En cuestión de días –primero Xenia Itté, después Eduardo Bicho Bonomi y finalmente Jorge Tambero Zabalza– se fueron definitivamente tres connotados extupamaros que tuvieron un protagonismo destacado en capítulos sustanciales del proceso revolucionario de nuestro país, a los que el desarrollo político posdictadura, dócil ante las determinaciones personales, asignó diferentes roles, en ciertas circunstancias antagónicos. No es mi intención ahora establecer comparaciones entre una militante social que otros pretendieron reducir a la condición de compañera de un dirigente, un activo gobernante que supo ser integrante del aparato armado de la guerrilla urbana y un empecinado e implacable combatiente de las fuerzas físicas que disuelven las convicciones en la sopa del pragmatismo.
En las muchas conversaciones que mantuve con Zabalza como fuente privilegiada de episodios que reconstruí en Sendic, Fugas y La Comisión Aspirina (y que debo diferenciar de las otras muchas conversaciones, como las que se dan entre amigos, en boliches, en asados y, últimamente, con más frecuencia, en velorios), el relato intentaba eludir el protagonismo personal y aportar cierta distancia, cuando, en realidad, la anécdota solía tenerlo también a él como parte sustancial de los episodios reconstruidos. En esas ocasiones me deslumbraba la memoria sin concesiones del Tambero y su fidelidad a los hechos, como cuando revivió el intento de fuga de los tres rehenes (Raúl Bebe Sendic, Julio Viejo Marenales y él) recluidos en una piscina de sal en un cuartel de Paso de los Toros, que, en principio, parecía facilonga, porque el techo de ese celdario improvisado era de chapa galvanizada. Al Tambero –que ocupaba la celda más alejada de los escalones que llevaban al agujero de entrada– le correspondió la tarea de serruchar los clavos que sujetaban la chapa con las sierritas para descabezar ampollas que lograban sustraer en las visitas a la enfermería. El Bebe y el Viejo debieron amansar la ansiedad durante los meses que oficiaron de campana. Cuando el Tambero hizo fuerza con el hombro y la cabeza en la parte de la chapa liberada, esta no se movió ni un milímetro. El Bebe, a cuatro celdas de distancia, no le creyó, lo acusó de cobarde y no le dirigió la palabra. Mucho después supieron que sobre el techo de chapa estaba depositada buena parte de la estructura prefabricada del puente Bailey, utilizado por el general Liber Seregni durante las inundaciones de 1959, que, por supuesto, era imposible de mover, sin importar lo tozudo que pudiera ser el Tambero.
La prisión ocupó buena parte del tiempo de su militancia. Pero si su condición de rehén de la dictadura (que compartió con otros 17 prisioneros, hombres y mujeres escogidos como escudos humanos para eventuales represalias contra los oficiales que desplegaban con esmero la guerra sucia de torturas, asesinatos, violaciones y desapariciones) acentuó el rechazo a cualquier forma de contemporización con los terroristas de Estado, esa etapa carcelaria no monopolizaba sus recuerdos. No olvidaba una cara ni un nombre, y ese registro casi fotográfico resultó providencial para reconstruir esas porciones de la infamia protagonizadas por los valientes a la hora de torturar pero flacos de memoria frente a los magistrados. Hasta el momento de su muerte fue perseguido judicialmente por su presunta responsabilidad en aquel despliegue espontáneo en rechazo a la decisión de la Suprema Corte de Justicia de desplazar a la jueza Mariana Mota de los casos de terrorismo de Estado, porque la investigación apuntaba directamente a un general retirado de la inteligencia militar que había matado en la tortura a un heladero de Carmelo. En su postura intransigente, polémica, que lo enfrentaba a la izquierda institucional, el Tambero fue un chivo expiatorio que la derecha no soltó, como forma de escarmiento para una asonada inventada.
Disfrutaba, en cambio, de rescatar las aristas épicas del trabajo anónimo de decenas de presos que, picando paredes, elaborando herramientas, trenzando hilos y escondiendo tierra, facilitaron la increíble fuga de Punta Carretas, a puro ingenio, sin ayuda exterior. Una hazaña en la que él tuvo una participación decisiva. En aquellas conversaciones me llamó la atención cómo el cariño y la admiración por Sendic no se resintieron nunca, a pesar de los antecedentes, lo que quizás pueda explicarse por el valor que el Tambero otorgaba a la coherencia tanto política como personal de Sendic, con quien compartió buena parte de su período clandestino, tanto en la capital como en los montes del litoral. No ocurrió lo mismo en su actitud con Eleuterio Ñato Fernández Huidobro y José Pepe Mujica, a quienes objetó en forma implacable su «plasticidad» política. Sin embargo, en alguna entrevista aclaró: «Cuando me dicen que Mujica es un traidor, digo que no, porque él expresa una realidad que existe», que, a su juicio, dejaba por el camino los principios en aras de administrar el capitalismo.
Cardando en los recuerdos de esas charlas, cobra fuerza el intenso sentimiento del Tambero respecto de su hermano Ricardo, asesinado tras la toma de Pando, que en ocasiones lo llevaba a sugerir que había asumido un destino que le correspondía a él. Y también los lazos con su padre, Pedro Zabalza, caudillo blanco de Lavalleja, al principio hombre de Benito Nardone, que con el tiempo se desplazó hacia la corriente de Wilson Ferreira Aldunate. Si para el Tambero, en sus años de militante estudiantil, la carrera política de su padre era incompatible con los lazos familiares, cultivados con devoción, que vinculaban a los Zabalza con la patriada de los Saravia, la relación entre el padre blanco y el hijo tupamaro preso les dieron otra sustancia a aquellos lazos que impidieron cualquier ruptura. Y es posible conjeturar que el papel que la violencia ocupó en las ideas del tupamaro abrevó en la fidelidad familiar a las revoluciones blancas. Si esa violencia se justifica en los objetivos –patria para todos, en 1904 y en 1966–, hay algo de hipocresía en reverenciar una y desclasificar otra. En cierto momento reflexionó: «Pienso que los pueblos no pueden renunciar de ninguna manera al uso de la fuerza. Es el último recurso que les queda, pero ese uso de la fuerza tiene que ser por una decisión masiva, multitudinaria».
Integrante del grupo inicial de los tupamaros, al final de la década del sesenta, y fundador del Movimiento de Participación Popular, en la década del noventa del siglo pasado, el Tambero vivió sus últimos 20 años sin fisuras en su coherencia, conviviendo con los humildes en Santa Catalina. Como muchos de aquellos tupamaros, en Montevideo o en Artigas, que nunca renunciaron a su condición y que andan por ahí sin vínculos con las estructuras herederas, pero incapaces de negarse a sí mismos y a la historia que forjaron, para desespero de la derecha.
Se extrañará su ácida ironía, que alertaba sobre los cantos de sirenas.