A la memoria de Jean Louis Comolli (1941-2022) - Semanario Brecha
A la memoria de Jean Louis Comolli (1941-2022)

La experiencia ha sido provechosa, señor

Realizador, crítico, profesor e investigador, Jean Louis Comolli es una figura clave del cine contemporáneo. Colaborador central de la revista Cahiers du Cinema, escribió numerosos textos teóricos sobre las problemáticas del documental: Filmar para ver, Ver y poder, Cuerpo y cuadro (Cine, ética y política). Murió en París el 19 de mayo, a los 80 años.

Cuadernos de cine documental. UNIVERSIDAD DEL LITORAL

1.

El rostro extasiante, único, de Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo, el de Hanna Schygulla en cualquier Fassbinder, el de Luisina Brando en Boquitas pintadas, el de Mónica Vitti en todos los Antonioni. Esos y tantos otros de los que supe enamorarme eran, sí, rostros, pero, antes que nada, eran rostros filmados.

Tempranamente entendí que el proceso de enfocar la realidad era más importante que la cosa figurada y que lo que cobraba valor en el cine era esa zona abierta e intermedia que nos permite estar entre la vida real y la imaginaria al mismo tiempo. Alguien, ya desde adolescente y casi desde el principio mismo, me hizo entender que esos rostros habían sido fabricados, que en el cine esa construcción se llama puesta en escena y que, lejos de relacionarse con los hechos, solo puede pensarse en términos de formas: pronto desvelamiento de un secreto que podría no haberme sido revelado. Fatalidad y descubrimiento: de eso, entonces, tenía que ocuparme para enamorar y quedar preso de los destellos del amor. Decir esto, hoy, quizá no contenga nada relevante, pero en aquel entonces, principios de los ochenta, en un cine como el argentino, que rara vez podía salir del registro mismo de las cosas adquiridas, dominantes, completamente anquilosado y ganado por el realismo más primitivo, las temáticas trascendentes y una completa desatención por las formas, me significó descubrir muy rápido el cauce por donde había que aprender a navegar.

2.

A veces, en la vida aparece una chance que, sin saber por qué, uno intuye que no debe dejarse pasar. Todo aquel que ha tenido la fortuna de que el cine entrara en su vida y que pronto comprendió que sería a ese arte al que se consagraría ha advertido, en esos rostros, pero también en los objetos y en los paisajes que el cine supo filmar, una vida imaginaria que lo rescata. Esa nueva existencia se presenta de la mano de una revelación muy profunda: la aproximación al cine como arte plástica y de los sonidos (no solo de los diálogos en tanto vectores de sentido) se basa en que, en él, las texturas, las materias, las luces, los ritmos, las velocidades y las armonías cuentan tanto o más que muchos de los parámetros lingüísticos y son mucho más elocuentes que cualquier dispositivo discursivo o dramático.

Llegado al punto de poder pensar a partir de cierta experiencia propia, uno podría precisar ciertas pedagogías que le han sido esenciales sobre las maneras en que algunas confluencias traman caminos en la conciencia de alguien que, a partir de allí, ya nunca será el mismo. Esos encuentros parecen condensar todo lo que uno deberá desplegar de ese misterio cuyas primeras reglas acaban de revelársele: es el vínculo con la moral de las formas, que, como uno comprende a partir de allí, puede llevar años, toda una vida de trabajo o no producirse jamás. Imposible saberlo. Pero lo que allí despunta es la adquisición de un pensamiento y un gesto sobre el cine que ya no nos abandonará. Sentimiento de protección, certeza de que nunca nadie nos podrá quitar esa experiencia.

Lo que acontece de una manera decisiva en la vida adolescente: películas que nos han marcado a fuego y que serán esenciales en la configuración de nuestra relación con el mundo. Cada uno las llevará, muy a su manera, a todos lados, aunque no sean, después, las que más amemos. Esos encuentros son únicos, imprevisibles y profundamente perturbadores, como si esas películas nos hubieran estado esperando y supieran algo de nuestra relación con ese mundo. Esa emoción marca el encuentro verdadero con las cosas que a uno le interesan. Ya nada podrá reemplazarla.

3.

Eso mismo fue lo que supe recoger en los textos de Jean Louis Comolli. Al principio, me contentaba con aceptar el golpe e intentar asimilar el asombro que me producían. Esa conmoción por aquello que creía no entender y que, paradójicamente, era lo mismo que me instaba a seguir: lo que falta, lo que no se comprende, lo que no encuentra sentido tan rápidamente y propone su propio tiempo de procesamiento. Ya vendrá la etapa de la elucidación, decía Comolli, pero para quedarse hasta el fin de nuestras vidas. Esos, sus textos, un poco como toda gran película, trabajan de modo asordinado: su onda expansiva se extiende, a veces muy lentamente, pero inexorable.

Los textos de Comolli me significaron, siempre, la idea poderosa de que escribir sobre cine era, ya, una manera de hacer películas. Comolli era alguien que creía en la transmisión de las cosas de una manera casi militante: devolvernos, tal vez, la experiencia que se puede tener sobre la vida de la gente. Esos escritos se hicieron cargo de mí como si acudieran en el momento justo, como siempre sucede con los encuentros verdaderos, que van más allá de las opiniones y los acuerdos, porque su valor está, antes que nada, en el gesto mismo de la transmisión. Como pasa con los amigos, las opiniones valen menos que los gestos que los vinculan. Ese fue, ese es, aún hoy, el sentimiento sobre los escritos de Comolli: la conciencia súbita acerca de la aparición de un mundo al que había empezado a pertenecer, el del trabajo sobre las formas que tan difíciles de precisar se han vuelto hoy, ganadas por el lastre de la información y la comunicación.

4.

La pregunta de Comolli, creo que hasta el final, fue: ¿qué supone hoy en día y en el paisaje audiovisual que tenemos por delante tener la necesidad de una imagen? ¿Qué implica hoy esa necesidad frente al individualismo, la pesadilla de lo específico televisivo en el que ninguna humanidad parece penetrar y en el que pobres anónimos, humillados y felices de serlo desfilan incesantemente? Redoblemos la apuesta: ¿qué espera un individuo de las imágenes y los sonidos que hace frente a lo que el mundo, transformado en un gran comercial, se propone hacer con ellas, imágenes que sirven para esconder otras y nunca permiten abrir puertas para conectar con otras? ¿Qué hacer, entonces, con las imágenes cuando la tendencia es consumirlas y usarlas únicamente para fines comerciales?

La contestación de Comolli podría haber sido, se me ocurre, volver a poner la experiencia en el centro del problema contra la información que parece haberla reemplazado. Frente a imágenes que trabajan por sí solas y en el vacío, devolverles el entorno. Volver a anudar, a reunir: el cuerpo con la palabra, la palabra y la duración, el cuerpo y el tiempo. Reponer nuestra relación con los otros y con el resto del mundo: eso es lo que el cine es capaz de hacer, y solo se hace cine para eso. Enfrentar denodadamente, una y otra vez y hasta el cansancio, a nuestros enemigos en la batalla por las imágenes. Desafiar el gran papel de la publicidad y los medios, que nos han habituado a no ver más que un personaje solo o un cuerpo por vez, un individuo consumidor, apresurado, impaciente, febril y drogado –ya que el capital se mueve mejor con lo que es reducido a partículas: individuos aislados en un no entorno (tal vez un poco de cielo, a veces un árbol; de máxima, alguna otra persona siempre en un rol secundario; nunca mucho más)–. Por lo tanto, la cuestión de reintegrar el entorno se vuelve crucial, mucho más hoy, que, en medio de guerras genocidas, exterminios masivos y destrucciones gigantescas de ecosistemas, no sabemos qué espacio habitaremos dentro de muy poco.

5.

Con Comolli: los cineastas necesitamos, para ver y oír mejor, el gesto del otro, su presencia. Por eso el cine sigue siendo una cuestión de cuerpos, de posturas, de gestos, de apariencias, de relaciones. Solo el tiempo terminará por decir si esa, la suya, es la historia de un fracaso o si ese es un fracaso tan poderoso que todavía vale la pena el esfuerzo por seguir adelante.

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