilidad de Quilty es una diferencia crucial entre la película y la novela. Si en el papel Quilty es una presencia elusiva pero omnipresente en la entrelínea, los juegos de lenguaje y la referencia oblicua, en la pantalla es una presencia concreta, a la que se conoce desde el primer minuto. Es la primera palabra que se pronuncia. Y la última. ¿Dónde quedó el célebre comienzo de la novela: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía»?

Sin embargo, la aparición de Quilty en la superficie de la pantalla es la materialización de lo que en la novela es lenguaje, referencia y juego mental de Nabokov. Kubrick se sitúa a la par del escritor y, una vez en el cine, enfrentado a la primera escena, el maestro aprueba. Y es que cuando Quilty sale de debajo de la sábana y dice que es Espartaco, cuando insta a Humbert a comportarse como «senadores civilizados» y jugar al ping-pong romano (y no a ser gladiadores que se matan en la arena), Kubrick está probando que él puede ser tan ingenioso, gracioso e inteligente en el cine como Nabokov en las letras. Quilty se burla, imita acentos de vaqueros (Humbert lo está apuntando con un arma), critica su sentencia a muerte, que toma la forma de un poema, toca el piano y propone un musical. Huye de las balas sin parar de hablar, como si fuera una especie de Groucho Marx. Allí están las convenciones del medio, los clichés y su burla. Y eso sin entrar siquiera a la dimensión puramente visual y sonora de la película.

Sin embargo hay, todavía, otra posibilidad que resulta, como Humbert y Quilty, a la vez repulsiva y sugerente. ¿Y si, al igual que sucede en El club de la pelea, Quilty no tuviera una existencia real y fuera solo producto de la mente de Humbert?

1. Cifras aportadas por la ensayista Elena Rakhimova-Sommers.

2. Vladimir Nabokov, introducción a Lolita. A Screenplay. MacGraw-Hill, Nueva York, 1983, pág 7.

3. Ibid., pág 9.4. Ibid., pág 13.

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