Así como Zygmunt Bauman plantea que vivimos en «una sociedad líquida», en la que los individuos fluyen sin puntos de apoyo, sin tradiciones, sin enlaces duraderos, también muestra el eclipse de la moral por la pérdida de la firmeza del otro como referencia, lo que denomina «ceguera moral». Si, como dice Umberto Eco, la moral comienza cuando en la escena entra el otro, sin la consideración del otro la moral pierde pie. La consideración del otro se establece sobre la empatía, la compasión y el respeto, y por una regla moral que establece que «no quieras para el congénere lo que no quieras para ti».
Leonidas Donskis redefine el mal de nuestro tiempo diciendo: «Hoy en día se revela con mayor frecuencia en la ausencia de reacción ante el sufrimiento del otro, al negarse a comprender el sufrimiento del otro, al negarse a comprender a los demás, en la insensibilidad y en los ojos apartados de una silenciosa mirada crítica».
No advertimos la crisis de la otredad en la que estamos inmersos porque estamos anestesiados, adormecidos, atontados por los mensajes de los medios de comunicación masiva y de otros recursos tecnológicos. Estamos placenteramente adormecidos por «el masaje de los medios», al decir de Marshall McLuhan. Basta observar a las personas sentadas en un café, o paradas esperando el ómnibus, o incluso andando por la calle, con su celular en la mano, absortas, o adormiladas en el sillón frente al televisor, con total indiferencia a lo que ocurre en el entorno. La pantalla despliega un mundo irreal de comunicaciones inmediatas y ofertas subliminales elegidas especialmente, que provocan un extraño placer semejante a ser mecidos en una cuna.
Quien sale de su casa sin el celular lo más probable es que vuelva a buscarlo antes de llegar a la esquina, porque de él dependen la relación con los demás, las noticias y el entretenimiento.
Sin que lo sepamos, en esto operan entes que convierten a los seres en números y estadísticas. Las personas son clasificadas, observadas, orientadas y finalmente manipuladas a través de procesos en los que interviene la ciencia para lograr la mayor eficacia, sin que adviertan que son transformadas en «necesitantes», a la vez que son aisladas y frustradas.
«El deseo de ser deseado» queda mediatizado por el objeto promovido por el marketing, de modo tal que el sujeto necesita poseer para poder mostrar, no para usar. Si cumple su deseo, dirá con placer y narcisismo infantil: «Yo tengo lo que el otro quiere y no tiene», sin siquiera saber a qué otro se refiere y sin advertir la inmoralidad que esto significa. El individuo está más preocupado por la marca de las championes que por su propia alimentación. El mensaje inductor impacta en la forma en que el individuo se considera a sí mismo y en cómo se relaciona con el congénere; el otro ilusorio se transforma en un escalón para que el yo pueda sobresalir, a la vez que es un competidor a quien derrotar sin empatía, compasión ni respeto.
Los baluartes narcisistas que abarcan a todas las clases de esta sociedad se construyen sobre la base de tener y consumir, en el hecho de ostentar las marcas más deseadas, expuestas no como bien de uso ni mucho menos como ejemplos de comportamiento moral, sino para entrar en el espectáculo del cual necesitan ser parte. La zanahoria eternamente perseguida ya no es solo la riqueza, sino el hecho de ser visible al ostentar los símbolos del éxito y el reconocimiento social, reduciendo al otro a un admirador.
Estamos asistiendo a una era de desborde maquiavélico globalizado, en la que la moral es rehén de los intereses comerciales, con consecuencias culturales inéditas, al afectar la otredad, esto es, la noción del otro como semejante que se proyecta en última instancia en indiferencia con el sustrato de una patología narcisista; el otro se transforma en un medio y pierde la calidad de semejante. Por otra parte, la inmediatez de la comunicación se traduce en la pérdida de la intimidad y del necesario respeto; se pierden hasta los nombres.
Como consecuencia, las redes se han inundado de «orgías verbales de odio anónimo» e «incomparables despliegues de insensibilidad» (Donskis). El yo magnificente del rey consumidor, acuciado por la zanahoria inalcanzable, descarga con sadismo sus frustraciones sin el menor control, al mismo tiempo que la depresión crece como una mancha de aceite y se desencadenan crisis de pánico por la soledad espiritual, que pueden llegar hasta el suicidio.
Byung-Chul Han denomina «enjambre digital» a la sociedad actual, integrada por individuos intercomunicados pero aislados; la sociedad se pulverizó en sus constituyentes, aunque nunca estuvieron tan comunicados, porque se perdieron los lazos humanos y el sentido de pertenencia. Se mantienen unidos por intereses o deseos, pero se desarraigaron de su geografía y de sus tradiciones: tanto da vivir aquí como allá, no hay relaciones familiares duraderas, cada vez más individuos viven solos y lo niños crecen en familias uniparentales.
El rey consumidor, que también consume mucha más salud de lo necesario, por inducción de la demanda, exige a su médico tanto más cuanto más paga, con lo que rompe la necesaria relación de confianza basada en la fe en el otro; se cae en la indiferencia, en la desconfianza y en acciones a la defensiva, de igual modo que lo que ocurre en otros terrenos. La violencia cada vez es más frecuente.
La sociedad líquida descarta y sustituye permanentemente no solo los objetos del consumo, sino también las verdades, que cada vez son menos fiables. Lo fugaz se expresa en la transitoriedad de lo bueno, que mañana es malo y viceversa en función de los intereses; lo que es verdad hoy mañana es mentira y viceversa, todo se orienta según el interés de los que ostentan el poder. A igual que la verdad, la memoria es fugaz; la sociedad comienza a padecer alzhéimer y anda a los tropiezos con su ceguera moral.
Las tres brujas del primer acto de la tragedia de Macbeth dicen que «lo hermoso es feo y lo feo es hermoso. Revoloteemos por entre la niebla y el aire impuro», anunciando así un destino de desconcierto moral, al incitar el deseo del trono que culminará con el magnicidio. Ahora estamos inmersos en la misma niebla que no permite percibir al otro como merecedor de los mismos derechos que el yo; porque se ha eclipsado la percepción del congénere, en la medida en que el consumidor narcisista prioriza los bienes de consumo, característica esencial de la sociedad capitalista, que deja a un lado la actitud solidaria y la importancia de compartir.
Dice Baumann: «Una actitud consumista puede lubricar las ruedas de la economía, pero lanza arena a los engranajes de la moralidad».