En la mañana del 10 de marzo, el cubano Guillermo Alan Matos vio con terror cómo se le escapaban de entre las manos su esposa y su hijo, mientras intentaban cruzar el río Bravo para entrar a Estados Unidos. «Estaba bajito el río, pero había un poco de corriente. Empezamos a resbalarnos y cuando quisimos virar para atrás fue demasiado tarde, ya teníamos la corriente en contra», le contó Guillermo a una televisora estadounidense un par de días después. Hasta ese momento, las autoridades solo habían conseguido recuperar el cuerpecito sin vida de su hijo Ismael, de 4 años.
Guillermo, Ismael y Alexa Nadine Patinho habían llegado a México el 20 de febrero siguiendo rutas distintas, pero con un mismo objetivo: presentarse ante la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus siglas en inglés). Para ser admitido, él solo tendría que apelar a su nacionalidad, que también le permitiría brindar amparo a su esposa y su hijo, ciudadanos uruguayos. Guillermo suponía que al cabo de un par de días de detención los dejarían en libertad, a la espera de un juicio migratorio que muy probablemente nunca se celebraría. Luego de un año y un día, dada su condición de cubano, cumpliría la formalidad de solicitar la residencia permanente en Estados Unidos.
Las estadísticas jugaban a su favor. De acuerdo con datos de la CBP, 78.903 cubanos cruzaron la frontera desde México entre el 1 de octubre de 2021 y el 31 de marzo de 2022. Solo 737 fueron expulsados. Un conteo oficioso de The New York Times estimó que durante abril otros 34 mil migrantes de la isla habrían llegado a territorio estadounidense. Miles o decenas de miles más –nadie sabe a ciencia cierta cuántos– se hallan en camino.
NO ES LA PRIMERA VEZ
Un proceso de tal magnitud no se veía desde 1980, cuando 125 mil cubanos cruzaron el estrecho de la Florida en medio de la llamada crisis del Mariel. Empeñado en mejorar sus posibilidades de reelección, el presidente Jimmy Carter cometió entonces el error de alentar a los cubanos a emigrar «como fuera», pensando que así provocaría la caída del gobierno de la isla. La Habana respondió autorizando la partida de todo el que quisiera abordar los barcos enviados por los emigrados de la Florida. Cuarenta y dos años después, los voceros más militantes del exilio insisten en que aquella fue la oportunidad perfecta para que Fidel Castro «llenara de locos, delincuentes y espías la ciudad de Miami».
La crisis del Mariel contribuyó de manera decisiva a la humillante derrota electoral de Carter a manos de Ronald Reagan y estuvo a punto de acabar con la prometedora carrera política de Bill Clinton, quien ese año perdió su cargo de gobernador en Arkansas a causa de un motín protagonizado por los «marielitos».
Clinton había aceptado a esos migrantes presionado por el Partido Demócrata, cuenta el periodista brasileño Fernando Morais en el libro Los últimos soldados de la Guerra Fría. En 1994 tropezaría con la misma piedra, ya como inquilino de la Casa Blanca, cuando 45 mil cubanos emprendieron el camino de la Florida a bordo de embarcaciones rústicas. Las necesidades económicas, la propaganda anticomunista de Washington y la facilidad para establecerse en Estados Unidos se habían coaligado para causar la crisis de los balseros. Pero al comprobar que Castro no sería derrocado y, por el contrario, volvía a abrir las fronteras, Clinton comprendió que la única alternativa era negociar.
El acuerdo migratorio vigente entre ambos países data de esa época. Cuba se comprometió a no enjuiciar a quienes intentaran salir ilegalmente de su territorio, siempre y cuando no cometieran delitos comunes, y Estados Unidos, a devolver a los migrantes irregulares y otorgar «al menos 20 mil visas anuales». Plantear una cifra mínima no era una precaución ociosa. En tratados anteriores, Washington había pactado la entrega de «hasta 20 mil visas anuales», pero nunca se acercó a ese número de permisos. De hecho, durante la crisis económica de los noventa, había recortado progresivamente el número de visados con la esperanza de incrementar la tensión social en el interior de la isla.
A comienzos de 2000, el juicio contra Ana Belén Montes –la espía de más alto nivel infiltrada por Cuba dentro del Pentágono– reveló el singular vínculo entre la emigración cubana y los planes de seguridad de la Casa Blanca. Aprovechando su cargo de analista senior de la Agencia de Inteligencia para la Defensa, Montes había logrado rebajar la condición de Cuba al estatus de «no amenaza a la seguridad nacional». La nueva jerarquía sacaba a la nación caribeña de la lista de blancos prioritarios para «intervenciones humanitarias» estadounidenses, por lo que motivó airadas protestas de parte del caucus cubanoamericano en el Congreso y de empresarios miamenses. Por años, estos habían defendido la premisa de que una oleada incontrolada de migrantes cubanos debía considerarse una amenaza a la seguridad de Estados Unidos y debía ser respondida con una intervención militar.
UNA ESCALA TEMPORAL
Guillermo Alan Matos se había asentado en Uruguay en 2017, probablemente debido a la imposibilidad de seguir viaje rumbo a Estados Unidos. El 12 de enero de 2017, a una semana de concluir su mandato, Barack Obama había suspendido la llamada política de los pies secos, un artilugio jurídico al amparo del cual Washington violaba lo acordado con La Habana, admitiendo a los migrantes cubanos que llegaban por su frontera terrestre o a través del mar sin ser interceptados.
Sobre todo a partir de 2015, miles de cubanos habían aprovechado esa posibilidad, viajando a Guyana o Ecuador, países que no les exigían visa, y desde allí a través de Centroamérica rumbo a Estados Unidos. Otros miles se trasladaban primero a Chile o Uruguay, con la esperanza de trabajar algún tiempo, hacer ahorros y luego continuar la ruta. La inesperada decisión de Obama dejó a muchos descolocados.
Sin la posibilidad de presentarse en la frontera con México u obtener alguna de las 20 mil visas de la embajada estadounidense –virtualmente cerrada por Donald Trump en setiembre de 2017–, un número creciente de cubanos optó por quedarse en otros países. Tal fue el caso de Uruguay, donde en 2019 los nacidos en la isla se convirtieron en la más numerosa de las comunidades extranjeras.
Sin embargo, tras la llegada a la Casa Blanca de Joe Biden, esa tendencia comenzó a revertirse. En la práctica, el actual mandatario ha apostado por una política que conjuga el congelamiento de relaciones de la era Trump con la tolerancia migratoria de la mayor parte del mandato de Obama. Mientras la embajada en La Habana sigue trabajando de manera testimonial, en la frontera con México son admitidos prácticamente todos los cubanos que se presentan.
Una nota del diario uruguayo El País detalla cómo en los ocho primeros meses de 2021 entraron a Uruguay 1.816 cubanos, 871 menos de los que salieron. El destino de quienes se marchaban, «si se sobrevive», era alguna oficina migratoria de Estados Unidos. «Nosotros somos refugiados políticos y venimos buscando asilo político por la situación en nuestro país, la represión que vivimos y todo el peligro que corremos. Puede ser que ni les pregunten, pero si les preguntan, supongo que eso sea lo que digan, por lo menos ese fue el motivo por el que vine y supongo que sea por el que todos vienen. La realidad es que si no es por ese motivo, no tienen ningún otro por el cual venir, ¿ok?», recomienda una guía para el migrante muy compartida durante las últimas semanas en Cuba y entre nacionales establecidos en otros países. Miles de estos últimos llevan años viviendo fuera de la isla.
LOS EMIGRANTES DEL PAN CON BISTEC
En Ecuador, fregando platos durante turnos de 12 horas, Luis Robert gana 18 dólares al día, dos más que los que recibe por cada hora de trabajo uno de sus amigos, que en Kentucky se desempeña como peón de una granja de pollos. «A primera vista pareciera que estoy mejor que en Cuba, donde mi salario equivaldría a 40 o 50 dólares mensuales, pero aquí, en Ecuador, con lo que gano apenas me da para vivir. ¿Qué sentido tiene que siga demorándome en subir?», razona a través de Whatsapp.
Asentarse en Estados Unidos le permitiría a Luis Robert ayudar más a sus padres y su hija, que quedaron en la isla. Contando desde la entrada al territorio norteño, solo tendría que esperar un año y un día para obtener la residencia permanente y regresar a verlos, algo que no ha podido hacer en los cuatro años que lleva viviendo en la nación sudamericana.
Por definición, Luis Robert sería lo que Alexander Otaola –el más influyente de los líderes mediáticos del exilio– ha definido como «emigrantes del pan con bistec». «Tú los ves, que ya tienen el freezer lleno, y se la pasan haciendo barbacoas y andando en carro por Miami, y, sin embargo, no pueden sacarse la mentalidad del comunismo de arriba. Vienen a Miami a matar hambre, pero tan pronto les dan una oportunidad se van a aplaudir como focas a cualquier artista de esos que traen para lavarle la cara al régimen o cogen un avión para ir a llevarle dinero a la dictadura. ¡Hay que tener vergüenza!», estalló en una entrevista televisiva, a mediados de abril.
Pocos días después, durante uno de los desayunos que transmite desde su lujoso rancho en la Florida, Otaola le pidió a la congresista María Elvira Salazar trabajar juntos en una propuesta de enmienda a la Ley de Ajuste Cubano, la norma que ampara el ingreso de sus compatriotas a Estados Unidos. Desde su punto de vista, estos deberían esperar al menos diez años antes de regresar al país del que supuestamente huyeron a causa de persecuciones políticas.
Aunque más cauta en sus declaraciones, Salazar apoya la necesidad de «hacer algo». En abril de 2021, junto con el también congresista cubanoestadounidense Mario Díaz-Balart, le exigió a Biden que no reabriera el consulado estadounidense en La Habana. En su lugar, planteaba que los servicios consulares se prestaran en la base naval de Guantánamo, una propuesta a todas luces inviable, debido a que el gobierno cubano considera ese enclave como territorio ilegalmente ocupado.
Aunque el 3 de mayo Washington reabrió de manera formal su consulado en la isla, por el momento allí solo son atendidos los padres de ciudadanos estadounidenses con «procesos de reunificación pendientes desde hace varios años», aclaró la sede diplomática en un tuit. Los demás cubanos que pretendan trasladarse por vías legales deben seguir viajando a Guyana para tramitar sus procesos.
Yanexis y sus hijos de 4 y 11 años de edad llevan en Georgetown desde la primera semana de marzo, cuando finalmente pudieron abordar un abarrotado vuelo chárter. Por cada pasaje pagó 2.500 dólares, cuatro veces más de lo que habrían costado si no hubiese tenido que apelar a revendedores. Pero, a pesar de sus esfuerzos, no pudo llegar a tiempo para la cita en la embajada y desde entonces espera por un fallo que le permita volver a presentarse. Su esposo, un cubanoestadounidense con ciudadanía estadounidense, dejó de trabajar como camionero y solicitó un préstamo para estar con ella y los niños. «Nosotros teníamos el trámite pendiente desde 2019 y no fue hasta ahora que vinieron a citarnos. Y lo hicieron casi sin tiempo de antelación. ¡Ni siquiera fueron capaces de considerar lo difícil que es salir de Cuba por la covid y la cantidad de gente que se está yendo!», lamentó Yanexis.
La capital guyanesa se ha convertido en una suerte de Casablanca para quienes se niegan a seguir la incierta ruta de los volcanes, que comienza con un vuelo a Nicaragua y continúa a través de Centroamérica y México, de la mano de coyotes y carteles del narcotráfico. Pero permanecer a la espera de la decisión de la embajada estadounidense puede resultar más caro, incluso, que el incierto viaje hasta la frontera. «Nosotros llevamos gastados alrededor de 20 mil dólares y todavía no tenemos nada seguro», dijo Yanexis, quien, a pesar de ello, se niega a viajar de otra forma. «He visto demasiados videos de personas ahogadas o a las que les robaron o violaron por el camino. ¿Cómo voy a exponer a mis hijos a ese peligro?».
Otros no piensan así y se apuran a llegar al río Bravo «antes de que a Biden le dé por quitar esto», según me comenta un conocido desde algún sitio en Guatemala. «Esta es una oportunidad que no tiene más nadie. Es verdad que hay riesgos, pero ¿cuánta gente en el mundo no los correría si tuviera la posibilidad que tenemos los cubanos?».