40.º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay
40.º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay

La alegría del cine

Sin más restricciones –¡al fin!–, Cinemateca logró desplegar las posibilidades culturales y artísticas que le ofrece su nuevo complejo y se floreó como anfitriona de lujo en el festival más interesante que Uruguay haya visto en mucho tiempo.

Fotograma de Bosco, dirigida por Alicia Cano Difusión

Now look around, it’s beautiful
as far as we can see.

The past has turned
to history and it’s all happening, finally.

Saint Motel

La Montevideo cinéfila despertó. El 40.º festival de Cinemateca demostró –esperemos que de forma definitiva– que todavía hay en esta ciudad un público ansioso por compartir películas de todo el mundo, que quiere descubrirlas y celebrarlas. Gente interesada por las realizaciones uruguayas, y otra que quiere mostrar el trabajo audiovisual que viene haciendo durante años para recibir los aplausos y las críticas correspondientes. Gente con ganas de discutir después de las funciones, de armar y habitar circuitos que sirvan para acompañar sus películas y las de los demás. Cuántos encuentros preciosos, las conversaciones, gran alivio después de estos años terribles.

Muchos factores parecen haber convergido en esa sensación de fiesta corrida que se respiraba en salas y pasillos. El fin de la pandemia, por supuesto. Basta de aforos y protocolos. Una tibia Semana de Turismo en una Ciudad Vieja de luna llena, cerca de un Solís intervenido desde las calles por la puesta de la obra Estudio para la mujer desnuda. Adentro de Cinemateca, el disfrute de curiosear metiendo la nariz en buenos libros, tomar rico café o comer algo al paso; afuera, la chance de terminar la noche en alguno de los muchos bares que pueblan la zona. Pero, sobre todo, la impresionante programación, que congregó a personas de todas las edades y fue lo suficientemente diversa como para interesar y estimular a todo el mundo.

HAY ESPERANZA

Contra el sentido común que parece asumir de forma acrítica que la exhibición de cine como plataforma colectiva de cultura urbana está viviendo un ocaso imposible de remontar, el discurso de apertura que dio Alejandra Trelles, directora artística del festival, frente a un Solís repleto de gente, supo alimentar y predecir ese entusiasmo colectivo: «Claro que también la Cinemateca Uruguaya vive una pulsión de crecimiento […], una pulsión que contraviene la regresión de la exhibición del cine en salas, cada vez más amenazadas como reductos de defensa de las obras diversas y sueltas de las ataduras del mercado». Las condiciones técnicas del nuevo complejo, una comunicación institucional cada vez más afinada y una situación política mundial llena de agobiantes incertidumbres, que revaloriza el lenguaje del cine en tanto discurso informativo contrahegemónico, confabularon para que Montevideo recuperara al menos algo de su tradición mítica en torno al circuito cinematográfico global –aquello de la ciudad que descubrió a Bergman y otros relatos del pasado de los que Cinemateca es indudable protagonista–.

Pero hay algo más, y tiene que ver con la renovación de esa identidad. En los últimos 20 años Uruguay ha venido construyendo, sin prisa pero sin pausa, un nuevo relato de su campo cultural cinematográfico: ha dejado de ser un país que se autodefine solo como un lugar lleno de buenos espectadores o críticos y ha comenzado a redibujarse como un espacio en el que existe, de hecho, una comunidad significativa de realizadores, y en el que es posible dar cuenta de la construcción continua de una cinematografía nacional. Eso tiene que ver con el número de estrenos por año, pero no solamente: también se relaciona, en términos de realización, con la existencia de grupos de personas con intereses similares, que son capaces de conformar corrientes de estilo, plataformas de acción y movimientos generacionales; en términos formativos, con instituciones públicas y privadas que sostengan en el tiempo planes pedagógicos serios, con un anclaje sostenido en los desafíos contemporáneos; en términos críticos, con la existencia de un universo de periodistas y académicos especializados capaces de agrupar, valorizar y acompañar las diferentes producciones. Así, comienza a armarse alrededor del cine un entramado de relaciones que se entretejen para dar paso a nuevos acontecimientos, tanto dentro como fuera de las pantallas. Dejar de pensar que hacer cine en Uruguay es una excepcionalidad y comenzar a habitar con naturalidad dispositivos colectivos de creación artística y pertenencia suponen abandonar de una vez por todas esa especie de esnobismo mesiánico o competitivo que caracterizó al ambiente durante muchos años, para asumir que, en la medida en que nuestro cine crezca y se desarrolle con más películas, más distribución, más exhibición y difusión, habrá más oportunidades para que se convierta en un medio de expresión de calidad, pero también accesible y democrático.

En esa línea, para muestra basta un botón: se exhibieron en el festival una serie de películas uruguayas profundamente diferentes entre sí, pero todas llenaron las salas, despertaron el interés de los espectadores y de los medios, propiciaron el encuentro entre realizadores, técnicos, guionistas y actores, y colorearon el festival con nuevos sentidos. El espíritu colaborativo y celebratorio de los trabajos propios y ajenos se sintió como un excelente augurio hacia el futuro, y resultó hermoso comprobar cómo varias películas uruguayas, aun con sus mermados presupuestos, no tenían nada que envidiarles técnica y conceptualmente a las producciones de otros países.

SOMOS LAS MUJERES DEL MUNDO

Las cartas de las mujeres de la República Española dan testimonio de su sufrimiento durante la guerra civil. Mujeres búlgaras enfrentan el VIH, el lesbianismo, la maternidad. Una niña exploradora se viste como varón en una película de animación francesa. Relaciones conflictivas entre madres, hijas, hermanas. Mujeres canadienses hipersexuales exploran la voracidad de sus cuerpos en un retiro de 26 días. Adolescentes suizas se encuentran en una casa de acogida. Una joven argelinofrancesa sufre los conflictos familiares derivados de un patriarcado añejo. Ana Katz filma, desesperada, una película sobre la alienación. Claire Denis y Juliette Binoche le dan vida a un personaje femenino tan sensual como ambiguo. Mujeres en el Bosco, Italia, son retratadas por la cámara entrañable de Alicia Cano. En Montevideo, Pitoka Pena filma a Delia leyendo sus poemas secretos.

Los feminismos han habilitado una inmensidad de prácticas cinematográficas nuevas, y no solo para las directoras mujeres. Prácticas que abarcan la elección de los temas, pero también las formas y los recursos que se ponen en juego para contar los cuerpos, las transformaciones, los vínculos. Es una ruptura epistemológica global, una explosión de belleza que da cuenta de una contundente transversalidad: por un lado, la memoria histórica y la visibilización de las ancestras; por el otro, las preguntas permanentes acerca de los problemas contemporáneos. Así, la concepción interseccional se encuentra presente en varios materiales. Para muchos de los personajes, la condición de género se combina con la pobreza, la racialización, el mandato de la maternidad, el trabajo no remunerado, la soledad, la heteronorma. Pero, también, como una estrella fugaz que deja una estela entre constelaciones, se desliza por casi todas las películas un hondo contenido celebratorio, la conciencia de un tiempo lleno de fisuras y resquebrajamientos en torno a la representación de la sexualidad, las relaciones de poder, el conocimiento, el lenguaje y el arte. Un vértigo implacable en torno a la implicancia ética de los signos y a la necesidad de cuestionar y reformular sus significados. El cine, memoria fantasmática de su tiempo.

REEDITAR EL RELATO

En varias de las producciones latinoamericanas fue posible registrar como un eje temático la recuperación y la revisión de la memoria reciente, pero desde nuevos dispositivos fílmicos y narrativos. En algunos casos, como en Barajas, del ecuatoriano Javier Izquierdo, el material de archivo resulta una arcilla perfecta para la experimentación, otorgando a las imágenes y los sonidos nuevos sentidos vinculados a una expresión generacional que aborda el tema de las dictaduras y el exilio desde la incertidumbre, el vacío de los silencios impuestos, la reelaboración resignada de ciertas ideas que ya ni siquiera tienen una posición relevante en el sentido común. Otro ejemplo es Narciso em férias, sobre la prisión que sufrió Caetano Veloso a fines de los sesenta. Allí, la opción estilística supone un minimalismo radical de la puesta en escena: la película es nada más y nada menos que una hora y media de entrevista al músico, que habla a cámara y cuenta. Es como si la gran historia importara cada vez menos y la manera de intentar no olvidarla fuera superponer a su alrededor capas de significaciones subjetivas más o menos novedosas, pero siempre dispuestas a establecer discursos que desafíen los lenguajes anquilosados y propicien lecturas complejas.

Del mismo modo, resultó notorio que las preocupaciones en torno al racismo, los discursos xenófobos, los nuevos fundamentalismos y las violencias sistémicas están más vigentes que nunca. Varias producciones europeas presentan sociedades fragmentadas, precarización laboral, destrato institucional y una desazón desoladora en torno a los métodos de justicia. También las infancias y las adolescencias aparecen como las grandes damnificadas de las formas contemporáneas del funcionamiento social. Desgarro, incomprensión y abuso son palabras que podrían utilizarse en la descripción argumental de muchas películas.

Fotograma de Delia

FRONTERAS BARROSAS

En la presentación de la película uruguaya Alter, en el espacio de foro después de la función, un espectador preguntó si lo que había visto estaba guionado y si se trataba de una ficción o un documental. El montajista Guillermo Madeiro le dio una respuesta elocuente: «No importa eso, es una película. Hay gente a la que le gusta decir que un material como este es de no ficción, pero eso es raro porque implica definir una cosa por lo que no es… Todas las películas son películas, y ya está». Desde hace algunos años, la política vigente en Cinemateca y en la mayoría de los festivales del mundo es no diferenciar más entre ficciones y documentales. Lo cierto es que esa hibridación tiene mucho sentido, porque los materiales cada vez más toman formas múltiples e indefinibles en torno a su relación con el mundo histórico o con eso que solemos llamar, de forma incompleta, realidad.

Varios materiales fueron ejemplo de que las fronteras entre los géneros cinematográficos están todas contaminadas y que eso está buenísimo. Películas con no actores, diálogos improvisados, materiales en los que es casi imposible determinar dónde empieza y dónde termina la puesta en escena: aunque el cine siempre ha sido producto de una mezcla irreverente de elementos y recursos, es notorio que la conciencia en torno a esa condición ha permeado el lenguaje de manera definitiva. Fue muy interesante y disfrutable, durante el festival, asistir a esos cruces impuros entre tonos diferentes, sorpresas estilísticas y expectativas frustradas, muchas veces tan censurados en el mundo del mainstream.

Así que la Ciudad Vieja fue una fiesta y los aprendizajes de estas semanas dejarán huella en quienes estábamos allí, atentos a recibir y tratar de guardar en el pensamiento esa contracorriente de información y hermosura que la Cinemateca nos trajo este otoño en forma de festival de cine. Imágenes que abrazan, ciertas miradas otras, música que hace llorar y las manos blancas de Ennio Morricone dirigiendo en el aire una orquesta de sueños.

Lanzamiento del Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay Cinemateca Uruguaya, Teatro Solís / Cinemateca

Algunos títulos del festival

Uso y recomiendo

  1. La chica y la araña (Das Mädchen und die Spinne). Ramon Zürcher y Silvan Zürcher.

Quienes no gusten del cine de David Lynch porque o «no pasa nada» o «no se entiende» no deberían ni acercarse a esta película; extrañísimo abordaje a lo que sería una mudanza en dos apartamentos, y que supone una mezcla entre la elegancia de Wong Kar-wai y los caóticos cuadros familiares incestuosos de Lucrecia Martel. Así, un sinfín de personajes, principalmente femeninos, conversan y se entrecruzan en el interior de los espacios de forma caótica, se seducen y observan de forma lasciva, se hieren gratuitamente. Sin una anécdota ni un conflicto claros, sin referencias de quiénes, cómo o por qué, la audiencia se ve envuelta por una trama singularmente onírica, enigmática e inquietante, en la que los niños y los adultos confluyen, un perro roba esponjas, una vecina secuestra a un gato, un triángulo amoroso se convierte en dodecaedro, un herpes se contagia, una araña es acariciada y los personajes mienten de manera compulsiva. Puede no entenderse nada –es parte de la gracia–, pero se trata de una de las propuestas más originales y logradas de la programación.

  1. Médico de noche (Médecin de nuit). Élie Wajeman.

El protagonista –interpretado notablemente por Vincent Macaigne– trabaja en guardias nocturnas y es acertadamente bautizado por un paciente como «el santo de los adictos». Dispensándoles un trato atento y humano, parece tener una vocación auténtica por internarse en los rincones más deprimidos y marginalizados de la sociedad. Pero, ya iniciada la película, está envuelto en una gran trampa moral, vinculándose con peligrosos dealers, en un negocio turbio de fármacos recetados por él que terminan vendiéndose en el mercado negro. Por si fuera poco, el personaje vive intensos e incomprensibles enredos emocionales con su esposa y su amante, que lo conducen –a él y a la audiencia– a picos de estrés y tensión. Se establece una interesante comparación entre su adrenalinofilia y la adicción a los psicofármacos de sus pacientes, en una atractiva atmósfera de film noir, en la que es bosquejado un collage del underground parisino.

  1. El perro que no calla. Ana Katz.

Una de las más sólidas realizadoras argentinas de la actualidad regresa con su habitual humor negro, su buen oído para los diálogos y su acierto al plasmar situaciones absurdas y al mismo tiempo elocuentes respecto a ciertas contradicciones y prejuicios imperantes en las clases medias. Filmada en blanco y negro y utilizando a su hermano Daniel Katz como protagonista absoluto, la directora se aboca esta vez a una película río, de esas que recorren varias etapas de la vida de una persona, esbozando el perfil de un muchacho apacible pero inquieto que intenta acomodarse –no sin grandes dificultades– a sucesivos problemas vitales que se le presentan, incluida una extrañísima pandemia. Un cine que entretiene, desconcierta y obliga a pensar.

  1. Al abordaje (A l’abordage!). Guillaume Brac.

Los directores de comedia de todo el mundo deberían ver esta película y tomar nota. No solo es hermosa por donde se la mire, sino que además está empapada de sutilezas, con personajes complejos, conflictos más bien internos y un realismo avasallante. Un muchacho decide hacer una movida arriesgada y poco recomendable: luego de haber salido dos veces con una chica, viaja sin aviso para visitarla y sorprenderla en la localidad en la que ella pasa las vacaciones. En su trayecto lo sigue un amigo, además de un tercer acompañante accidental. Con una impronta fresca y casual, ellos serán el motor para una sucesión de encuentros, riñas y encontronazos. Una película como para ver varias veces, con una impronta deudora de Éric Rohmer, pero que adquiere, sin embargo, un vuelo y una identidad muy propias.

  1. Calamity. Rémi Chayé.

Una propuesta disfrutable por igual para todos los miembros de la familia. El cine de animación francés en los últimos años viene descollando, y este seguramente sea el mejor título de la Competencia de Cine Infantil y Juvenil. Lograda con un llamativo estilo tradicional y en 2D –con dibujos que recuerdan a pinturas impresionistas–, la acción recrea las aventuras (ficticias) de la infancia de Calamity Jane, todo un ícono del lejano Oeste estadounidense y una mujer que supo imponerse en un mundo dominado por hombres. Se trata de una historia clásica y fresca, ambientada en plena fiebre del oro y conquista del Oeste, en la que se impone con desenfado una protagonista indomable y su encuentro con secundarios cuestionables, quienes escapan de manera notable a los estereotipos. Un gran acierto es la aproximación a la vida de los ladrones y embaucadores como una forma de supervivencia; se coloca al espectador en un lugar en el que es capaz de vivirlo y hasta entenderlo.

  1. Instructions for Survival. Yana Ugrekhelidze.

En Georgia, ser transexual es interpretado por grandes sectores de la sociedad como un insulto intolerable. Así, muchas personas suelen vivir escondidas, con temor a ser violentadas no solo por la población civil, sino por parte de las autoridades y hasta ciertas figuras políticas. Este documental supone una aproximación cotidiana a un chico transexual y su pareja, sus dificultades en el día a día y los inmensos problemas que atravesaron en el pasado, entre ellos, el desprecio y la discriminación por buena parte de sus familiares y amigos. Quizás el título pueda resultar un poco engañoso, ya que lleva a pensar en un abordaje del conflicto y de las vías de supervivencia de la muy soterrada comunidad transgénero en Giorgia, pero aun así la película supone una aproximación interesante y reveladora que propone, con entrañable humanismo, una acertada denuncia a una idiosincrasia particularmente retrógrada.

  1. A Night of Knowing Nothing. Payal Kapadia.

Una suerte de documental experimental, de imágenes granuladas y mayoritariamente en blanco y negro, que es una denuncia política y un relato epistolar. Utilizando como eje narrativo una caja de cartas, recortes de diarios, dibujos y otros recuerdos, se relata la experiencia de una estudiante de cine del Film and Television Institute of India, durante los alzamientos revolucionarios estudiantiles anticasta, en su choque con las políticas del gobierno nacionalista y religioso de Ram Nath Kovind. Las cartas, firmadas únicamente con la letra L, provienen de una muchacha dalit y hablan de su historia de amor con un chico de otra casta, una relación no consentida para la India nacionalista. La directora, Payal Kapadia, estudió en ese mismo instituto estatal, por lo que el relato recoge su propia experiencia desde el epicentro de las manifestaciones.

  1. Utama. Alejandro Loayza Grisi.

Coproducción uruguayo-boliviana, esta película se ambienta en el desértico altiplano boliviano, donde pequeñas comunidades quechuas subsisten a duras penas. Como resultado del calentamiento global, las sequías son cada vez más frecuentes y extensas. En una pequeña vivienda, una pareja de ancianos atraviesa sus últimos momentos de vida junto a su único sustento: su rebaño de llamas. Pero la labor diaria de alimentarlas y obtener agua se ha vuelto más ardua, con el agravamiento del peso de los años en su estado físico. En este contexto de deterioro y dificultades, su nieto llega de la ciudad a visitarlos, observa con preocupación el estado de cosas y se dispone a ayudarlos y proponerles una alternativa. Hay unas cuantas similitudes con la película peruana Wiñaypacha, pero aquí la cercanía con los personajes es mayor; se logra una gran empatía y el relato transmite el rechazo de los protagonistas por la civilización, así como su raigambre incondicional a su tierra y sus formas de vida.

  1. Un héroe. Asghar Farhadi.

Podríamos decir, a grandes rasgos, que el laureado director iraní Farhadi viene filmando desde hace años el mismo tipo de películas: dramas recargados en los que un grupo de personajes se ven abrumados por un círculo vicioso de conflictos. Pero lo cierto es que nadie parece hacerlo tan bien como él: una dirección de actores insuperable y una gran capacidad de sugerencia llevan a que sus historias adquieran una profundidad conceptual admirable. En este caso, una buena acción de un preso en su libertad condicional propicia una impensable tragedia, así como un sinfín de reflexiones en torno al sistema penal iraní, las injusticias de género, la opinión pública, las responsabilidades parentales y la explotación mediática de las discapacidades. Por si fuera poco, con personajes memorables y dotados de una notable densidad psicológica y emocional.

Diego Faraone

  1. La línea (La ligne). Ursula Meier.

Un melodrama feroz que explora la relación entre una madre pianista y sus tres hijas, especialmente con una de ellas, que, en medio de un ataque de ira, la tira contra el piano y le provoca un accidente que la deja sorda de un oído. Por una orden judicial, esa hija ya no puede acercarse a la casa y tiene que mantener una distancia de 100 metros con la familia; para obligarla a cumplir la sanción, su hermana menor dibuja en el jardín una línea azul que funciona como metáfora de los límites, de la dificultad de guardar distancia en un vínculo que se encuentra teñido de competencia, perversión y dependencia emocional. La intensidad de los vínculos le imprime a la película un ritmo vertiginoso, y el tono tragicómico otorga una inmensa ambigüedad a todos los personajes, nunca exentos de inseguridad y ternura. Los encuadres de Meier están repletos de intencionalidad y explotan al máximo la fragmentación y la repetición de los mismos espacios significativos: el interior de la casa, el montículo del jardín, las vías del tren, las carreteras.

  1. Delia. Victoria Pitoka Pena.

En un gesto inaugural dentro del cine uruguayo de derechos humanos, la directora elige contar la historia de Delia, esposa de Jorge Mazzarovich, militante comunista que fue preso político de la dictadura durante 11 años. Pena renuncia de forma consciente a los relatos heroicos de la izquierda uruguaya para poner el foco en las consecuencias de la opresión patriarcal, y retrata la cotidianeidad de una mujer que, aunque fue esposa de un revolucionario, tuvo que responder a esquemas de poder conservadores dentro de la familia que formó con él, cumpliendo mandatos de género que condicionaron su vida. El material tiene un viso clásico porque se centra en la develación cinematográfica de un secreto: qué es lo que cuentan los poemas que Delia escribió en el pasado, sin que nadie supiera de su existencia. Los textos muestran su tristeza y soledad, la frustración de sus expectativas, las consecuencias del trabajo de cuidados que tuvo que llevar adelante, en silencio, durante años y años. Esta película supone un logro muy significativo para los feminismos uruguayos. Su delicadeza, sensibilidad y compromiso la convierten en una denuncia fílmica sumamente necesaria, cuyo reclamo intergeneracional se sostiene con una irrebatible contundencia estética y política.

  1. Ariaferma. Leonardo di Costanzo.

Fábula humanista, profundamente conmovedora. Una prisión italiana va a ser desalojada y todos los presos serán trasladados. Aunque no todos: 12 de ellos tendrán que quedarse allí, junto a un grupo de guardias, hasta nuevo aviso. Esa premisa da lugar a ciertos cambios en las relaciones entre los hombres; a la manera de Buñuel, el orden social que reina en la cárcel comienza a alterarse de forma significativa hasta que los límites se desdibujan y el entrevero afloja los códigos de relacionamiento, subvierte los prejuicios y los estereotipos, genera distensiones inesperadas. Ariaferma también juega con lo que nosotros, espectadores de películas de cárcel acostumbrados a Hollywood, esperamos de ella: desarma nuestra idea preconcebida de violencia para revelarla, manosearla, convertirla en otra cosa. Una película muy inteligente y muy italiana, con un final memorable entre Toni Servillo y Silvio Orlando, uno de esos diálogos increíbles que los tanos resuelven como nadie.

Soledad Castro Lazaroff

 

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