Yo elijo contar mi historia (Santa Fe, 2019) es el último libro de Elena Moncada, feminista abolicionista y sobreviviente del sistema prostituyente. Su pluma no tiembla. Con crudeza, sinceridad y profunda visceralidad comparte no sólo un cúmulo de ideas, sino también una constelación de heridas, miradas, historias de resistencia.
A partir de la historia de su vida, como en un juego de cajas chinas, vamos accediendo a otras historias, que se desprenden y se enmarcan en el relato general. Es la historia de Elena, en singular, pero dentro están también las historias de Nubia, Adriana, Marta, Bety y tantas otras que hasta entonces eran mujeres, travestis y trans anónimas, destituidas de la historia, borradas de la historia.
Es también la historia de la prostitución en los años noventa en Buenos Aires y Santa Fe. La proliferación de saunas –“que se llevaban el 60%”– y las “casas de trabajo” (generalmente, a cargo de una rufiana), la emergencia de los departamentos privados, la persecución policial, las coimas y los arreglos con la policía. Momento en que los diarios se llenaban de anuncios publicitarios en el “rubro 59”, de chicas y travestis que anunciaban sus medidas y sus “servicios”. En que el dólar uno a uno se traducía en la cantidad de puteros –mal llamados clientes– que hacían funcionar el negocio prostitucional, en el que cada mujer llegaba a recibir a 60 tipos por día. Sesenta “pases”, como cuenta Elena.
El libro nos muestra cómo la prostitución seguía los ritmos de la economía en una época signada por el neoliberalismo, de la mano de Menem y sus acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, la privatización de empresas públicas, la flexibilización laboral y el ensanchamiento de la deuda externa: el contexto que desembocaría en la crisis de 2001. Al mismo tiempo, es la historia de una sociedad en busca de restituir la democracia y eliminar los edictos policiales vigentes desde el peronismo, aplicados con mayor dureza durante la dictadura, que atribuían a la policía facultades judiciales para sancionar determinadas conductas que se consideraban inapropiadas, entre ellas, la prostitución. En 1994, en resistencia a la represión policial y al prohibicionismo del Estado, surgió Ammar, la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina, al igual que lo había hecho Amepu en el Uruguay de 1986. Una de las primeras conquistas de la Asociación fue la derogación, en 1998, de esos edictos.
Elena es también, entonces, la historia de una organización, de sus inicios y de su escisión, en 2001, cuando se produjo una discusión interna, ambientada por la Central de Trabajadores Argentinos (Cta), sobre si la prostitución era un trabajo o no, sobre si había que luchar por mejorar las condiciones laborales o si, por el contrario, la lucha era por conseguir un trabajo, una vivienda, el acceso a la educación para que ninguna mujer más se viera forzada por la pobreza a ejercer la prostitución. Elena siguió el segundo camino.
Ammar se dividió entonces en Ammar‑Nacional (de perspectiva regulacionista) y Ammar‑Capital (abolicionista). Estas últimas pasaron a ser más tarde Amadh (Asociación de Mujeres por los Derechos Humanos). Esta discusión les dio la posibilidad de pensarse a sí mismas, de analizar las configuraciones de la prostitución y entender el entramado de dominación en el que estamos insertas las mujeres. Y empezar a nombrarse sobreviventes. ¿A qué sobrevive una persona en situación de prostitución? Como primera condición, sobrevive a la miseria. Pero también a los abusos intrafamiliares, al analfabetismo, a los golpes del marido y, más tarde, del fiolo, a las violaciones sistemáticas de los puteros, a la violencia del Estado y la policía, a la adicción para adormecer el cuerpo y a las secuelas que vienen después de que ya no se está en la esquina.
Desde entonces, mujeres, travestis y trans, como Sonia Sánchez, Delia Escudilla, Alika Kinan, Florencia Guimaraes y, en nuestro país, Sandra Ferrini, han elegido, al igual que Elena, contar su historia. Y lo han hecho desafiando todos los lugares asignados. De la calle, del prostíbulo, de los márgenes y el silencio, han pasado a las salas de conferencia en las facultades, a los encuentros internacionales, a la televisión, la radio e incluso el cine. Y, para que no sea sólo patrimonio de unos pocos hombres blancos de las letras, también se han apropiado de la palabra escrita, del libro. Es una subversión de todos los órdenes. Palabra incómoda que desafía al discurso hegemónico sobre la prostitución y desnuda las incongruencias del reglamentarismo. Palabra rebelde, que escapa de la victimización, es voz activa e inaugura una genealogía de mujeres, travestis y trans que han transformado su dolor en una causa colectiva y se han animado a desafiar el sentido común y las mafias prostituyentes.
Es imposible leerla y no pensarla en el contexto del territorio donde se lee. Del sistema reglamentarista en Uruguay, de la expropiación organizada de la sexualidad de tantas mujeres por la ley 17.515, texto propuesto e impulsado en 2002 por el colorado Daniel García Pintos. Imposible no pensar en la doble moral que circunda un sistema sanitarista, que enarbola la idea de la sexualidad binaria, que reproduce la estructura de privilegios que esclaviza y mata, como le sucedió a una mujer de 25 años en Las Piedras el martes 17 de setiembre. Nos arrebataron su historia, no podemos nombrarla, no sabemos su nombre.
Tenemos que volver inteligible la experiencia para volcar toda la potencia creativa que la resistencia feminista precisa, que nos permite gestionar el miedo colectivo ante la violencia que nos es depositada en esta condición social que significa ser mujeres. La palabra de Elena es feminista, construye a cada momento el horizonte al que aspira, con otras como ella y como nosotras, que creemos que un mundo sin prostitución es posible y vamos hacia él.