El domingo se conocieron las caras que nos encontraremos en pancartas y pantallas los próximos meses. Pero las elecciones internas se definieron en un proceso largo en el que jugaron las billeteras, las encuestas y las disputas sectoriales. Un ejemplo: el Partido Independiente (PI) salió noveno, detrás no sólo de los partidos grandes, sino también de la Unidad Popular, el Peri y el anticleptocorporatocrático Gustavo Salle (Verde Animalista). Si bien el PI no tenía competencia interna y el desempeño del domingo no es una predicción para octubre, fue un resultado catastrófico para un partido que se propone ser “el fiel de la balanza”. Pero la catástrofe no sucedió el domingo. La alianza construida a partir del PI fue insólitamente dinamitada cuando Selva Andreoli afirmó que no votaría a la derecha en el balotaje, forzando a Pablo Mieres a poner de manifiesto su definición de sumarse a ese bloque. Esto hizo desaparecer a La Alternativa y dejó, sin comerla ni beberla, a Fernando Amado sin partido. No es fácil ser de centro.
Otro ejemplo: durante la campaña, el espacio más dinámico de competencia política fue la ultraderecha, es decir, quién sería el Bolsonaro uruguayo, quién podía ofrecer más mano dura para calmar la sed de sangre de una parte del electorado que no se sabe de qué tamaño es, pero los linchamientos, los grupos de vecinos en alerta y la manija mediática hacen pensar que es grande. Picó primero Edgardo Novick con sus millones, reunificando lentamente el pachequismo (disperso por el retiro de Pedro Bordaberry) luego de su respetable segundo puesto en las municipales de 2015. Después apareció Jorge Larrañaga, que durante 2018 surfeó la ola de los 400 mil firmantes que pedían allanamientos nocturnos y cadena perpetua. Aparecieron también dos candidaturas de derecha cristiana, Verónica Alonso y Carlos Iafigliola, que no lograron despuntar. Julio María Sanguinetti entró al ruedo y provocó un retorno de muchos dirigentes pachequistas al Partido Colorado (PC). Entre los eslóganes de quienes lo apoyaron se destacó el de “mano dura y plomo” y un implícito “licencia para matar” en el destaque del 007 en la lista James Bond del ex fiscal Zubía. Pero quien se llevó el premio fue Guido Manini Ríos. Después de insubordinarse al criticar al Poder Ejecutivo siendo comandante del Ejército, defender a Gavazzo, recibir apoyos de la oposición y nuclear alrededor suyo a las minúsculas pero entusiastas organizaciones fascistas, lanzó su candidatura, cosechando casi 47 mil votos. La represión y el orden eligieron, después de más de un año de disputa, su portaestandarte.
¿CENTRO DIJO? Paralelamente, quienes disputaban la derecha dura en los partidos tradicionales (Larrañaga y Sanguinetti) competían contra candidatos que cultivaban un perfil “centrista” (Luis Lacalle Pou y Ernesto Talvi). Los “centristas” ganaron con luz. Pero plantear las cosas de esta manera es tremendamente superficial. Hasta hace poco, era convencionalmente aceptado que el sector de Larrañaga era el centrista y el herrerismo, el ala derecha del Partido Nacional, pero ninguno de los dos ha cambiado sustancialmente en sus posturas o su elenco. Lo mismo en el PC: en los noventa, la 15 de Batlle no sólo era neoliberal, sino que también cobijaba a personajes como Daniel García Pintos, y Sanguinetti era el centrista que se aliaba con Batalla y defendía a las empresas públicas.
Talvi es el pichón de Ramón Díaz (formado en el “gabinete empresarial” de Pacheco, fundador de Búsqueda, presidente del Banco Central nombrado por Luis Alberto Lacalle Herrera, presidente de la Sociedad de Mont Pelerin) y con Jorge Batlle (fundidor del país y ajustador brutal) son los dos neoliberales más radicales que tuvo Uruguay desde los sesenta. Lacalle Pou es el heredero de uno de los grandes clanes oligárquicos y reaccionarios de este país, y está rodeado de intelectuales y técnicos del riñón del neoliberalismo uruguayo. Y habla, sin pudor, de “shock de austeridad”. Es notable lo fácil que les es parecer moderados con cancherismo, lenguaje modernizador y colorcitos. Aunque por suerte el marketing y la guita no lo pueden todo. De lo contrario, tendríamos a uno de los grandes partidos uruguayos comprado por la plata de un dudoso oligarca ruso.
La cuestión es que la derecha es las dos cosas: ajuste y represión. Menos derechos y palo al que reclama. Pauperización y palo al que se rebusca. Sed de sangre y ganancia. No se bajan sueldos, se aumenta la edad jubilatoria, se eliminan políticas públicas sin gente en la calle, y la represión y la amenaza de represión son una buena manera de sacar a la gente de la calle. Por algo Lacalle Pou ya anunció que intentará una coalición multicolor que incluya al Partido Colorado, el Partido de la Gente, el Partido Independiente y Cabildo Abierto.
IZQUIERDA Y DESILUSIÓN. Contra esa coalición se enfrentará un Frente Amplio (FA) con Daniel Martínez como candidato. El domingo fue un día más importante de lo que parece para la historia del FA. Desde por lo menos 2005, cuando Danilo Astori se hizo cargo de la economía mientras José Mujica comandaba la mayor cantidad de votos, la interna frenteamplista se configuró como una disputa entre mujiquistas y astoristas, arbitrada por Tabaré Vázquez. Ese esquema terminó. Hablar simplemente de “renovación” como si esto implicara sólo la sustitución de los viejos dirigentes por nuevos no termina de dar cuenta de la profundidad de lo que está ocurriendo. El FA, gane o pierda, está comenzando a reorganizar las líneas de su disputa interna.
Tres de los cuatro candidatos –Martínez, Carolina Cosse y Mario Bergara– representaron a la orientación tecnocrática, optimista tecnológica y empresista que caracteriza especialmente al segundo gobierno de Vázquez. Óscar Andrade, en cambio, se paró desde un discurso netamente de izquierda reclamando un mayor vínculo con los movimientos sociales. Hilando más fino, la disputa ideológica en el FA es más compleja. A modo de ejemplo: entre quienes apoyaron al candidato ganador hay posturas como la del Partido Socialista donde hoy predomina el ala izquierda, y la de Casa Grande, que ha tenido posturas críticas con el gobierno. Seguramente algo parecido pueda decirse de una parte de los apoyos de Cosse. Si vamos más profundo, a las bases, es claro que una mayoría de la militancia tiene serios reparos con el rumbo que ha tomado el gobierno, y que la gestión, la tecnología, el emprendedurismo y las iniciativas Ppp (participación público-privada) no los movilizan. El FA es una olla a presión de discusiones políticas nunca saldadas. En esas discusiones, la izquierda y las bases frenteamplistas nunca lograron presentar una postura articulada que alineara tras de sí a todos los que quieren terminar con la impunidad militar, impulsar en serio el sector cooperativo, levantar la agenda de los movimientos sociales, dejar de firmar tratados comerciales draconianos y de crear zonas francas, especialmente para las multinacionales. Si se articulara, quizás sería mayoría. Pero no es.
Martínez prepara una campaña en la que va a llamar a grandes acuerdos nacionales, es decir, acuerdos con la derecha. No es el único en el FA que piensa de esta manera. Hace tiempo Mujica viene hablando de unidad nacional. Quizás teman que un escenario de polarización beneficie a la derecha. Quizás quieran calmar las aguas para evitar la intensificación del conflicto social. Esta puede ser una estrategia plausible, pero, a pesar de ser conservadora, es sumamente riesgosa. ¿Cómo hacer campaña contra la política de ajuste de la derecha si hay quienes dentro de la coalición admiten que hay que subir la edad jubilatoria? ¿Cómo responder a la retórica represiva cuando desde el gobierno se la alimenta? ¿Cómo responder a la reforma educativa neoliberal que propone Eduy 21 si el candidato le hace guiños?
Ajuste y represión, pero menos. No es algo que produzca el tipo de energía política necesaria para revertir la situación. Entiendo que menos ajuste y represión es mejor que más ajuste y represión. También entiendo que permitir algunas contralógicas manteniendo cierta protección social –mientras se recorre lentamente el camino de la transformación neoliberal de la sociedad– es mejor que hacerlo rápidamente, a sangre y fuego. Las concesiones tácticas pueden aceptarse, las alianzas con actores conservadores concretos pueden entenderse y los discursos desdibujados pueden pasarse por alto, pero una vez que la resignación se asienta, sus efectos, aunque silenciosos, son grandes. Porque el sujeto que deja de creer en la transformación no pasa a votar lo mismo, pero con menos entusiasmo, sino que se mueve hacia la derecha o el nihilismo. Cada militante desmotivado son cientos de votos perdidos. Y, peor, los militantes que aun motivados asumen como propio el discurso tecnocrático que viene de arriba y empiezan a hablar de emprendedurismo, Ppp y apertura comercial terminan plantando las semillas ideológicas que después cosecha la derecha.
Y es cierto que la responsabilidad de no ser un desilusionado que por despecho se hace de derecha, de no dejar de militar y de no dejarse permear por el discurso neoliberal es responsabilidad de cada sujeto, pero qué difícil se lo hacen. El problema del corrimiento al centro es que, en una situación de hegemonía capitalista y neoliberal, uno nunca se corre lo suficiente. El centro nunca se alcanza. El corrimiento al centro de la izquierda ya lleva como treinta años, y no parece que vaya a detenerse.
ESTO DE LA PARTICIPACIÓN. Se impuso la lucha por el centro. Un centro que es una gran ficción y sin embargo una realidad palpable. Extrañamente, aunque se supone que el electorado está allí, la propuesta política del extremo centro, representada por el PI, colapsa. La derecha, que está muy lejos de tener una propuesta moderada, se camufla como centrista. Y la izquierda, un poco por no tener confianza en su capacidad de transformación y un poco por no tener confianza en que la gente quiera transformaciones, también. ¿Pero qué es el centro?
Durante la tardecita del domingo, antes de que terminara la veda, los comentaristas no podían hablar de la información que les estaba llegando. Entonces repetían hasta el cansancio el único dato que era público: el bajo nivel de participación. Se especuló sobre las razones, quizás el clima o el descreimiento en la democracia. Se discutió si las internas debían ser obligatorias. La participación finalmente no fue más baja que en las internas anteriores, y cuando empezaron a caer los datos de ganadores y perdedores el tema fue rápidamente olvidado, pero merece pensarlo un poco. La baja votación habla de un problema que todos vemos, pero hacemos de cuenta que no está: poca gente siente que tiene realmente el derecho o la capacidad de tomar por sí misma las riendas del país. Las estructuras militantes están débiles, la desesperanza en el cambio campea, el pensamiento de la democracia como delegación es el que prevalece.
El espectáculo de las trasmisiones televisivas es una buena muestra de esto. Estudios futuristas, cifras, suspenso. El votante es un espectador pasivo, que ve, como en un reality show, las peleas de los personajes y vota para que alguno pase de fase. El militante nunca es protagonista de esa narración. La posibilidad de que alguien se organice para cambiar algo no aparece, las opciones a elegir aparecen como dadas. Sólo se habla del tema del momento y sólo se repiten hasta el hartazgo dos o tres frases hechas que nunca se entiende bien de dónde salieron. Se dan discusiones apasionadas sobre temas irrelevantes, como si se conformó rápido la fórmula o si fulano o mengano “salen fortalecidos”.
El espectador de este espectáculo está un poco confundido y un poco indignado. Es desconfiado de lo que dicen los medios, pero sin medios para buscar otra información. Tiene miedo y no sabe bien de qué. A veces quiere que se vaya todo a la mierda. No les cree a los políticos. A veces repite textualmente lo que dice algún operador, pensando que es su propia opinión. Puede estar informado sobre una serie de temas, pero no se imagina haciendo nada al respecto de ninguno de ellos. No cree que nada vaya a cambiar, pero qué bueno que estaría. Tiene posturas completamente estándar pero condimentadas con todo tipo de fantasías conspiratorias. El centro interpela a este tipo de sujetos, e intenta impresionarlos con eslóganes, declaraciones vacías pero eficaces y una cuidadosa selección de corbatas.
¡Pero cuánto más podría hacer ese mismo sujeto! Y cuánto más de hecho hace, juntándose, discutiendo, armando alguna iniciativa copada, no siendo un buchón ni un amargo, fantaseando, poniendo el hombro en alguna cosa, desafiando a la paranoia, parándole el carro a algún facho incorrecto, y hasta queriendo hacer algo, aunque todavía no sepa qué. Aunque no lo crea, ese sujeto, que quizás está leyendo ahora, es el único que puede hacer algo para que las cosas no sigan como están. Y tiene toda la capacidad de hacerlo. Las elecciones son un momento tan bueno o tan malo como cualquier otro para pensar en eso.