La suerte de Judas y las ganas de comer - Semanario Brecha
Una crónica de Día de Reyes

La suerte de Judas y las ganas de comer

HÉCTOR PIASTRI

En una mañana quieta de domingo, un hombre flaco que parece joven observa concentrado el paquete que acaba de elegir, quién sabe si por azar, del montón de bolsas que lo rodean. Está sentado en el cordón de la vereda, con la cabeza gacha, cubierta por un gorro de lana negro, pese a que es diciembre y hace calor. De hecho, a las nueve de la mañana ya se adivina un domingo agobiante en Montevideo. Muy pronto los vecinos de Parque Batlle comentarán lo bravo que estará el día, se irán de feria, regarán las plantas, visitarán a sus parientes. O no harán nada, si eso fuera posible.

El hombre flaco que parece joven separa con sus manos silenciosas las capas de hojas de diarios, moteadas de lamparones de aceite, que envuelven su hallazgo dominical. Lo hace con el cuidado de un viejo relojero, de aquellos que suspendían el tiempo y el aire trabajando, concentrado y sin afán. Repite sus movimientos con sigilo, una y otra vez. Así, hasta que el misterio deja de serlo y revela una generosa porción de papas amarillentas, algo desvanecidas, un poco asfixiadas, pero que aún conservan aires de su pasado reciente, consistente y dorado.

El hombre flaco que parece joven todavía no levanta la cabeza. Contempla las papas, las aparta, las coloca en una bolsa negra. Por sus gestos mínimos no se lo ve contento, tampoco triste. Como si buscar y encontrar comida entre la basura fuera cosa de rutina, como para cualquier hijo de vecino lo es abrazar a un amigo, abrir una puerta o aprontar un mate. En cualquier caso, el hombre tiene mucho laburo por delante en este contenedor de la calle Diego Lamas, rodeado como está de bolsas negras, latas sucias, cajas de zapatos, bolsas transparentes, botellas de vino y un cochecito de bebé en buen estado. Acá abajo hay un revoltijo bárbaro; arriba, un cielo azul y ordenado.

El hombre flaco endereza finalmente la cabeza y deja entrever su cara joven, con ojos negros sorprendidos, medio desconcertados por la irrupción de un extraño. Pero la sorpresa dura dos o tres parpadeos. Darío (nombre ficticio para preservar su identidad) continúa con la selección de desechos del pollo crudo que acaba de encontrar entre tanta porquería y que rápidamente barnizan sus manos de grasa. Sin distraerse, examina cada pieza de hueso descarnado con restos desparejos de cuero erizado. Las arroja a un costado, hacia la boca de una bolsa de nailon, donde se apilan hasta formar una masa viscosa y pestilente.

De pronto, a Darío lo asalta un rapto de desparpajo. «Soy del 3 del 3 de 2003», afirma, riéndose de su personal y original triplete. Cuenta que nació en Maroñas, en una casa de material y chapa «que se llovía como un colador». Fue a la escuela 113 de ese barrio. Cuenta que cuando era ya mayor se largó de su casa, cansado de su madre o de los estragos que el alcoholismo hizo en su madre.

Desde hace dos años Darío vive en la calle (como otras 4 mil personas de la capital), resguardado en un terreno abandonado. Junta unos mangos como cuidacoches y recibe 1.400 pesos mensuales del Ministerio de Desarrollo Social. Tiene dos cobijas, un jabón, un champú y un cepillo de dientes, que usa cuando se baña en la fuente del parque. Cuenta que hay mucha gente que le echa una mano. Otra que no. Son los que, según Darío, lo «judean», los que no tienen en cuenta que hay personas que, como él, comen de la basura.

Por esa desaprensión o voluntad retorcida, un día casi se muere. Aquel día, recuerda, el guiso de arroz que encontró estaba en la misma bolsa que escondía debajo, en el fondo, excremento de perro. Entonces, acuciado por el hambre, lo mezcló, lo tragó y se intoxicó. En realidad, aclara Darío con naturalidad, pudo haber sido la mierda de un perro, de un gato o de un gurí, porque hay vecinos –esos que «judean»– que mezclan la basura, sin discriminar restos de comida, excrementos, la yerba del mate o pañales. Recuerda que de aquella experiencia salió vivo –y bien escaldado– gracias a su hermano mayor, que duerme en la calle con él y lo llevó en brazos hasta el Hospital de Clínicas.

«Pero hay gente que está peor», dice Darío. Se refiere a quienes están más jodidos, si cabe, enganchados a la pasta base. «Ellos no tienen hambre –agrega con estas palabras–, yo todavía tengo ganas de comer.» Y, diciendo esto, Darío vuelve su atención hacia un nuevo hallazgo: unas cuantas tiras de carne, medio crudas, medio asadas, que tienen el color indeterminado de la descomposición. Las revisa y las coloca con delicadeza en el borde de una lata grande y sucia, como casi todo lo que sale de un contenedor. Ese será su almuerzo. Dice que él, «como todo uruguayo», sabe hacer asado, y que lo compartirá con dos amigos del parque Batlle.

La vida huele y hiede, rabiosa y simultáneamente, alrededor de este contenedor de la calle Diego Lamas, en esta pequeña patria de miseria consuetudinaria que ocupa Darío. Huele a jazmines uruguayos, hiede a carne podrida, huele a pasto húmedo, hiede a orines acumulados. Este muchacho de 19 años, flaco y lúcido, dice que le gustaría poder terminar de estudiar y trabajar en la construcción. Si lo consigue, asegura, se comprará una «camionetita» y saldrá a repartir comida a los que corrieron con la suerte que desde hace tiempo lo persigue a él. La suerte que, para miles como Darío, tiene cara de Judas.

Se pone de pie, hace a un lado su almuerzo y recoge la basura que no le servirá. La devuelve al contenedor y el caos (este pequeño caos) se ordena. «Vení a comer con nosotros», le dice a un colega espontáneo, cargando la carne y las papas que el hambre desvió de su destino final.

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