Ha muerto Quino y, claro, todo se agolpa: las despedidas, los homenajes, los ditirambos, los recuerdos, los juicios rimbombantes, la cursilería, las discusiones bobas (la mejor: el enojo recurrente con quienes lo llaman «el padre de Mafalda», cuando todos sabemos que el padre de Mafalda era aquel que se preocupaba porque su Citroën 2CV hacía un ruido: tiqui, tiqui, tiqui). Sin embargo, con todo lo desmedidos que pueden ser los juicios al momento de la muerte, a nadie le temblaría el pulso al escribir que la obra de Quino es ya un clásico. Clásico en la medida en que logra hablarle a una generación de lectores tras otra y resultar siempre nuevo y relevante. O, como diría Italo Calvino, clásico en tanto libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Clásico, también, por ser materi...
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