“La izquierda se fue despojando de lo que traía en su mochila” - Semanario Brecha

“La izquierda se fue despojando de lo que traía en su mochila”

Aunque la agenda progresista sea “tímida” y haya abandonado debates sobre la tierra, el capital o el poder imperial, Aldo Marchesi no cree que estuvieran dadas las condiciones para cambios más radicales. Ni en las demandas populares, ni en una generación de izquierda que se reconcilió con el reformismo batllista. Incluso este tercer gobierno puede ser leído como un “freno a las reformas”.

Fotos: Fernando Pena

—Uruguay históricamente se ha recostado en la potencia imperial de turno para equilibrar su debilidad relativa frente a Brasil y Argentina. ¿La apuesta de Tabaré Vázquez de acercarse a China, dejando de insistir con Estados Unidos, también se puede inscribir en esa tradición?

No termino de ver si Vázquez se está recostando en China, pero claramente un lineamiento de la política exterior de Uruguay, desde Ponsonby en adelante, es acercarse al imperio de turno para contrapesar a los dos gigantes de la región. No es un accidente que Mujica, aunque fue el presidente más latinoamericanista, tuvo una excelente relación con Estados Unidos. Pueden pesar factores de la política cotidiana, pero el lugar de Uruguay en la región y la necesidad de aliarse con una potencia frente a los vecinos son estructurales. Con respecto a China, claramente estamos viviendo una crisis de cierto orden global, pero no está claro hacia dónde se dirige el orden internacional.

—¿Es el fin de la “pax americana” ante el ascenso imperial de China y su apuesta al grupo Brics?

En relación con un ciclo corto de la historia que se está acabando, que empezó en los noventa con la globalización y las economías abiertas, hay claramente un nuevo escenario. Incluso la apuesta a atraer inversores extranjeros ya no parece funcionar tanto, porque las potencias centrales quieren fortalecer sus propias economías. El debate interno en Estados Unidos o en Europa con el Brexit tiene que ver con eso. Ahora, en un ciclo histórico más largo está la posibilidad de una transición imperial. En varios aspectos Estados Unidos está viviendo una crisis, y China no para de conquistar mercados en Asia, en casi toda África, y América Latina es el próximo paso. Por tanto, acercarse a China por parte del gobierno uruguayo, pensando históricamente, no es tan diferente a lo que pasó antes con Inglaterra o Estados Unidos.

Pero los riesgos de entablar una relación neocolonial tampoco parecen tan diferentes. ¿Conviene a un país tan pequeño acercarse a una potencia como China a través de un tratado bilateral de libre comercio?

Sí, es cierto, hay riesgos de atarse de manos con China. De todos modos, América Latina tiene una posibilidad histórica de aprovechar esta transición. La experiencia del batllismo, vinculada a otro momento de transición imperial entre Inglaterra y Estados Unidos, muestra cómo Uruguay supo jugar con eso en beneficio propio. América Latina podría operar de esa manera si tuviera lógicas más autonomistas y no sólo se preocupara por el nivel de inversión extranjera que recibe. Los acuerdos de libre comercio no parecen ser un buen camino para eso. Pero no necesariamente tiene que haber acuerdos comerciales malos, porque China puede querer dar una buena imagen en la región. Eso hoy no está claro. Tampoco sería sólo un acercamiento a Uruguay. China ya ha avanzado mucho en América Latina. Tuvo un acercamiento fuerte con Argentina, durante el kirchnerismo, también con Brasil, Venezuela y Cuba.

—El gobierno uruguayo no condenó el ataque unilateral de Estados Unidos a Siria. ¿Hay más continuidades con la tradición batllista liberal del panamericanismo que con la tradición latinoamericanista de la izquierda?

Sí, pero más claro que con Vázquez se ve con Mujica, un latinoamericanista que venía de la tradición blanca revisionista, reformulada desde la revolución cubana en clave latinoamericanista de izquierda, pero que en ningún momento de su gobierno confrontó con Estados Unidos. De hecho, en el contexto especial de (Barack) Obama, Mujica trató de reformular la agenda para acercarse a Estados Unidos desde una lógica más progresista; de ahí la relación con (la ex embajadora estadounidense) Julissa Reynoso. Creo que el panamericanismo es una marca más de la permanencia del batllismo en el progresismo. Hay una dimensión del panamericanismo, previa a la lógica más terrible de la Guerra Fría y al papel de Estados Unidos en la dictadura, que tiene que ver con la defensa de la identidad americana frente al viejo mundo colonial y monárquico europeo. El panamericanismo inicial del batllismo, así como el del neobatllismo, tenían como referente el modelo de democracia política de Estados Unidos, al que veían como una república constitucional pujante de clases medias. Esa referencia modélica entró en crisis en el marco de la Guerra Fría. Zelmar Michelini, por ejemplo, que viene de esa tradición batllista, pasa de tener en los cincuenta escritos elogiosos sobre la sociedad estadounidense, a realizar fuertes críticas a Estados Unidos en los setenta. Si bien la izquierda venía de una fuerte tradición antimperialista, durante el progresismo hubo cierto encuentro (con Estados Unidos) que puede remitir a la tradición del panamericanismo batllista y a esa necesidad estructural del lugar de Uruguay en la región.

—¿Qué queda entonces de la izquierda regional con identidad latinoamericana que investigaste en tu tesis de doctorado?

Uruguay siempre ha tenido una relación problemática con América Latina por esa supuesta identidad más cercana a Europa, y que claramente expresaba el batllismo. Un momento clave del acercamiento a la tradición latinoamericanista fue en los sesenta, vinculado al ideal emancipatorio de la revolución cubana. La crisis de los modelos reformistas en los cincuenta, la polarización de los sesenta, las dictaduras de los setenta, las transiciones democráticas de los ochenta fueron todas convergencias políticas. Fue una suerte de agenda común en el Cono Sur. El ciclo progresista es también una convergencia común, aunque parece quedar poco de la última apuesta que hubo a la integración regional. Creo que la identidad latinoamericana en la izquierda quedó más que nada como un punto de partida para toda una generación política que se formó en esos años y que hoy está en el gobierno.

—El debate político que propiciaron Vivian Trías o Methol Ferré sobre la integración de Uruguay en la región quedó supeditado a cálculos pragmáticos sobre la mera rentabilidad económica. Eso concluís en un trabajo reciente. ¿Puede atribuirse ese cambio al efecto que causó en las elites la hegemonía neoliberal de los noventa?

La idea de que el latinoamericanismo está asociado a la izquierda es una convergencia histórica específica, porque también puede haber una identidad latinoamericanista neoliberal. El Mercosur fue inicialmente un proyecto aperturista de la hegemonía neoliberal, sus padres fundadores fueron Lacalle, Menem, Collor de Mello… Lo que sí erosionó el clima de los noventa en las elites, incluso en la izquierda, fue que se relativizara la reflexión sobre el imperio. La izquierda uruguaya era muy antimperialista y crítica con el Fmi, la deuda externa y el lugar de poder de una nación como Estados Unidos frente a otras naciones. Todo esto se veía como un problema de soberanía nacional. Pero desde los noventa, y hasta la actualidad, toda esa dimensión crítica del poder imperial se fue perdiendo hasta llegar al acercamiento de los gobiernos frenteamplistas con Estados Unidos. No sólo se quitaron del discurso político palabras como “imperialismo”, sino que se banalizaron a aquellos que las seguían usando. Es cierto que la relación con el imperio es distinta desde la resistencia social que desde un lugar de gobierno, pero el imperio no dejará de existir porque vos seas gobierno.

—¿Por qué declina el ciclo progresista en América Latina? ¿Demasiados pactos con el establishment y el capital?

Parece claro que algo se termina, el tema es ver qué es lo que se termina. El progresismo en realidad ha perdido sólo dos elecciones, como decía alguien en la prensa hace unos días: contra Macri en Argentina (2015) y en las parlamentarias de Venezuela (2016). Lo que pasa es que hay una sensación más amplia de derrota por lo que sucedió en Paraguay (2014) y Brasil (2016). Lo que sí parece que hay es una primera agenda de reformas de centroizquierda que se ha ido debilitando. Es evidente que el impulso progresista se basó en una coyuntura internacional favorable, pero a diferencia del crecimiento hacia afuera de fines del siglo XIX, que reforzó a los estados oligárquicos, el ciclo progresista ayudó a la distribución social. También es cierto que los progresismos fueron demasiado pragmáticos y conciliadores, pero esa crítica pierde de vista de dónde se venía. La generación política progresista fue la que en los sesenta denunció las debilidades de los reformismos y la que quería cambios radicales profundos, pero sufrió una brutal represión política. Esa experiencia histórica autoritaria, sumada al avance del neoliberalismo, hizo que en los noventa esta generación política revolucionaria se reconciliara con el reformismo estatista, y derivara en los progresismos actuales.

—¿No es paradójico que vuelvan al mismo callejón sin salida que le criticaron al reformismo de los cincuenta?

Sí, pero también la apuesta de los sesenta fue un callejón sin salida, y esa generación vio ese problema. La ambigüedad de Mujica, digamos, tiene una explicación histórica. Cuando la generación de Mujica y Rousseff llega al gobierno, tiene un miedo enorme de las consecuencias que puede traer la polarización, sabe muy bien lo que supone ir hacia un enfrentamiento radical, y cómo hay que estar preparado. Es cierto que la agenda progresista fue tímida e implicó acuerdos, pero el asunto es si estaban dadas las condiciones para agendas más radicales. Al llegar al gobierno, esta generación no tenía fuerza suficiente para aplicar las agendas más radicales que había construido en los sesenta, ni tenía claro cómo sería el proceso de cambios. Las versiones más críticas del progresismo, a lo (Maristella) Svampa (sobre el extractivismo), se hacen con el proceso en marcha, pero no se hicieron desde el comienzo.

—¿Está agotado el proyecto frenteamplista? ¿Hay una “izquierda cero calorías”?

Habría que pensar qué es ser de izquierda en Uruguay y tamizarlo con la experiencia de militantes y gobernantes frenteamplistas. Creo que hay cierto agotamiento, cierta sensación de incertidumbre, no está muy claro cuáles son los referentes ideológicos. La izquierda llegó al gobierno con una acumulación histórica y con propuestas programáticas que usó poco. Tomá las medidas del Congreso del Pueblo (1965), las del programa del FA de 1971, las del programa de 1984… hay un claro proceso de moderación. Las reformas estructurales que la izquierda tenía como meta, en general, no se concretaron, por ejemplo, respecto a la tierra. La izquierda se fue despojando de cosas que traía en la mochila porque, entre otras cosas, llegó al gobierno tras una crisis de recambio del sistema político y no tanto porque hubiera un pueblo demandando grandes cambios radicales. Hubo reformas concretas, el Irpf, el Mides, la salud, la agenda de derechos, el incremento del salario real en todo el período –algo en lo que no se repara mucho–, la organización sindical, la relación distinta entre capital y trabajo… pero no se perciben nuevas ideas de cómo configurar la izquierda hacia adelante.

—Te parece problemático para la izquierda que el Frente Amplio se identifique como un tercer batllismo. ¿Por qué?

Porque la experiencia histórica frenteamplista se constituyó, precisamente, en oposición a un batllismo agotado. Uno percibe hoy un agotamiento similar al final del neobatllismo: falta de ideas, peleas personales, desideologización, ciertos niveles medios de corrupción, ausencia de una fuerte preocupación por repensar ideas-fuerza. No me refiero a la posibilidad de perder o ganar elecciones, sino a cierto agotamiento en la capacidad de transformar la sociedad en un sentido más justo e igualitario. Aunque no tuvo mucho que ver con Mujica, la agenda de derechos movilizó la idea de que ser de izquierda también implicaba pensar el género, la raza, la sexualidad, los derechos de los jóvenes; pero ahora no se perciben ideas-fuerzas que interpelen o movilicen qué es ser de izquierda.

—¿Percibís más frenos que impulsos en este período? Algunas medidas del gobierno (esencialidad en la educación, decreto antiprotestas, decreto antitransparencia) parecen cortar los puentes con los movimientos sociales.

Sí, creo que este gobierno no se ha propuesto un programa de reformas importantes, sino que ha tendido a erosionar cada vez más sus relaciones con los movimientos sociales. Sí, puede ser leído como un momento de freno a las reformas, como que ya se hizo demasiado y la principal preocupación ahora es la estabilidad. Es cierto que el escenario es más complejo y que un programa transformador en un contexto económico adverso implica mayores niveles de conflicto, pero también es cierto que hubo mucha más audacia, como se ha dicho, en el primer batllismo. Incluso gran parte del modelo social del progresismo es una continuidad, reelaboración o profundización del modelo institucional creado entre el batllismo y el neobatllismo, como las asignaciones familiares y los consejos de salarios. Uno percibe un descontento grande, pero no está canalizado hacia constituirse en una apuesta más radical de izquierda. Falta elaboración política y teórica de qué sería ser más de izquierda, más allá de algunos eslóganes. Y también cuáles son los costos políticos de impulsar cambios más radicales sobre la tierra o el capital. Pero las preguntas de cómo construir una sociedad más igualitaria van a seguir apareciendo. No sé si el Frente Amplio, como partido de gobierno, puede habilitar esos debates.

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Señas

Aldo Marchesi es doctor en historia (Universidad de Nueva York), director del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (Ceiu) y director de la Maestría en Historia Política (Udelar). Ha publicado múltiples investigaciones sobre la historia reciente de la violencia y el autoritarismo, la construcción de consenso en la dictadura y las luchas políticas por la memoria histórica. En los últimos años estudió la historia de la izquierda en el Cono Sur (Geografías de la lucha armada 1964-1989, su tesis de doctorado, será publicada en 2017 como libro), y actualmente investiga la historia política e intelectual de la pobreza urbana en la segunda mitad del siglo XX.

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Venezuela

“La postura de Almagro remite a la Guerra Fría”

 —¿Cómo evalúas la situación de Venezuela?

Está cada vez más marcada por una fuerte crisis política y económica, y por el agotamiento del modelo rentista petrolero. Fue una experiencia relativamente novedosa, pero se va agotando. Hay un progresivo aislamiento del gobierno de Maduro, y de concentración del poder, y si no convoca a elecciones aumentarán las acusaciones de autoritarismo. El problema de Maduro es que está viendo un creciente descontento social, pero no sabe cómo manejarlo, ni sabe cómo adecuarse a un nuevo contexto donde parece haber perdido las mayorías necesarias para promover un proyecto de transformaciones. De todas formas, me parece que Venezuela habilita discusiones acerca de cuál es la relación de los proyectos de izquierda con la democracia, pero desde un abanico de posibilidades que no termina necesariamente en la visión formalista de la democracia liberal. A cien años de la revolución rusa rescato un texto de Rosa Luxemburgo de 1921 en el que reivindicaba la dictadura del proletariado como la máxima expresión de la democracia, pero rechazaba la dictadura del partido político del proletariado. Como sucederá después, sostenía que eso conducía a la generación de una casta de burócratas sin control y proclives a la corrupción. Pongo este ejemplo porque, sin renunciar a valores como la libertad y la democracia, hay muchas formas de discutir sobre autoritarismo y democracia, y creo que la izquierda debe rescatar ese abanico de posibilidades para no discutir sólo en los términos restrictivos de un formalismo liberal ortodoxo, que ni siguiera se cumple en las democracias más liberales.

—¿Por eso hablás de un “bullying ideológico” contra la izquierda para que se pronuncie contra Venezuela, mientras los “principistas liberales” de centro o derecha no se sienten igual de exigidos a pronunciarse sobre la democracia en México, Paraguay o Brasil?

Exactamente. La democracia es imperfecta, lo vemos en todos los procesos políticos, pero en lugar de debatir esa complejidad, todo se reduce a un bullying ideológico donde parece que el único problema para la democracia en América Latina es el de Venezuela.

—¿Es la nueva Cuba?

Desde esa perspectiva sí, no por lo que es Cuba, sino por lo que representa. Para la derecha, incluso para sectores de centro, Venezuela sirve para condensar todo lo que hay que cuestionar del otro y para generar una alianza de sectores que reivindican el liberalismo en su peor versión, la más ortodoxa y formalista. Que Paraguay, Brasil y México sean fuertes cuestionadores de la democracia de Venezuela es totalmente absurdo. Para analizar a China nadie usa ese paquete liberal. El problema es que está muy instalada la idea de que Venezuela es “el problema” de la democracia latinoamericana, cuando en realidad los problemas de las democracias son múltiples y tienen que ver con asuntos que aparecen en varios países. Este discurso tan restrictivo lo que hace es cancelar la posibilidad de pensar los problemas en otras democracias latinoamericanas. El caso de México es un contraejemplo: la crisis humanitaria, la cantidad de asesinatos, la inestabilidad política, las elites corruptas, la persecución al periodismo, todos los indicadores de la última década son mucho peores que lo que ocurre en Venezuela. Sin embargo, México nunca recibió la misma atención internacional, ni siquiera en la escena local. Sólo recuerdo cuando Mujica osó decir que México era un Estado fallido y desató una gran polémica. Pero sobre Venezuela se exigen constantemente pronunciamientos y condenas. Eso es muy evidente en el debate de la Oea. La postura de (Luis) Almagro remite a la Guerra Fría, con el rol de la Oea contra Cuba, y la insistencia de construir al otro antidemocrático, frente a nosotros, los demócratas. Igualmente, en favor de la Oea hay que distinguir esta dimensión política de Almagro de otras instituciones de la Oea que han tenido una visión más ponderada y equilibrada, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh), que efectivamente ha denunciado diversas violaciones a los derechos humanos y la democracia.

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El debate en la era progresista

“El academicismo retira a los intelectuales del debate público”

 —¿Qué rol han tenido los intelectuales en el ciclo progresista? Algunos siguen acusando a las derechas y al imperialismo de frenar el giro a la izquierda, pero otros apuntan más a problemas intrínsecos como la corrupción, el extractivismo y los pactos con el capital.

Ha habido un cambio importante en la academia con el crecimiento enorme de las universidades latinoamericanas. Brasil es el caso más claro. Eso generó un gran desarrollo de áreas de conocimiento autónomas, con reglas y evaluaciones académicas propias, pero provocó un distanciamiento de los intelectuales de los debates públicos. El academicismo fomentó reflexiones para el mundo académico y para las revisas arbitradas, pero con una lógica muy…

—¿Endogámica?

Exactamente, esa es la palabra. La producción académica es tan endogámica que retira a los intelectuales del debate público. La generación de Atilio Borón y Emir Sader intenta mantener el debate público; también existe una generación más joven, más crítica con el ciclo progresista, que trata de vincular el trabajo académico con los debates públicos. Pero son los menos.

—¿Tiene que ver con la cooptación de elencos académicos por parte de los estados?

En algunas áreas la expansión universitaria ayudó a crear elencos tecnocráticos, pero más que la cooptación el problema es que los incentivos para incidir en la discusión pública son escasos. La separación de la vida social está más vinculada a las lógicas académicas internas, que te llevan a estar concentrado y sobredemandado, que a la cooptación estatal. Otro problema es el formato de la discusión pública. Es en la prensa donde uno ve que más se puede contribuir al debate público, porque los académicos que aparecen en los medios de comunicación masivos como la televisión en general son reforzadores del sentido común, cuando la contribución de los intelectuales debe ser interpelar el sentido común, tirar ideas nuevas, debatir las que están circulando. Cuando lo académico estaba menos desarrollado existía un campo intelectual que interactuaba más entre la universidad y los medios. Eso es un problema, y no sólo para Uruguay.

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El pasado reciente

“La dictadura canceló discusiones que no se han vuelto a abrir”

 —Investigaste cómo la dictadura uruguaya construyó un consenso conservador para mantener cierta estabilidad, y cómo ese consenso terminó impactando en el período democrático posterior. ¿A qué conclusiones llegaste?

La principal conclusión es que efectivamente el proyecto autoritario trascendió a la dictadura y fue funcional al pensamiento conservador uruguayo en dos sentidos. Por un lado, erosionó, limitó y contuvo toda la movilización social y cultural que se generó en los sesenta y, por otro lado, sentó las bases de un modelo conservador que se mantuvo en los ochenta, y que en algunos asuntos continúa hasta hoy. La dictadura canceló discusiones que no se han vuelto a abrir, como el problema de la tierra, o incluso el debate de algunas políticas económicas heterodoxas que aplicó el batllismo. A un nivel más empírico, la búsqueda de consenso de la dictadura tuvo evidentes efectos sociales posteriores: Uruguay fue el único país de América Latina donde dos veces la impunidad fue refrendada o legitimada por la soberanía popular. Me interesaba investigar cómo la dictadura se había sostenido no sólo por la represión sino también por una serie de mecanismos vinculados a elementos muy conservadores de la sociedad uruguaya. En lugar de reducir los procesos autoritarios a un dictador o a una minoría de líderes criminales que dirigían la sociedad con base en el terror, decidí investigar cómo funcionaron las políticas culturales de la dictadura y qué mecanismos utilizó para que ese proyecto tuviera cierto peso social.

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