La otra orilla - Semanario Brecha
El Canal de la Mancha y los judíos daneses

La otra orilla

Durante dos meses, un bebé kurdo de 15 meses flotó entre Francia y Noruega. Artin Irannezhad murió junto con su madre, padre, hermana y hermano cuando la embarcación que los llevaba se hundió frente a la costa de Dunquerque en octubre pasado. Los cuerpos de su familia fueron recuperados cerca del lugar del naufragio. El suyo, mucho más pequeño, fue llevado por las corrientes durante cientos de quilómetros. Sus restos fueron descubiertos en una playa de Karmøy en año nuevo y en junio se verificó su identidad. La Policía noruega publicó fotos de una campera azul para la nieve forrada de lana. Mejor no imaginarse a sus padres subiéndole el cierre con la esperanza de que no pasara frío hasta alcanzar la otra orilla.

Cuando escuché sobre Artin Irannezhad, pensé en un tuit que se volvió viral en enero de 2017: «Acordate de estar sentado en la clase de historia, pensando: “Si yo hubiera vivido en aquel entonces, habría…”. Vivís ahora. Lo que sea que estés haciendo ahora es lo que hubieras hecho en aquel momento». La publicación aludía más que nada al Holocausto. Se ha vuelto rutina denunciar la falta de intervención, la facilidad con la que el respeto a la ley de la gente común condujo a un genocidio. Una proporción improbable de nosotros insiste en que no habríamos permitido que algo semejante ocurriera bajo nuestra mirada.

Claro que hubo focos de resistencia notables. En 1943, Hitler ordenó que los alrededor de 8 mil judíos daneses fueran detenidos y deportados a campos de concentración. Los pescadores convocados por la resistencia danesa transportaron en secreto a la mayoría de ellos a la neutral Suecia, previo pago por el servicio. La mitad del costo fue cubierto por los propios pasajeros, pero muchos eran demasiado pobres para pagar la tarifa y la resistencia recaudó lo que faltaba. Más de 7 mil judíos daneses llegaron a buen puerto, pero algunos fueron interceptados por los nazis y deportados. Veintitrés se ahogaron.

Hablo de este episodio cuando enseño filosofía moral a estudiantes universitarios. Es un ejemplo de desobediencia civil, al mismo tiempo que un desafío a la ética de Kant, quien consideraba que mentir era inmoral bajo cualquier circunstancia. Les pregunto a los estudiantes si los pescadores hacían lo correcto al violar las leyes nazis y cómo deberían haber respondido si los funcionarios interceptaban las embarcaciones y preguntaban por el cargamento. Los estudiantes siempre responden unánimemente que estuvo bien ir contra la ley y mentir sobre ello. Suelen ser más silenciosos cuando les pregunto a qué nos compromete ese razonamiento en la actualidad.

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Día tras día, en el norte de Francia, los traficantes amontonan en botes a migrantes desesperados y se quedan con los ahorros de toda su vida. En el largo viaje hacia el norte, el cruce del Canal de la Mancha es el último tramo, por lo que ya no hay incentivos para entregar a los clientes con vida. Las embarcaciones no podrán ser usadas de nuevo –serán confiscadas por las autoridades o destrozadas por el mar–, así que generalmente se trata de endebles y gastados barquitos, muy baratos y prontos para ser puestos fuera de circulación. Por razones de peso y de economía, el combustible es el mínimo. El mismo criterio rige para la comida, el agua y cualquier cosa que pueda usarse como refugio. La mayoría de las veces, son los propios migrantes los que manejan los botes para que los traficantes puedan evitar la cárcel. En resumen, una receta para desastres, como el sufrido por la familia Irannezhad el año pasado. Seguramente ellos conocían los riesgos, pero, al decir de la poeta Warsan Shire: «Tenés que entender/ que nadie mete a sus hijos en un bote/ a menos que el agua sea más segura que la tierra».

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La ley británica establece que el delito de ayudar a un solicitante de asilo consiste en facilitar su llegada «a sabiendas y con ánimo de lucro» (como los pescadores daneses). A comienzos de julio, la ministra del Interior Priti Patel presentó el proyecto de ley de nacionalidad y fronteras en la Cámara de los Comunes. Entre sus propuestas está la de eliminar de la legislación la expresión con fines de lucro y aumentar la pena máxima para los que incumplan la ley, de 14 años a cadena perpetua. En otras palabras: habrá violado la ley cualquiera que rescate del mar a un eventual solicitante de asilo y lo lleve a costas británicas, incluso si lo hace sin obtener por ello ningún beneficio personal.

Las medidas del gobierno suelen empalmar con el clamor de ciertos medios de prensa. La semana previa al anuncio de Patel, el Daily Mail se quejaba: «La Real Institución Nacional de Botes Salvavidas está enviando sus barcos a aguas francesas para traer migrantes a Inglaterra». En respuesta, esa entidad, una organización benéfica que muchos ayudan a financiar a través de donaciones, quermeses y colectas, emitió una paciente declaración pública. Allí recuerda a los británicos que la función de una institución de botes salvavidas es, quién lo hubiera pensado, salvar las vidas de quienes están por ahogarse: «Nuestra fundación existe para salvar vidas en el mar. Nuestra misión es salvar a todos. Nuestros guardavidas tienen el deber de ayudar a aquellos que lo necesiten sin juzgar cómo llegaron al agua. Así lo han hecho desde que se fundó la institución, en 1824, y ese será siempre nuestro espíritu».

Pero el nuevo proyecto de ley no solo parece prohibir las operaciones actuales de la real institución. También contradice el derecho marítimo internacional, que reconoce el deber de rescatar a los que se encuentran en peligro en el mar.

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En una declaración ambigua, el gobierno ha dicho que sus objetivos son «terminar con la entrada ilegal a Reino Unido, el modelo de negocio de las redes criminales de tráfico y el salvataje de vidas». Eso significaría que los solicitantes de asilo deben esperar a ser seleccionados por los esquemas de reasentamiento, que asisten a menos del 1 por ciento de quienes califican como refugiados (esquemas que, además, han estado en pausa durante gran parte de la pandemia). O que los solicitantes deberían viajar como el resto de la población: tomar un avión o un ferry, visa y pasaporte en mano, y luego pedir asilo al llegar a suelo británico. El problema es que Reino Unido no otorga visa si «la situación política, económica y de seguridad en el país de residencia del solicitante –ya sea políticamente inestable, propia de una zona de conflicto o en riesgo de convertirse en una– suscita dudas sobre su intención de abandonar Reino Unido al final de su visita».

En otras palabras: la gran mayoría de aquellos que necesitan asilo no pueden llegar al país por ninguna ruta «legal», precisamente porque podrían llegar a pedir asilo. Como ya es costumbre, se criminaliza a todo el que esté desamparado. Y el Estado hará todo lo posible por evitar darle amparo.

Según un informe del think tank británico Instituto de Relaciones Raciales, 300 migrantes han muerto en el Canal de la Mancha desde 1999. Cientos de personas por semana intentan cruzar durante los meses de verano. ¿Por qué las costas no están llenas de gente con botes y chalecos salvavidas lista para violar la ley? Hablar en términos contrafácticos es fácil; también es fácil retratar a las sociedades del pasado como moralmente deficitarias. Es mejor si admitimos que no hubiéramos ayudado a los judíos daneses. Y no deberían acobardarnos las inferencias sobre quiénes serían en aquel momento las Patel, los Boris Johnson y la prensa que los mantiene a flote.

(Arianne Shahvisi es profesora de ética en la Brighton and Sussex Medical School de la Universidad de Sussex. El presente artículo fue publicado originalmente en la London Review of Books bajo el título «The Other Shore». Traducción de Brecha.)

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