Un año después del inicio de la crisis del coronavirus, el avance de la vacunación y la aplicación de medidas sanitarias apropiadas hacen pensar, en algunos países, que las cosas pueden volver a ser como antes. Pero no necesariamente para todo el mundo o, al menos, no para una parte de la sociedad civil y la comunidad científica, si bien hace un año se llegó a decir que el medioambiente sería «el principal beneficiado por el coronavirus» y la Agencia Espacial Europea señalaba cómo en China la crisis pandémica había reducido un 25 por ciento las emisiones de dióxido de carbono con respecto al mismo período del año anterior. A comienzos de este último mes, la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos informó que la pandemia solo redujo en un 7 por ciento las emisiones globales de CO2 previamente proyectadas para 2020 y la comunidad científica ha vuelto ahora a alertar sobre los niveles récord alcanzados de concentración en la atmósfera de este gas, conocido por propiciar el cambio climático.
Las nuevas cifras han vuelto a revelar la necesidad de repensar la productividad y la movilidad globales y, en consecuencia, el paradigma de progreso imperante, señalan algunas voces. «No hay, hoy en día, una alternativa encima de la mesa que consiga una movilidad de bienes y personas masiva, rápida y que no contamine», reconoce a Brecha Luis González, doctor en Ciencias Químicas y miembro de Ecologistas en Acción, una confederación de más de 300 grupos ecologistas de todo el Estado español. Por ello, añade que se debe apuntar a sociedades en las que se muevan menos mercancías, en una distancia menor y a menor velocidad: economías más locales y autosuficientes, que apunten a alcanzar un umbral de vida digna y que permitan seguir avanzando a los países más dependientes.
De hecho, según la Organización de las Naciones Unidas, el planeta tendría que reducir sus emisiones un 7,6 por ciento al año, de aquí a finales de siglo, para entrar dentro de unos márgenes básicos de seguridad climática, destaca González. «En 2020 hemos tenido una reducción que se aproximaba a eso, pero no vale con un año, sino que lo tenemos que hacer continuamente, lo que nos da una idea del desafío que tenemos por delante», advierte.
DE LO GLOBAL A LO LOCAL
La pandemia ha tenido efectos concretos en la movilidad dentro de ciudades y regiones donde los niveles de contaminación también bajaron drásticamente a raíz de los severos confinamientos y el menor uso, principalmente, del coche privado. Ahí pone la mirada la investigadora y coordinadora de la iniciativa de planificación urbana, medio ambiente y salud del Instituto de Salud Global de Barcelona, Carolyn Daher, quien alerta de que, tras esa especie de hibernación, «sería un problema adoptar un modelo en que el vehículo privado vuelve a tomar protagonismo». «Tenemos que ser cuidadosos y valientes para que eso no pase», dice a Brecha.
Para Daher, la pandemia desnudó la realidad de ciudades diseñadas para los vehículos motorizados, donde se descartan o se relegan otros usos que permitan a la población moverse de forma más segura, sostenible y dinámica. La investigadora entiende que la planificación urbanística de la movilidad tiene un impacto directo en las «islas de calor» que se generan en las ciudades, la contaminación acústica y del aire, la cohesión social, el sedentarismo de los habitantes y la disponibilidad de espacios verdes. En definitiva, en la salud pública.
Las alternativas principales pasan por favorecer la bicicleta, ir a pie o usar más el transporte público. Sin embargo, a la vuelta a la normalidad se añade la sensación de seguridad ante el virus, que la ciudadanía no encuentra en el transporte colectivo. «El transporte en coche privado ofrece la posibilidad de viajar solo o en condiciones más controladas, en el sentido de escoger con quién vas», apunta Daher. La investigadora del Isglobal añade que es precisamente el transporte público «el que ha sido más castigado por la pandemia, por el deseo de la población de evitar aglomeraciones». Insiste, sin embargo, en que, tomando las medidas correctas, se puede reducir mucho el riesgo de contagios en ese medio.
Es con respecto a esas otras formas más «sostenibles y activas», como la bicicleta o ir a pie, que florece el optimismo, según ella. El reto está en que se consiga utilizar el momento actual como una oportunidad para planificar urbanísticamente las ciudades, sin poner en el centro, de nuevo, a los vehículos privados motorizados. No sólo se trata de favorecer la actividad física de la población, sino también de controlar la contaminación del aire. Según un estudio del Isglobal, las grandes ciudades podrían evitar el 20 por ciento de las muertes prematuras que ocurren anualmente con una mejor planificación urbana y del transporte (véase «La ciudad que respiramos», Brecha, 21-II-20).
CAMBIAR LA CONCEPCIÓN
La investigadora señala la necesidad de pensar en el largo plazo, así como en cambios «permanentes». «Dar prioridad a los peatones, aumentar los carriles para bicis, minimizar los obstáculos para que la gente pueda circular de manera más segura en bicicleta o caminar», afirma. Destaca la importancia de atender no sólo a patrones diferentes a los del vehículo privado, sino también «multimodales», es decir, pensar también en trayectorias que combinen distintos transportes: el tren, el metro o ir a pie.
Además, el criterio por el que se ha concebido el modelo de movilidad en las ciudades, reconoce Daher, ha sido el de «eficiencia máxima en tiempo y espacio para una persona que va y viene al trabajo y hace el mismo recorrido todos los días». Atender, sin embargo, a las necesidades de los niños o personas mayores sería una forma de empezar a cambiar el concepto, apunta. También deben tenerse en cuenta elementos culturales relacionados con el estatus que la sociedad adjudica a las personas en función de determinadas posesiones: «Gracias al marketing, se ha vendido la idea de que tener un coche es muy importante», mientras que en muchas ciudades moverse en transporte público sigue siendo un símbolo de pobreza o de fracaso. «Esto también lo tenemos que cambiar», señala.
COMPONENTE DE CLASE
Globalmente, mientras tanto, el medio de transporte más contaminante sigue siendo la aviación. Según un estudio publicado recientemente por la ONG ambientalista Possible, y del que se hizo eco The Guardian, en los países responsables por las mayores emisiones de CO2 originadas por el transporte aéreo es un pequeño grupo de la población el que usa la mayoría de los vuelos. Sin ir más lejos, en Estados Unidos un 12 por ciento de los ciudadanos toma el 66 por ciento de los aviones, mientras que en Francia un 2 por ciento de la población ocupa la mitad de los vuelos anuales.
Los datos encajan con lo que sucede a nivel general con las emisiones globales de gases de efecto invernadero: el 1 por ciento de la población mundial es responsable del 49 por ciento de ellas, recuerda González, quien piensa que, por lo tanto, más allá de los cambios de actitud y de formas de consumir de una parte de la población, el cambio tiene que ser sistémico.
Las consecuencias de la degradación ecológica producida por este sistema ya están aquí, añade: «No podemos vivir como si nada ocurriera, la misma pandemia es un ejemplo, nuestro mundo se está resquebrajando». Lo que no puede ser, dice, es que «una crisis de esta magnitud la pague una mayoría social a costa de que una minoría viva situaciones de privilegio». El cambio de matriz necesario debería hacerse, entonces, con criterios de justicia global, enfatiza el miembro de Ecologistas en Acción.