En plena onda expansiva del caso que involucra al ex jefe de la seguridad presidencial, la noticia pasó relativamente desapercibida. Recientemente los medios se hicieron eco del testimonio de una fuente policial que revelaba presiones por parte de las más altas autoridades de la Jefatura de Durazno para que muchas denuncias de hurtos y rapiñas se incorporaran al sistema de registros bajo otras clasificaciones. Como se sabe, tanto las denuncias de la ciudadanía como las intervenciones policiales reciben una tipificación primaria que luego se ingresa al Sistema de Gestión para la Seguridad Pública, con el objetivo de habilitar los procedimientos de investigación correspondientes. Si bien algunas de esas tipificaciones luego pueden ser ajustadas en función de la disponibilidad de mayor información, el sistema de registro supone una exigencia importante para el funcionario policial, que debe ajustar las narraciones de los hechos a una categoría delictiva adecuada. Los sesgos de este trabajo siempre son muy grandes; por esa razón, sostener un sistema de información sobre delitos y hechos policiales requiere de altos niveles de capacitación, actualización y fiscalización.
El Ministerio del Interior (MI) minimizó el hecho con un comunicado vacío, y, como hubo una denuncia anónima, la Fiscalía General de la Nación inició una investigación. No es la primera vez que, en el contexto del actual gobierno, surgen situaciones de este tipo. Tampoco son infrecuentes las quejas de las personas ante los obstáculos y los desestímulos a la hora de radicar una denuncia en las seccionales. Los criterios y las prácticas que alimentan un sistema de información, que luego emite las tendencias sobre la situación delictiva en el país, se han poblado de sospechas y de manejos arbitrarios, muy a tono con el estilo de una política de seguridad cuya única intención es convencernos a todos de que los niveles de delito han mejorado significativamente. Entre el propósito de la política y las prácticas institucionales que se han denunciado en Durazno hay vínculos evidentes.
Estas situaciones están muy lejos de ser nuevas. Desde siempre, la Policía ha encontrado estímulos para «moldear» las denuncias de delitos. Desde el momento en que las jerarquías policiales son evaluadas internamente a través de resultados (aumento o disminución de los delitos) y de rumores, el trabajo cotidiano queda condicionado por un conjunto de procedimientos que se avienen a la lógica de que el fin justifica los medios. Este rasgo trasciende a la Policía uruguaya y hace décadas que se lo tiene identificado. Sobre esa línea, al menos en nuestro país, desde finales de los noventa se viene trabajando para la modernización de los sistemas de información de denuncias y para la minimización de las prácticas discrecionales. Convencer a la Policía de que tener un mapa realista sobre la situación del delito era institucionalmente más beneficioso que alimentar algunas ficciones para la sobrevivencia individual de cada jerarca fue un esfuerzo denodado que finalmente dio sus frutos. Hoy ese trabajo parece severamente comprometido.
Desde siempre, la estadística policial ha estado sometida a los criterios de cada una de las jefaturas de Policía en el país. Entre 1980 y 2003, a través del Departamento de Sistemas del MI, hubo una política de centralización y unificación de la estadística. Fue un primer paso importante, pero plagado de problemas de validez y confiabilidad. A principios de los 2000, el Programa de Seguridad Ciudadana publicó varios anuarios como forma de visibilizar la estadística de delito, identificar fallas graves y profundizar una línea de trabajo que permitiera generar información sólida para un problema creciente. En ese contexto, se comenzó a trabajar en el Sistema de Gestión Policial (SGP), una plataforma informática para la recepción de denuncias que implicaba una ruptura importante en la contabilidad tradicional de la Policía. También, en esos años, se llevaron a cabo varias encuestas de victimización en Montevideo y Canelones, que revelaron un resultado importante: cerca del 40 por ciento de los delitos que ocurrían no se denunciaban a la Policía.
El SGP empezó a consolidarse en Montevideo en 2002. Al año siguiente, se creó el Departamento de Datos, Estadísticas y Análisis en la órbita del MI. Con la llegada del Frente Amplio al gobierno nacional, en agosto de 2005 se creó el Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad. Los avances de esos años permitieron que, por primera vez en el país, se dispusiera de información pública para regular sobre el tema. Aun así, el proceso de trabajo estaba muy lejos de consolidarse. En 2007, una encuesta encargada por el MI a la Facultad de Ciencias Sociales reveló que el porcentaje de no denuncia a nivel nacional se mantenía cercano al 40 por ciento. Promover la denuncia, mejorar y fiscalizar los registros internos, y disponer de fuentes alternativas de información fueron los pilares del esfuerzo de aquellos años.
El sistema de denuncia de delitos logró consolidarse y aplicarse de manera uniforme en todas las jefaturas de Policía del país, y en 2011 pasó a denominarse Sistema de Gestión para la Seguridad Pública (SGSP). Durante varios años se reforzaron las políticas internas para que las denuncias recibidas se ingresaran al sistema en tiempo y forma. Aun así, implementado el nuevo Código del Proceso Penal y cerrado el año 2017, las denuncias de hurtos y rapiñas tuvieron un significativo aumento. Mucho se discutió en esos meses sobre las razones de tales incrementos, pero lo cierto es que la nueva operabilidad entre los sistemas de la Fiscalía y del MI dejó al descubierto importantes niveles de subregistro de denuncias. Por si fuera poco, una encuesta nacional de victimización realizada por el Instituto Nacional de Estadística mostró que el porcentaje de no denuncia estaba próximo al 70 por ciento. A pesar de los máximos esfuerzos para su mejor administración, los sistemas de información sobre denuncias de delitos a la Policía adolecen de varios problemas que tienen que ser abordados con estrategias complementarias de medición.
Desde marzo de 2020 nos encontramos en otro escenario. Los efectos de la pandemia, los cambios en los comportamientos sociales a la hora de radicar denuncias, la asunción de un nuevo gobierno que introduce sus criterios de gestión y la restauración de viejas prácticas policiales, sin duda, son elementos que han tenido un profundo impacto sobre la configuración del delito y sus formas de medirlo. Emergentes como el caso de Durazno alertan sobre la incidencia de esas viejas prácticas y, más allá de su generalización o no, perforan la confianza en un sistema de registro que, de por sí, carga con problemas. Desde el inicio de su gestión, el gobierno ha insistido en que los delitos más importantes han descendido gracias a las políticas aplicadas y la metodología para medir estas tendencias es la misma que aplicaban los gobiernos del FA. El relato no se ha movido un milímetro de ese lugar, aunque la tasa de homicidios haya explotado en el último año y los reclamos ante obstáculos y manejos discrecionales de la estadística se planteen un día sí y otro también. Llegaremos al final de este año con un gobierno que anuncia una nueva baja de las denuncias de hurtos y rapiñas.
Es curioso cómo una evidencia tan débil es asumida sin chistar por periodistas, opinantes e incluso por ceñudos académicos que solo ven el pelo en la leche cuando les conviene. Reina sobre este punto un marcado silencio. Como se comprenderá, no estamos reclamando que se construya una actitud de sospecha o que se activen quejas automáticas sobre maquillajes y manipulaciones. Queremos insistir sobre tres asuntos bien concretos. En primer lugar, tenemos en el país una política de seguridad tributaria del «realismo de derecha» y carente de cualquier sustento técnico. Al menos desde el debate público, lo que se observa es la ausencia de fundamentos, ideas y evaluaciones. Hay una política pública de mando y control que no puede dialogar con nadie, ni abrirse a ninguna discusión que suponga un intercambio intelectualmente honesto a partir de evidencias. En este contexto, los datos sobre el comportamiento de algunos delitos siempre serán funcionales a esa política. La única estrategia que existe es un encuadre comunicacional para mostrar firmeza, proactividad y resultados de la gestión.
En segundo lugar, las denuncias de delitos que la Policía procesa no pueden ser la única vía para medir estos fenómenos. Es un camino plagado de problemas que no necesariamente nos deja ver todas las aristas importantes del fenómeno. Y, en el contexto de la situación que hemos vivido en los últimos años, es razonable pensar que las dificultades de confiabilidad y validez se han multiplicado. Esto nos conduce directamente al tercer asunto: el país necesita acuerdos políticos y técnicos para formar una estructura institucional encargada del estudio, el monitoreo y la evaluación del delito y las políticas de seguridad. Autonomía técnica, participación interinstitucional, amplitud de estrategias metodológicas, etcétera, son algunos de los mínimos básicos que se requieren para salir del atolladero actual. No es un atajo tecnocrático lo que estamos proponiendo, sino apenas un punto de apoyo para librarnos de las políticas facciosas y de los encuadres comunicacionales vacíos.