No cabe un alma más en los escalones pisoteados de lHablar de los debates políticos en plena campaña electoral puede llevar a lugares comunes. Pero el hecho es que después del encuentro entre Cosse y Larrañaga, en contraste con el de Andrade y Talvi, volvimos a esa sensación propia de un surfista en el Polo Norte: un aburrimiento mortal. Mala señal para un momento en el que se juegan dos proyectos de país y se reclama una escucha atenta hacia los candidatos presidenciables.
Ahora bien, ¿por qué el aburrimiento? Las respuestas probables tienen que ver con el cambio de paradigma respecto a la espectacularización de lo político. Hay quienes a este proceso le dan un nombre más específico, “democracia de audiencia”, es decir, la subordinación de lo político a las necesidades de esparcimiento de los ciudadanos que apenas pueden digerir la información si no aparece en un formato al estilo Tinelli. De allí que no sea arriesgado definir este proceso como la sustitución del debate público por la mera captación de emociones: ya sea mediante la apelación al orden armónico –marcadamente jerarquizado– de un Uruguay rousseauniano por parte de Lacalle Pou, ya sea con los bailes y la buena onda drexleriana de Daniel Martínez. Así, esta primacía de lo emotivo da lugar a una nueva era, que conocemos como pospolítica.
La mediatización de la política se contrapone al concepto de mediación, es decir el procedimiento por el cual el medio de comunicación actuaría como un instrumento, una plataforma que transmite el discurso político sin llevar a cabo una reformulación o interpretación de este. Desde esta perspectiva se otorga una función de neutralidad al soporte mediático que elimina la idea de entender los medios de comunicación como soporte que ayuda a dar sentido a la realidad. Tal punto de vista sólo podría tener cabida en un contexto que partiera de la bondad, las buenas prácticas y la aceptación de una correcta argumentación por parte de quienes emiten los discursos políticos. Quizá creer en la existencia del chupacabras sea más digno. Y si los propios partidos o sus líderes utilizan estrategias destinadas a vender mediáticamente sus políticas y a sí mismos, considerando a la ciudadanía como una masa a la que hay que cautivar y no tanto convencer, ni hablemos. Con todo, esta modalidad –que ha recurrido a estilos y formatos muy diferentes, tendiendo a su simplificación– contribuyó a crear una dinámica en la que la información política alcanza a amplias capas de la población, que antes no se daba.
Eso no quiere decir que, cada tanto, no venga cierta nostalgia de la retórica persuasiva, de la seducción ideológica. Seducir, si atendemos su etimología, vemos que viene de “seducere”, donde “se”– indica separación y “ducere” conducir. Seducir siempre es desviar, conducir a otro lado. La seducción es el ámbito de lo sublime, por cuanto su experiencia implica la ruptura y los desvíos que produce en el sujeto. El descentramiento, como desplazamiento de lo sentido, es el movimiento del yo fuera de sí, el movimiento altruístico por la pasión, y aquí hablamos de la política como pasión, el de la sed de traslación del yo, el de un recíproco afán de ser uno en el otro en términos de proyectos colectivos, inclusivos y emancipatorios. Ser parte. Sin embargo, esa práctica ha mostrado cierta retirada. En su lugar predomina la pose que impone la consigna o el eslogan.
Ya veremos con qué nos encontramos este martes.