La proeza de empeorar lo que hay - Semanario Brecha
Cambios en la formación de los docentes

La proeza de empeorar lo que hay

«Docentes mejor formados para una mejor educación», tal es el quinto principio del Plan de Política Educativa Nacional (PPEN) 2020-2025. En su fundamento, se explica: «Debemos avanzar en una reforma de la formación en educación que permita aumentar las tasas de titulación de nuestros docentes y fortalezca su preparación de cara a los desafíos que imponen la evolución tecnológica, el desarrollo de la economía del conocimiento, la inclusión educativa y las crecientes exigencias asociadas al ejercicio de la ciudadanía».

La formación de los futuros docentes depende del Consejo de Formación en Educación, un órgano que funciona en la órbita de la ANEP (Administración Nacional de Educación Pública). Ese consejo se encuentra abocado ahora mismo, en consonancia con el PPEN, a la elaboración de nuevos planes de estudio para magisterio y profesorado. La intención es que esos nuevos planes, todavía en estado de borrador, estén operativos ya el año que viene.

¿Los planes actuales son buenos? No opinaré sobre los planes de magisterio. Los de profesorado no lo son. ¿Entonces, una reforma –al menos de los planes de profesorado– es necesaria? Sí, es urgente. ¿Y es esta una buena reforma? No, no lo es. Es bastante peor que lo que hay. Y empeorar lo que hay era muy difícil…

Ignoro qué efectos pueda llegar a tener esta reforma sobre el aumento de las tasas de titulación, la mejor preparación de los docentes de cara a los desafíos que imponen la evolución tecnológica, el desarrollo de la economía del conocimiento, la inclusión educativa o las crecientes exigencias asociadas al ejercicio de la ciudadanía (que no sé cuáles son). Pero no tengo dudas de que los profesores del futuro van a saber menos (y cada vez menos) de la disciplina que imparten, es decir, van a saber cada vez menos de aquello que enseñan, y, en consecuencia, en los centros educativos van a circular cada vez menos conocimientos: un proceso que no empezó ahora, pero que se agrava con el tiempo y con cada reforma. Hasta que algún día se alcanzará a realizar el milagro de la transubstanciación pedagógica, que consiste en convertir a una persona en bachiller sin que haya aprendido absolutamente nada de nada en el camino.

No falta mucho para que el chiste del párrafo anterior resulte ininteligible para casi cualquier persona que haya terminado el liceo. La nueva malla curricular que la reforma de planes propone para filosofía viene a dar un empujón en ese sentido. Con un poco de suerte, en breve, para entender el chiste va a ser necesario ser doctor en Teología.

«El término sustancia proviene del griego ousía, que se tradujo al latín como essentia o substantia y, por lo tanto, al español como ‘esencia’, ‘entidad’, ‘sustancia’ o ‘substancia’», dice Wikipedia, y cualquiera puede repetirlo. Otra cosa es entenderlo. Para eso hay (o solía haber) profesores de Filosofía.

El lector puede pensar que estas cuestiones aristotélico-escolásticas de sustancias y accidentes, actos y potencias, causas materiales y formales, y eficientes y finales tienen olor a moho, a ambiente lúgubre y poco ventilado, a sacristía y a monasterio. Y que están desactualizadas, que no sirven para nada en el mundo moderno: el mundo de la ingeniería genética, las criptomonedas y la computación cuántica. Bueno, está en su derecho el lector de pensar eso. En tal caso, habría que sacar filosofía al diablo de los planes de estudios. Porque la filosofía, guste o no, es esto: sustancias y accidentes, actos y potencias, materia y formas. Esa es su historia. Y, por más positivista, pragmatista, posmetafísico y pos-lo-que-sea que resulte ser uno, no puede comprenderse la filosofía más reciente (la de «nuestro tiempo») sin un buen manejo de la filosofía tradicional. Y es que no se trata de historia de la filosofía solamente. Es historia a secas. O, al menos, historia del mundo occidental, de la civilización occidental. Y es cultura, en el sentido más profundo (no antropológico) de la palabra.

La propuesta de nueva malla curricular de Filosofía (me refiero siempre a la filosofía que estudiarán los futuros profesores de la asignatura Filosofía: aquellos que en el futuro van a enseñar filosofía en el liceo) que circuló en estos días, todavía en estado de borrador, pero muy avanzada, pone un clarísimo énfasis en los últimos siglos de historia de la filosofía –especialmente en el último–, en claro detrimento de la filosofía tradicional.

La propuesta es juntar toda la filosofía que va desde Tales (en el siglo VII antes de Cristo) hasta Francisco Suárez (en el siglo XVI) en un único curso que «vale» 17 créditos de la carrera, según ese sistema de contabilización que está de moda. El curso de Filosofía Moderna (que comprende los tres siglos siguientes) vale esa misma cantidad de créditos. Los dos cursos de Filosofía Contemporánea suman 22 créditos, y los dos cursos de Filosofía en América Latina y Filosofía Uruguaya (cuyos contenidos, como es evidente, no se remontan demasiado en el tiempo), también 22 créditos.

Este claro énfasis en los últimos siglos de historia de la filosofía parece ser el resultado de una concepción de la disciplina entendida como una especie de «crítica del presente», liberada de los lastres de su propio pasado y del pasado de nuestra civilización en general. Con esto se reafirmaría una orientación presentista que ya se observa como tendencia general en la educación moderna, tanto en Uruguay como en otras partes.

Ahora bien, puede ocurrir que no sea exactamente ese el motivo por el que la filosofía tradicional termina arrinconada de ese modo en la nueva malla curricular.

Es probable que la idea haya sido, en efecto, aumentar la cantidad de filosofía contemporánea, filosofía latinoamericana y uruguaya que hay en el plan de estudios porque al autor de esta propuesta le haya parecido que es la más útil o la más interesante. Es de suponer que, quizás, le haya pesado de algún modo proponer los recortes que propuso. El problema con la malla curricular es que, como ocurre en el célebre cuento de Cortázar, la casa ha sido invadida por elementos exógenos, arrinconando los contenidos específicos en las pocas habitaciones que todavía quedan libres.

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces –dijo recogiendo las agujas–, tendremos que vivir en este lado.

La filosofía, en el programa de Filosofía (de formación docente), también debe vivir en este lado de la casa. Todo el mundo sabe cómo termina el cuento. (Es probable que en unos años ya no, pero, por ahora, sí.) Bueno, así va a terminar también esta historia.

Si sacáramos todos los inventos falsamente modernizadores que estorban y ocupan espacio en las mallas curriculares (en las que ya existen y en las que vendrán), habría espacio para enseñar toda la filosofía que hay que enseñar. Me refiero a asignaturas que llevan títulos como Desarrollo Humano Integral, Tecnologías Multimediales o Pensamiento Computacional.

Lo del «pensamiento computacional» es para martillarse una parte del cuerpo que no mencionaré. La grilla actual de Filosofía contiene Lógica, como es natural (tanto por motivos históricos como conceptuales) en cualquier programa de filosofía. Es una asignatura que a los estudiantes les resulta bastante ardua en general. Pues bien, la nueva malla curricular reduce su carga horaria, pero contempla esa cosa del pensamiento computacional. ¿Para qué? ¿Para qué diablos hacen eso? ¿Luce «moderno» y «tecnológico»? ¿Esperan de verdad que estudiantes a quienes ya les resulta arduo (y, en ocasiones, imposible) manejar con mínima solvencia los conceptos de la lógica elemental aprendan no se sabe bien qué «pensamiento computacional», si, para mayor escarnio, van a tener todavía menos horas de lógica que ahora? ¿No es más sensato, desde todo punto de vista, asegurarse de que los futuros profesores entiendan la lógica elemental primero, y dejar las aspiraciones más elevadas para cuando hayan aprendido lo fundamental?

El autor del borrador que estoy criticando es (hasta donde se sabe) una única persona, el licenciado Horacio Bernardo. Me apresuro a aclarar que no tengo ningún problema con el licenciado Bernardo: no me robó ninguna novia, no me vendió un auto usado, parece una persona amable, apenas si nos hemos cruzado en la vida. Además, aunque Bernardo haya perpetrado esta propuesta, en modo alguno esto es un asunto personalizable. Ya las autoridades educativas anteriores (nefastas) habían intentado promover algo parecido a esto, y, si las actuales no consiguen tener éxito, volverán a la carga las próximas. Hay que notar, a su vez, que otras mallas curriculares sufren problemas parecidos y Bernardo no las perpetró.

El problema principal, creo yo, es cuánto más se puede seguir inflacionando impúdicamente la grilla de asignaturas que no hacen remotamente a la formación específica del docente en los conocimientos básicos de la disciplina que va a impartir, en detrimento de estas últimas.

Diera la impresión de que para enseñar filosofía se necesita saber un montón de cosas… menos filosofía.

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