Casi en el anochecer del año, el gobierno anunció «la concreción de la primera etapa del plan de universalización del saneamiento en Uruguay». La idea ya era conocida por anuncios gubernamentales anteriores, pero la novedad ahora es que se espera llamar a licitación pública el próximo febrero y poder empezar las obras antes del fin de 2023. En esta etapa, según la información oficial, se alcanzarían 61 localidades, beneficiando a unos 50 mil usuarios, con una inversión de unos 280 millones de dólares.
El objetivo buscado es muy importante, dado que la falta de saneamiento adecuado (que no es lo mismo que saneamiento por colector, que es solo una de las soluciones posibles) es una carencia muy grave, con una repercusión enorme sobre la calidad de vida de la gente. Se trata, además, de una de las mayores inequidades que hoy sufre nuestra sociedad, que afecta especialmente a los habitantes de zonas periféricas de las ciudades y de localidades pequeñas del interior del país: casi siempre población de bajos ingresos. El término universalización, de todos modos, parece excesivo, puesto que, aun con este esfuerzo, un tercio de las familias que viven en el interior seguirá sin una cobertura adecuada (hoy es la mitad).
Es por la importancia del tema que nuestra Constitución, desde su reforma por iniciativa popular en 2004, establece –en el artículo 47– que «el acceso al agua potable y el acceso al saneamiento constituyen derechos humanos fundamentales» y que la prestación de esos servicios «deberá hacerse anteponiendo las razones de orden social a las de orden económico».
Hasta aquí todo bien. Las dudas surgen cuando se analiza cómo surgió la idea, cómo se implementará y cómo se financiará. Pese a que existe un Plan Nacional de Saneamiento desde enero de 2020 (aprobado por el decreto 14/20), la idea no es parte de su puesta en marcha, sino que proviene de una propuesta realizada por un consorcio de empresas constructoras: Saceem, Berkes, Ciemsa y Fast, las mismas que propusieron, más o menos por las mismas fechas, el proyecto Neptuno, para potabilizar agua del Río de la Plata tomada en Arazatí.
Ambas iniciativas son «proyectos de participación público-privada [PPP]» de iniciativa privada, enmarcados en las disposiciones del capítulo VII de la ley 18.786, de 2011, cuya operativa consiste en que un privado propone realizar un emprendimiento, generalmente encargándose de su financiamiento y construcción, el Estado estudia la iniciativa y, si la considera conveniente, llama a licitación pública para su realización, licitación en la que el proponente cuenta con una ventaja de hasta un 10 por ciento en la valoración de las ofertas que se presenten para la adjudicación.
Vale decir: no es el Estado el que define qué es lo que quiere hacer y cómo (aunque en última instancia lo acepta), sino que lo hace el inversor privado en función de sus intereses. Tanto es así que la información oficial reconoce que la designación de las 61 localidades en que se trabajará se hizo en acuerdo con el proponente, que ni siquiera se sabe si ganará o no la licitación. Esto es claro en los dos proyectos PPP promovidos por este consorcio, pero sobre todo en el de Arazatí, porque a nadie en el Estado se le había ocurrido antes suministrar a la población metropolitana agua del mar y ya existían otros proyectos para ese suministro.
¿Cuánto costarán estas cosas? Aún no se sabe, porque, en definitiva, dependerá de las licitaciones, pero es claro que el Estado pagará las obras, más los costos del financiamiento privado, que seguramente no provendrá de los constructores, sino de agentes financieros, que se debe presumir que ya están interesados en el negocio. Y es claro, también, que, contrariando lo que dice el artículo 2 de la ley de PPP, que establece que solo podrán celebrarse contratos de este tipo cuando no haya otras modalidades alternativas de contratación mejores, la resolución se toma a partir de las propuestas privadas, sin haber analizado alternativa alguna.
El país tiene una larga experiencia en construcción de obras de saneamiento y agua potable, lo que ha permitido en Montevideo, por ejemplo, una cobertura, esta sí, casi universal. Eso se ha hecho siempre, bajo cualquier signo de gobierno, mediante la gestión del Estado y el financiamiento de organismos internacionales, cuyas condiciones son mucho mejores en intereses, plazos y períodos de gracia que las del financiamiento privado. Solo que eso significa, financieramente, tomar deuda, y eso es tabú para un Ministerio de Economía y Finanzas más preocupado por la evaluación de las calificadoras de riesgo que por la buena administración.
La idea es que la inversión privada se retornará mediante lo que OSE perciba en los 25 años siguientes por tasas de conexión y tarifas de suministro, que obviamente no alcanzará, porque justamente se trata de localidades que no están incluidas en los planes actuales porque los porcentajes de retorno por ese concepto son insuficientes.
Finalmente, en esta iniciativa hay un riesgo casi seguro de inconstitucionalidad: la carta magna establece, a partir de la reforma de 2004, en el numeral 3 del artículo 47, que los servicios públicos de saneamiento y agua potable «serán prestados exclusiva y directamente por personas jurídicas estatales». La contradicción de esta exigencia con lo que se quiere hacer es obvia y, aunque el presidente ha interpretado curiosamente, para el caso de Arazatí, que el servicio es la distribución de agua y no la producción de lo que se distribuye, en el tema del saneamiento no hay argumento posible, por curioso que sea.
¿Será que el gobierno tampoco analizó a fondo este detalle?