Dado el exilio de sus padres, le tocó nacer en Suecia y crecer al amparo de la poesía, acunada por el canto popular comprometido. UNA es su ópera prima, es cierto. No su primera canción. Tampoco su primer texto.
Nos encontramos frente a un libro de poemas, estamos hablando de lírica: la herramienta más antigua utilizada en Occidente para vehiculizar el conocimiento y el decir a través del sonido como recurso mnemotécnico. La autora sabe mucho de esto, lo que se evidencia en el trabajo fino dedicado a la musicalidad que emerge de los textos. No hay una construcción pesada del ritmo, los poemas no resuenan a cosa armada. No se hace fuerza para que las palabras repiqueteen. Más bien se eligen los mecanismos adecuados y se plasman en el papel con la simplicidad terminológica que los hace fluir.
El poemario consta de 45 textos que alternan entre los que siguen una estructura más compacta, el verso libre y las variaciones en la grafía. Hay poemas extensos, algunos subdivididos en secciones, en los que asoma la prosa poética. Hay poemas cortos. Algunos estructurados en estrofas, otros ordenados en una tirada de versos. En definitiva, la obra se dispone a contar cantando.
Cuando se abre el libro, uno lee los primeros poemas y percibe inmediatamente la armonía musical. Parece que se usara el verso libre, pero no. En un principio, abunda el dodecasílabo, con alguna variación bien cuidada, y una rima pensada. Tendemos a creer que la autora se está valiendo de estructuras tradicionales… Tampoco. Descubrimos entonces que Ann-Marie Almada recurre a la tradición para disolverla en su propio artificio de creación.
Entre los recursos más usados para generar sonido se encuentra la reiteración. En particular, la anáfora, el polisíndeton y la aliteración logran la cadencia para expresar los sentimientos. En el poema «Huyó», el uso anafórico de la comparación intenta encontrar en esa reiteración posibles explicaciones a la despedida intempestiva del amante: «Huyó/ Se escapó de mí/ con liviandad de gorrión/ como al pasar/ como si cualquier día/ como quien ha estado preso/ Huyó». A veces la repetición no es del término en sí, sino de un tipo de palabra que marca el ritmo, como ocurre en el poema «Repasé cada paso», en el que los tres primeros versos de cada estrofa comienzan con un verbo conjugado en pretérito perfecto. El uso de ese tiempo verbal no solo crea un loop cíclico en el poema, sino que además le otorga fuerza a una estrofa que se apacigua en el último verso. «Repasé cada paso/ Volví por donde no estuve/ Miré fijo a los ojos/ sin buscar guerra o sexo.» Cabe notar, en esos versos, dos elementos más. En primer lugar, la presencia de la aliteración del sonido /s/, que encadena la idea en un ambiente sonoro particular. En segundo lugar –y como también se observa en los versos de «Huyó» y en muchos otros–, se propone un juego con las mayúsculas y las minúsculas, a modo de establecer una puntuación alternativa en el oído. No son necesarias las marcas gráficas de los signos de puntuación, se resuelve otro camino para establecer el ritmo y sus pausas. En cuanto al uso del polisíndeton (en este caso la reiteración de la conjunción y), el poema «Ojos» es uno de los que más lo sintetizan: «Salgo a la calle y sus ojos me miran/ me siguen me hieren alambres que enredan/ mi cara y mis manos y buscan mis ojos/ y buscan y encuentran y encuentran y ríen».
ALGO QUE ANDA POR LAS CALLES
El libro halla sus cimientos en la voz de un yo lírico femenino que recorre las líneas con la afanosa pretensión de encontrarse para autodefinirse. El tópico del homo viator es el leitmotiv que hilvana la obra. Como en todo viaje, se parte desde el pensamiento, se llega a lugares que se contemplan, otros se caminan, otros se atraviesan. Se va hacia diferentes sitios con la memoria, con los sentidos. Se espera a seres queridos que están en otra parte. Otras veces, simplemente, se crean espacios desde la introspección. Este andar es un andar entre palabras, versos y música. Como la poesía misma, eso «que anda por las calles», al decir de Federico García Lorca, Almada lo ordena en el sonido, tocando temas de la vida cotidiana y haciendo hablar a una voz que pretende fluir como el agua entre las páginas, a veces a los gritos, a veces con mesura. Es una voz que rompe el silencio y suena a mar embravecido.
El yo lírico de los poemas no se sienta en la arena solamente a contemplar el mar, se deja inundar por su inmensidad. La consecuencia de esto es la materialización del líquido en el cuerpo. Así, el elemento del agua se proyecta recurrente en el poemario, a través del mar, a través de la lluvia, a través de lágrimas: «por qué cuando lloro el Mundo/ se llena de mar», dice la voz de «El mar», o «La lluvia es esa cruel gota de sangre que brota de mis entrañas», expresa el poema «La lluvia». Como una reminiscencia de Idea Vilariño o un déjà vu montevideano, la angustia y la soledad se vuelven líquido que fluye entre los versos. «El espanto del vaso vacío y el recuerdo del desierto en la garganta. Sentir que lo que perteneció se extingue, como un trozo de agua.»
El amor se vive desde una perspectiva diferente y es percibido a través de los sentidos en un diálogo sinestésico. La soledad, como una figura insoslayable, abruma al yo lírico, que por momentos disfruta de ella y por otros no la quiere. Ese dejo nostalgioso que entristece a la voz poética se modela, a veces, con la importación de determinadas palabras del universo carnavalero del que proviene la autora. Términos como noche, música, canción, borrachera, tinta, retirada, tambor, luna, lucecitas, camiones, cansancio podrían estar estableciendo ese vínculo para ampliarse en la convivencia con otros sistemas. En otras palabras, es la vida lo que está allí al alcance, lo que anda por las calles, lo que sigue articulándose en sonidos.
Existe también un posicionamiento político que se proyecta desde lo femenino, desde la memoria individual y colectiva. En ese transcurso hacia la búsqueda de su identidad, una revisita con la memoria un viaje a Perú. Opta por reconocer ese pasado para asimilarlo y continuar creándose hacia un futuro, desde el aprendizaje, «para poder por fin/ envejecer». Es decir, una viaja a otros lugares, pero también viaja hacia sí misma, para descubrir y descubrirse: «Yo tuve otra vida en que mi cama era el mundo». Al mismo tiempo, redimensiona el pasado reciente de la memoria colectiva. Recuerda la lucha política, el exilio, mayo y su silencio. Y sentencia: «Solo haré silencio cuando pidas descansar». En ese recorrido, la voz lírica termina por hallarse habitando la piel de un monstruo, «un monstruo tan monstruo que no tengo nombre». Deforme, sin caracterización precisa, este yo una, monstruo, se ha desmembrado y desarmado para reconstruirse en los sonidos del texto: «Quiso encontrarse con las palabras/ en las canciones y en los barrotes». Al igual que ocurre con el formato, la autora explora la tradición, la historia, y mastica y deglute esas experiencias para vomitar en el papel un pasado resemantizado. Rastrea el sonido del ayer para gritar un presente en creación.