El aumento de los asesinatos y rapiñas luego de 15 años de mejora sostenida en algunos indicadores sociales muy sensibles, como los que miden la pobreza y la desigualdad, pone en cuestión la idea de que la reducción del delito debería surgir como consecuencia de la mejora de las condiciones sociales. Si la concepción tradicional de la izquierda con relación al espinoso asunto de la delincuencia siempre estuvo focalizada en intentar actuar sobre lo que se conoce como sus “causas estructurales”, más que en la acción represiva sobre del delito, el cual era visto de manera genérica como un síntoma más de la pobreza y la desigualdad, la experiencia demostró que, como mínimo, se trata de una teoría demasiado simplista.
Sin entrar a analizar los aciertos y los errores de las políticas de seguridad de los últimos años, lo cierto es que ya en la segunda administración de la era progresista se dejó a un lado el énfasis estructuralista del primer período, dando un fuerte impulso a la profesionalización de la Policía, promoviendo cierto endurecimiento de penas y discursos y una desaceleración de las políticas sociales. Un viraje que, sin llegar a ser radical, se reforzó en la tercera administración, reconociéndose explícitamente que existía cierta ingenuidad en aquella primera visión correccionalista.
Es en ese contexto que hay que valorar operativos como los realizados en el barrio Los Palomares, de Casavalle, o los del complejo Quevedo, cuya cara visible es el sociólogo Gustavo Leal, director de Convivencia y Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior. Se trata de procedimientos que operan simultáneamente en múltiples niveles, en los que la Policía, la Intendencia de Montevideo, el Mides y varios entes públicos intentan retomar “la cultura de la legalidad” no sólo desmantelando el grupo criminal involucrado, sino regenerando la trama urbana y devolviendo servicios e infraestructura largamente postergados.
Un artículo como el publicado en Brecha el pasado 7 de diciembre, firmado por Leticia Pérez, se ubica en perfecta y paradójica sintonía con los peores prejuicios de la derecha cuando presenta la caricatura de una izquierda paralizada por un complejo de culpa, incapaz de reprimir el delito, y que sólo piensa en la acción a larguísimo plazo de sus dudosos planes sociales. El título mismo es bastante explícito en cuanto a la lectura que hace de la situación: “Cuando el discurso de izquierda es el de la (nueva) derecha”.
Leal se ha referido más de una vez a que, desde su perspectiva, la seguridad se estructura en cuatro anillos concéntricos que van desde el de la moral individual, pasando por el de la presión social del entorno y el de las normas, hasta el cuarto nivel correspondiente a los mecanismos de control institucionales. Según Pérez, con sólo afirmar que un modelo de seguridad sustentable debe basarse en un “primer anillo fuerte”, el de la autorregulación, lo que se está diciendo es que la “libertad de elegir si delinquir o no estaría por delante de la estructura social”, con lo que se invertiría “el orden causal” estándar de la sociología (la incidencia de la sociedad sobre el individuo).
A partir de una lógica que sólo admite ceros y unos, el hecho de reclamar responsabilidades al individuo sobre la sociedad equivale a “invisibilizar” y desresponsabilizar a la sociedad y al Estado; decir que “Hay que equilibrar la agenda de derechos con la agenda de las responsabilidades” denota una “violencia simbólica” similar a la que se ejerce cuando se le pide a una mujer ultrajada que debería “decidir mejor por dónde camina la próxima vez”; apostar a fortalecer la moral individual es promover una idea neoliberal funcional al libre mercado; y desbaratar una banda de narcotraficantes del barrio Casavalle sería, para Pérez, dar un “trato punitivo como respuesta a la exclusión”, que “invisibiliza” a quienes manejan el negocio. Así de drástico, así de simple.
Si Pérez se hubiera preocupado por analizar los datos de la realidad en lugar de poner tanto empeño interpretando los discursos, para luego encasillarlos y etiquetarlos como “neoliberal”, “neoconservador”, “nueva derecha” y demás, se hubiera enterado, por ejemplo, que además de realizarse operativos en los barrios periféricos, en abril de 2016 fue capturado González Valencia, segundo al mando del cártel mexicano de los Cuinis, el más poderoso de ese país. Un año más tarde cayó Leonardo Arnold Sarqui, líder de la organización responsable del mayor cargamento de cocaína del que se tenga registro en el departamento de Maldonado, cinco meses después fue detenido el capo italiano Rocco Morabito, uno de los diez más buscados del mundo, conocido como el “Rey de Milán” de la cocaína, y en setiembre pasado le tocó el turno al narco más buscado del país, empresario de la pesca y propietario de un local gastronómico en el Mercado del Puerto, responsable del cargamento de droga más grande de la historia del puerto de Montevideo (417 quilos de cocaína con destino a Bélgica). Pérez, además de tener una mejor apreciación de los hechos, se hubiera podido ahorrar el sarcasmo malicioso y gratuito de “recordar” que “los grandes narcotraficantes no viven en Casavalle, están más bien en Punta del Este” o asistiendo a “las vernissages de las elites gobernantes”.
En un mundo no binario es posible realizar simultáneamente un plan como el Cuenca Casavalle, combatir los procesos de favelización con medidas de alcance multisectorial, invertir en escuelas de tiempo completo o extendido y golpear a los pesos pesados de Punta del Este. Y aunque lo parezca, no estoy diciendo con esto ni remotamente que haya que aplaudir una gestión que sigue sin poder mostrar indicadores positivos en materia de seguridad. Pero tampoco nos engañemos. Nadie tiene recetas probadas y eficaces para superar el problema de la delincuencia en nuestro país ni en el mundo, empezando por los esclarecidos promotores del populismo punitivo de la “mano dura”. A lo sumo, parafraseando a David Garland,1 podemos decir que “algo está pasando y no sabemos muy bien qué es”.
Desde comienzos del siglo XX hasta la década del 60 se fue consolidando en Estados Unidos y Gran Bretaña lo que Garland denomina el “‘welfarismo’ penal”, la idea surgida del Estado benefactor de que “la reforma social, junto con la afluencia económica, reducirían la frecuencia del delito”. Una política abandonada en los setenta a la luz de un incremento explosivo de la criminalidad. Si alguna conclusión se puede sacar tanto de esas experiencias como de lo ocurrido en las últimas décadas en nuestro país, es que la realidad no encaja demasiado bien en aquella visión bipolar según la cual sólo es posible hacer una cosa a la vez: o se combaten las “raíces sociales” o se ponen en práctica políticas de repre-
sión y disuasión.
La idea de que las causas estructurales que explican la violencia radican exclusivamente en el contexto sociocultural parte de supuestos filosóficos y sociológicos muy evidentes que suponen una toma de posición en la clásica disputa entre el ser social y la responsabilidad individual: ¿es o no el individuo el último responsable por sus actos? ¿Es el delincuente una víctima de un sistema que le impone condiciones de precariedad a su vida, y si lo es, pueden esas restricciones usarse para explicar una acción criminal? ¿Es justo considerar a la criminalidad como el síntoma de una “enfermedad social” que puede remediarse con una “re-ingeniería” del sistema, o existe un componente propio de la naturaleza humana que lleva a ciertos individuos a desconocer los límites de las normas de convivencia, con independencia del tipo de sociedad de que se trate? Hay una tensión evidente entre un modernismo optimista que pone al individuo como víctima inocente del sistema y apuesta por su rehabilitación, una concepción que se nutre ideológicamente de la utopía del “hombre nuevo”, y una visión “hobbesiana”, mucho más pesimista, según la cual no es posible entender la conducta humana sin considerar su propensión natural a caer en actitudes egoístas y antisociales, las cuales sólo pueden ser inhibidas por el uso legítimo de la fuerza del Estado-“Leviatán”.
El interés y la necesidad de estos debates es algo indudable, pero implican un proceso de síntesis lento que se superpone con la necesidad imperiosa de buscar respuestas efectivas allá afuera, ahora mismo. Todo parece indicar que la solución no va a llegar de manera abrupta por un giro radical en las políticas, sino mediante un proceso que, en el mejor de los casos, se irá construyendo por ensayo y error, asintóticamente. Y será necesario ir elaborando enfoques novedosos que se apoyen en las evidencias y tomen aquellas teorías que parecían ser verdaderas hace varias décadas como un ingrediente valioso, a lo sumo como base de un “estructuralismo débil” (Garland, otra vez), evitando la tentación de las soluciones mágicas. No parece buena idea dinamitar los esfuerzos genuinos de búsqueda de respuestas en el terreno de la práctica social, abogando por un retorno dogmático a teorías totalizadoras que no pasaron el examen de la práctica, y perdiendo el tiempo con un cúmulo de etiquetas y prejuicios que sólo sirven como trinchera ideológica, pulverizando el verdadero espíritu crítico.
- La cultura del control. Crimen y orden en la sociedad contemporánea, de David Garland. Editora Gedisa, Barcelona.