1887, isla de Malta: primeros casos documentados de brucelosis en humanos, originados por contactos con ovinos, bovinos, caprinos y cerdos, entre otros animales de explotación, comúnmente denominados de granja. 1918, desde Kansas hasta España: pandemia de gripe subtipo H1N1. 1976, República Democrática del Congo: se detectan dos brotes de ébola, por manipulación de chimpancés y consumo de carne de cerdo. 1981, África ecuatorial: se documentan los primeros casos de SIDA causados por el VIH, mutación del virus de inmunodeficiencia simia (VIS) proveniente de chimpancés y otros primates. 1997, Hong Kong: se desata una epidemia de gripe causada por el patógeno viral H5N1, por contacto aviar. 2002, sudeste asiático: brote de coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave (SARS), por consumo de civetas. 2009, Estados Unidos: brote de gripe A H1N1 por contagio de cerdos a humanos, que acaba en pandemia. 2012, Oriente Medio, África y Asia meridional: aparece el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) por contacto con dromedarios infectados. Finalmente, 2019, China: brote de covid-19 por contacto con murciélagos, serpientes, pangolines y civetas, entre otras especies ofrecidas como carne, pieles y supuestos usos medicinales en el mercado de Wuhan. A esta enumeración, digna de un escenario de ciencia ficción, podrían sumarse otras afecciones, pero hay algo que todas ellas tienen en común y que poco o nada se problematiza: su origen en otros animales (zoonosis). En efecto, en el debate en torno a la covid, se ha soslayado con una liviandad exasperante su origen zoonótico y no se han sacado las máximas conclusiones acerca del modo en que nos relacionamos con los animales.
En el informePrevenir próximas pandemias, editado en 2020 por el Programa para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas, se calcula que un 60 por ciento de las infecciones humanas son de origen animal y que cerca de un 75 por ciento de todas las enfermedades infecciosas humanas nuevas y emergentes «saltan entre especies», de los demás animales a los humanos. Los «saltos» son cada vez más factibles debido a la intensificación de la explotación que hacemos de ellos y del ambiente; a su vez, la masificación en ciudades y el incremento de la conectividad del transporte aéreo facilitan su propagación.
Aquí debe tenerse en cuenta, además, el voluminoso y contundente reporte sobre los impactos de la ganadería La larga sombra del ganado –producido en 2006 por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y la Iniciativa para Ganadería, Medio Ambiente y Desarrollo–, así como el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de 2021. En definitiva, la investigación científica actual no deja lugar a otra interpretación: las crisis de la covid-19, de la economía, de la biodiversidad, del cambio climático y de la seguridad alimentaria están todas vinculadas.
En este marco, la gobernanza mundial de la salud (la Organización Mundial de la Salud) propone el concepto de una sola salud para comprender, prevenir y paliar los efectos de las pandemias y otros problemas de salud. Si bien este nuevo paradigma es un avance respecto a los anteriores, no deja de ocultar los fundamentos del problema, a saber, la explotación animal.
Tomemos algunas cifras para poner en perspectiva la pandemia de covid y la amenaza al medioambiente provocada por la industria alimentaria animal. Desde el comienzo de esta pandemia hasta setiembre de 2021, los muertos ascienden a 4.550.000, mientras que, en el mismo lapso de tiempo, los animales masacrados para satisfacer el paladar humano suman 208.725.000.000. Esto equivale a decir que, por cada humano, otros 47.586 animales corrían la misma suerte.
Los datos del genocidio animal son muy conservadores. En efecto, estas estadísticas de la FAO no incluyen a los millones asesinados en laboratorios, a los perros y los gatos «sacrificados» en «refugios», a los cautivos descartados por las industrias circense, de rodeos, las jineteadas, los zoológicos, los hipódromos y los parques marinos ni tampoco a animales muertos producto de las apuestas en riñas. Además, estas cifras fueron estimadas en 2003 solamente para los animales terrestres, por lo cual deben sumarse otras tantas decenas de millones anuales de animales marinos de la industria pesquera, datos que también son mínimos e incluso poco confiables.
En cambio, sí hay certeza acerca del perjuicioso impacto de la actividad pecuaria documentado en La larga sombra del ganado. El crecimiento demográfico, el aumento de los ingresos y la transformación de las preferencias alimentarias están estimulando un acelerado incremento de la demanda de productos animales: «Se prevé que la producción mundial de carne se incrementará en más del doble, pasando de 229 millones de toneladas en 1999-2001 a 465 millones de toneladas en 2050, y que la producción de leche crecerá de 580 a 1.043 millones de toneladas». Inevitablemente esto implicará mayor presión sobre los recursos naturales y empeoramiento en las condiciones de vida de muchas personas.
Como es sabido hace décadas, el cambio climático es la mayor amenaza para la supervivencia de la especie humana. El sector ganadero es responsable del 18 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero medidos en equivalentes de CO2, superando así la contribución de los medios de transporte. Además, «la ganadería es también responsable en medida aún más significativa de la emisión de algunos gases que tienen un mayor potencial de calentamiento de la atmósfera. Así, por ejemplo, el sector emite el 37 por ciento del metano antropógeno, el cual […] tiene un potencial de calentamiento global (PCG) 23 veces mayor que el del CO2, y el 65 por ciento del óxido nitroso antropógeno, cuyo PCG es 296 veces mayor que el del CO2 […]. La ganadería también es responsable de casi las dos terceras partes de las emisiones antropógenas de amonio, las cuales contribuyen de manera significativa a la lluvia ácida y a la acidificación de los ecosistemas».
A pesar de que el acceso al agua potable y al saneamiento ya es un grave problema en vastos sectores del planeta, «se prevé que para 2025 el 64 por ciento de la población mundial viva en cuencas bajo estrés hídrico». El sector ganadero consume el 8 por ciento del agua mundial, principalmente para la irrigación de los cultivos forrajeros, y es probablemente su mayor fuente de contaminación, ya que contribuye a la eutrofización (aporte excesivo de nutrientes), a la degradación de los arrecifes de coral, a la resistencia a los antibióticos y a muchos otros problemas, debido a los excrementos animales, el uso de antibióticos y hormonas, productos químicos de las curtiembres, y fertilizantes y plaguicidas de los cultivos forrajeros. Al incrementar la deforestación, la ganadería incrementa también las escorrentías y reduce los cursos de agua durante la estación seca.
Los análisis de impacto de la actividad pecuaria sobre la biodiversidad dejan al desnudo que nada crece a la sombra del ganado. Comencemos por señalar el gran desbalance en la distribución de las especies: empleando el 78 por ciento de la tierra cultivable –entre pastoreo y forrajes– «la ganadería constituye cerca del 20 por ciento del total de la biomasa animal terrestre». Esta desigualdad propiciada por los subsidios humanos a las especies domesticadas produce la disminución de ejemplares de animales silvestres, debido a la pérdida de recursos y hábitats de estos a favor de aquellas.
Hay quienes argumentan que todo este enorme perjuicio ecosistémico producido por el consumo de animales, del cual tan solo esbozamos una pincelada, es un mal necesario en aras de la nutrición humana, entre las que destacan el combate al hambre y la necesidad de una dieta saludable, que forzosamente debería incluirlos.
Sin embargo, debería señalarse que se puede perfectamente prescindir de los alimentos animales y que en gran medida estos ya representan una parte marginal del consumo: «En términos de nutrición, los productos alimenticios de origen animal contribuyeron globalmente a la dieta en 2003 con un promedio del 17 por ciento de la ingesta de energía y un 33 por ciento de la ingesta de proteínas». En segundo lugar, la ineficacia energética que supone consumir animales en lugar de una dieta basada en plantas implica, además, fuertes cargas de desigualdad. Esto es, si lo que se pretende es erradicar el hambre, basta con alimentar a las personas con los más de 1.000 millones de toneladas anuales de cereales usados como piensos para animales.
Parece haber consenso en lo siguiente: «En realidad, el ganado resta más valor del suministro total de alimentos del que proporciona. El ganado consume hoy más proteína comestible para los humanos de la que produce. De hecho, el ganado consume 77 millones de toneladas de proteínas contenidas en los piensos, que potencialmente podrían utilizarse para la nutrición humana, mientras que los productos que suministran los animales solo contienen 58 millones de toneladas de proteínas». No obstante ello, las ciencias médicas y la industria pecuaria han producido teorías mítico-científicas para defender el consumo de animales, entre las cuales están la «proteína completa» o de «alto valor biológico».
Los defensores de la proteína completa sostienen que solo los productos animales poseen todos los aminoácidos esenciales para nuestro metabolismo, mientras que los vegetales no. Y en cierta medida tienen razón: solo algunos alimentos vegetales cumplen con esa condición. Pero ignoran el hecho de que se pueden obtener todos los aminoácidos restantes combinando diversas fuentes vegetales.
Al mismo tiempo, cada vez más asociaciones de nutricionistas sostienen que una dieta vegana es más saludable para todas las personas y en todas las etapas de la vida. A pesar de ello, el propio aplastante informe de la FAO recula en este punto y expone su verdadero interés: «Sin embargo, la simple comparación [de los rendimientos de productos vegetales y animales] no pone de relieve el hecho de que las proteínas de origen animal tienen valores nutritivos más altos que las contenidas en los piensos suministrados a los animales».
El camino parece estar trazado para la repetición mortífera: la continua concentración geográfica y la creciente industrialización pecuaria exacerbarán el riesgo de las enfermedades zoonóticas tradicionales y facilitarán la aparición de otras nuevas.
CONCLUSIONES
Cuando se decretaron los primeros días de confinamiento a causa de la pandemia, los medios hicieron eco de imágenes capturadas por aficionados en las que se observaba el retorno paulatino de la vida salvaje a las ciudades: delfines en los canales de Venecia, ciervos en las calles de algunas ciudades, etcétera. Los índices de polución aérea disminuyeron de manera drástica debido al desuso de vehículos movidos por combustibles fósiles. Estas imágenes desnudaron una triste verdad: el hombre sofoca la vida, su actividad es principalmente destructora.
Sabemos bien por la biología que el motor de la evolución de la vida es la adaptación; las especies que sobreviven son aquellas que mejor se adaptan a su medio. Esto no es otra cosa que señalar la necesidad forzosa de un cambio en los fundamentos vitales, entre los cuales se encuentra el abandono definitivo del antropocentrismo y todas sus consecuencias, como el especismo. De lo contrario, nos arriesgamos a la catástrofe ecosocial y a un neomalthusianismoecofascista (¿quién podrá sobrevivir para continuar consumiendo carne?).
Los recursos para sostener la vida son finitos; el cuidado de todas sus formas es hoy una tarea revolucionaria. Paradoja singular: matar animales nos está matando. El círculo de una sola salud no cerrará mientras no acabe el zoocidio.
Solo una adopción masiva del veganismo, voluntaria o necesaria por la fuerza de los acontecimientos catastróficos del Antropoceno, se avizora como horizonte de posibilidad vital para la especie (el resto de la vida salvaje se arregla bien sin nosotros). La funcionalidad terapéutica del veganismo será análoga a la del saneamiento para las sociedades neolíticas.
No cabe duda: parte de la solución pasa por el boicot a la industria alimentaria animal. Se hace imprescindible desarrollar la lucha antiespecista en todas sus dimensiones políticas y, especialmente, en el campo de la nutrición.
1. Este texto es una versión abreviada del que integra el libro La cuestión animal, de Jorge Fierro, a publicarse en 2022 bajo el sello Estuario Editora.