Cuando se cumplían 30 años de los sucesos del 68, un encuentro ocasional con Hoenir Sarthou llevó a que escribiéramos acerca de ellos y la manera en cómo incidieron en la historia de nuestro país. De alguna forma era un contrapunto entre dos generaciones. Pese a no ser mucha la edad que nos separa, definidamente pertenecíamos a dos generaciones, entre las cuales median quince años. En ese ejercicio procurábamos encontrar nexos, continuidades, rasgos comunes y diferenciados en ambas experiencias. Curiosamente, Hoenir tituló su artículo con una pregunta: «¿Existió una generación del 83?». Por mi parte, el mío llevaba por título: «La gran ilusión», aludiendo al filme de Jean Renoir La grande illusion, rodado en 1937, cuando el fascismo, progresivamente, se expandía por Europa destruyendo una por una todas las conquistas logradas por los trabajadores a lo largo de dos décadas. La historia se basa en la peripecia, los diálogos y las ilusiones de un grupo de franceses, prisioneros en un campo de concentración alemán durante la Primera Guerra Mundial.
Detrás de una fachada de rigor y desesperanza, la película alienta la gran ilusión que justifica su título. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Alemania, inmediatamente prohibió su difusión y la declaró enemiga cinematográfica número uno del «nuevo orden».
A dos décadas de aquella nota, teniendo en cuenta la distancia entre nuestras utopías de aquel 68 y la configuración del mundo actual, estuve tentado de cambiar el título y remitirme a Balzac, denominándola «Las ilusiones perdidas». Pero eso no sería correcto, ni siquiera riguroso, si se tiene en cuenta una mirada larga y si somos capaces de visualizar los movimientos de péndulo que registra la historia.
La insurrección generalizada en el mundo que preludiaron los estudiantes de la Universidad de Nanterre fue, a mi entender, una gigantesca revolución cultural que denunció en Europa a la sociedad de consumo y a los regímenes burocráticos del Este. Su amplificación a lo largo del mundo no tuvo las características de lo global, sino de lo universal. La globalización privilegia lo imitativo, abole lo específico y diferenciado. La universalidad de un movimiento procede a través de la interrelación entre los procesos, preservando sus componentes vernáculos.
Así, la difusión del mayo francés operó en simultaneidad con otros movimientos similares que se procesaron en Occidente en dos grandes escenarios: los países del llamado Primer Mundo y la geografía social del Tercer Mundo. Si en el escenario europeo y estadounidense (que tampoco fue ajeno al fenómeno) el énfasis del movimiento se puso en la sociedad de consumo; en América Latina la bandera que levantaron los insurgentes fue la del socialismo y la libertad.
Sin embargo, la expresión política de esa insurrección, que está profundamente ligada a las luchas y la tragedia de los años venideros, poco tuvo que ver con el espíritu del 68, que en lo fundamental fue un movimiento contracultural que no fue tenido en cuenta por las organizaciones llamadas «de vanguardia», que capitalizaron su empuje, pero que no llegaron a comprenderlo a cabalidad.
A medio siglo de distancia, al evocar ese fenómeno, nos formulamos más preguntas que respuestas. La primera es por qué ese movimiento llevó a la toma de conciencia, la politización y el protagonismo de masas de jóvenes –principalmente estudiantiles y de clase media– en un corto período. Para explicarlo es frecuente remitirse a la exacerbación de la Guerra Fría, a la emergencia de los movimientos de liberación nacional, a la influencia de la revolución cubana en el continente y fundamentalmente a la planificada ofensiva llevada a cabo por el imperialismo estadounidense en su patio trasero. Pero con eso no alcanza.
Sería preciso remitirse a componentes subjetivos, culturales, a eso que genéricamente se denomina «superestructura», para llegar a una comprensión más adecuada de la emergencia.
No fueron nuestros referentes los burócratas del Este, los herederos de una revolución que a nuestros ojos se había degradado; ni siquiera una revolución china que nos parecía lejana y dudosa, más allá del respeto que teníamos por Mao Zedong y particularmente por algunos de sus aforismos («los enemigos de mis enemigos son mis amigos»). Ni siquiera nos podíamos considerar seguidores de la revolución cubana, a la que considerábamos una originalidad histórica. Simplemente buscábamos, y algunas de las respuestas las encontrábamos en el diario del Che, o en el heroísmo vietnamita en la ofensiva del Tet, que se dio en simultaneidad con los levantamientos de mayo.
Buscábamos, y sin saberlo encontrábamos formas de relación y participación que serían el anticipo de reivindicaciones actuales, como el protagonismo en un plano de igualdad con nuestras muchachas.
Sin decirlo explícitamente, no pensábamos en términos de dirigentes sino de referentes, procurábamos transversalizar y consensuar las decisiones y habíamos asumido el ascetismo en la conducta y el modo de vida como imprescindibles para procesar los cambios que preconizábamos.
Para quienes fuimos parte de aquel efímero e ilusorio intento de tomar el cielo por asalto, ese breve espacio de libertad y de insurgencia nos marcó por el resto de la vida.
Visto en retrospectiva, la percepción de que el mundo en que vivimos está en las antípodas del que soñamos ha sido una constante en la historia. Efímera fue la revolución francesa, interminable el Termidor. Efímera fue la Comuna de París, eterna la que siguió a su ahogamiento en sangre. Efímera fue la esperanza que trajo la revolución de octubre, largos y penosos fueron los años de contrarrevolución y crimen que le siguieron. Efímera fue la República de Weimar y larga y tortuosa su demolición. En otras palabras, los momentos en que las sociedades y sus componentes humanos se revolucionan son breves destellos de luminosidad a los que suceden períodos de retroceso, que suelen ser temporalmente más prolongados. Pero que también tienen su límite, aquel en el que el viejo topo, sin que sepamos cómo ni cuándo, trasmuta el orden de los acontecimientos, los revierte y hace posible lo que hasta ayer parecía imposible.
Por último, es preciso preguntarse si retornarán esos efímeros momentos luminosos en los que todo parece revolucionarse. Decididamente pienso que sí, y no porque así lo quiera, sino porque se trata de un componente de la propia historia.
Porque como lo expresara Sófocles hace más de dos milenios, en su drama Ayax: «El tiempo, lento e infinito, hace salir a la luz aquello que está oculto, ocultando las cosas manifiestas. Pero nada hay que no pueda sobrevenir». Con la salvedad de que para hacer posible ese renacimiento se requerirán otros protagonistas. No se puede construir el futuro con materiales cansados y viejos.
* Militante del Fer del Iava. Ex preso político. Periodista.