El lunes 25 de noviembre de 2019 muchos uruguayos tuvimos la certeza de que algo había venido a complicarnos la vida. Un combo inaudito en el que se entreveraban todos los subgéneros de la derecha había ganado las elecciones. Con rabia, con melancolía, con miedo, nos preguntábamos hasta qué límites iba a llegar la contrarreforma, qué se emboscaba en su programa oculto. En enero del año pasado, cuando Luis Lacalle Pou todavía no había asumido y el progresismo era una especie de dead man walking, el coronavirus empezó a asomar en las pantallas. Al principio era una variante medio siniestra de lo que los periodistas llaman nota de color. Los presentadores de noticias comentaban brevemente, con el ceño grave y amonestaciones de ambientalismo indignado, aquello que ocurría en Oriente. Recuerdo unas imágenes de tonos borroneados o demasiado contrastantes (como registradas en VHS) de unas mujeres chinas comiendo murciélagos.
Todos conocemos la multitud de cosas que han ocurrido desde entonces. Yo podría reseñar, como han hecho otros, las trivialidades y las angustias de mi propio encierro. Podría contar que revisité el canon del cine italiano: vi por primera vez la última de Federico Fellini, descubrí algunos viejos melodramas políticos de Mauro Bolognini y una farsa de Pier Paolo Pasolini protagonizada por Totó y un cuervo que hace de intelectual marxista (Uccellacci e uccellini, 1966). Podría enumerar las películas de cine negro que vi, los velorios a los que fui, los insultos que farfullé ante las conferencias de prensa y en las calles vaciadas de Treinta y Tres, las pesadillas que tuve, los libros sobre pestes que leí (de Giovanni Boccaccio a Gabriel Peveroni, pasando por Daniel Defoe), las botellas de vino que tomé, los ataques de paranoia que tuve, los guisos que cociné, los papers sobre Góngora que leí, las reuniones por Zoom a las que asistí. Pero esta retahíla no solo es desaconsejable por la impertinencia de sus contenidos, sino también porque las enumeraciones caóticas suelen ser un síntoma retórico de la irracionalidad. La memoria absoluta del fraybentino Ireneo Funes era, en realidad, una mutilación que lo incapacitaba para pensar: no podía abstraer ni sistematizar; el mundo era para él un cúmulo, por eso hilvanaba enumeraciones: «Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia». Esta maniobra de la escritura es solo un testimonio y una prolongación del caos. El tango «Cambalache» lo denunció al tiempo que lo ponía en práctica: no puedo entender el mundo, entonces lo enumero. Ante la pandemia (a juzgar por lo que se lee y se escucha), unos cuantos hemos caído en esa estupefacción discepoliana. Ahora que estamos autorizados a sacarnos el tapaboca, parece que va siendo tiempo de cambiar el aire y arrimar, discretamente, un argumento.
No encuentro mejor punto de partida que el libro de las Revelaciones, antiguo panfleto de escatología optimista. Más conocido por el sonoro título de Apocalipsis (nombre que supo ser replicado, en el siglo XX, por grupos de rock y discotecas de pueblo), este libelo escrito hace 2 mil años anticipa en una jerga alucinada la ocurrencia de inmundicias mundiales. Allí se anuncia una totalización arrasadora del desastre que, luego de terminar con el mundo horrible en el que vivimos, dará lugar a uno mucho mejor. El universo posapocalíptico, que tantos decorados desoladores ha hecho surgir, es, sin embargo, una versión mejorada del mundo en que vivimos. La plaga es verdaderamente una catástrofe porque producirá –como lo indica la etimología– una realidad dada vuelta, subvertida, puesta patas arriba. Esa euforia milenarista reaparece cada tanto, toda vez que algún desastre global hace que percibamos nuestro propio tiempo como una instancia dramática. Nos vemos a nosotros mismos como partícipes de una situación agónica, entonces presentimos y anunciamos una peripecia reparadora: «La era está pariendo un corazón/ no puede más, se muere de dolor».
Hace más de 100 años, los futuristas, que serían luego asimilados por el fascismo, celebraban la guerra, «única higiene del mundo». Supusieron, con una candidez asquerosa, que luego de la Primera Guerra Mundial (en la que se estrenaron tanques, aviones, ametralladoras y otros artefactos que tanto entusiasmaban a aquellos vanguardistas) iba a aparecer un mundo transfigurado, más sano y más bello. Últimamente, en el comienzo de la pandemia de coronavirus, Slavoj Žižek tituló: «El coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo de Kill Bill y podría conducir a la reinvención del comunismo». Cuando leí por primera vez ese anuncio desorbitado, supuse que estaba escrito con ironía o que se trataba de una falsificación. El texto, sin embargo, más que articular una argumentación, amplifica y enfatiza el encabezado: «Otro virus ideológico, y mucho más beneficioso, se propagará y, con suerte, nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del Estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global. […] El coronavirus también nos obligará a reinventar el comunismo basado en la confianza en las personas y en la ciencia». El filósofo no se priva de la ingenuidad de señalar que el coronavirus es democrático y que «estamos todos en el mismo bote». También señala símbolos y síntomas del advenimiento, como los grandes barcos repletos de pasajeros ricos, varados por la peste y las cuarentenas, o las dificultades en la fabricación y la venta de autos. Es probable que Žižek, harto del nihilismo tremendo convertido en sentido común, haya querido hacer pública la más provocativa y falsable de sus fantasías, aunque más no fuera en un artículo periodístico.
Un año y medio después, cuando apenas nos animamos a pensar que el covid se está retirando, aparecen –positivistas o pitagóricas– las estadísticas. Entonces se desactiva cualquier entusiasmo utópico y se congelan nuestros ejércitos de metáforas. Resulta que la pandemia produjo millones de pobres nuevos e hizo que unos pocos ricos fuesen aún más ricos e inconcebibles. La peste –ella también– ha circulado fluidamente en el metabolismo omnímodo del capital. No obstante, precisamente porque ha quedado demostrado que nunca hemos estado todos en el mismo barco, deberíamos conservar y proteger algo de aquel deseo apocalíptico que se atrevió a esperar algo de la catástrofe. Como el rastro débil de un color irreal que hemos visto en el desvarío de un sueño, ahora que la fiebre parece remitir, deberíamos guardar en el alma la ilusión de que nuestro tiempo no es un lapso banal, una fase anodina en el automatismo de la poshistoria. Tal vez ese funcionamiento sin sentido es más frágil o falible de lo que nos habíamos resignado a creer; tal vez admita, y aun reclame, un sujeto colectivo que interrumpa su inercia.