Volvemos a tomar el toro por las guampas. En una realidad gobernada por los intereses del mercado, lo importante es vender al mayor precio posible. La venta, en régimen de monopolio, de un fármaco que se necesita para evitar la muerte garantiza un negocio brillante, aunque eso signifique que muchos enfermos mueran por no acceder al medicamento. El negocio es brillante porque se compra la vida a cualquier precio. Tal es lo que ocurre con los medicamentos de alto precio destinados en su mayoría al tratamiento del cáncer.
En Uruguay, entre el negocio de la industria y la salud del paciente se encuentra el Estado, que por mandato constitucional tiene que garantizar la salud de aquellos sin poder adquisitivo. Esto permite que la industria farmacéutica no sólo pueda pedir lo que quiera por el fármaco que vende, sino que además tenga la venta asegurada, porque el Estado está obligado por la Constitución a comprarlo a cualquier precio. Si no lo hace, interviene la justicia, llamada a actuar a través de un recurso de amparo interpuesto por el paciente.
No sucede así en otros países, como Estados Unidos, donde el Estado no tiene la misma obligación, por lo que las enfermedades que requieren medicamentos de alto precio se denominan “catastróficas”, porque llevan a la ruina económica a todo el grupo familiar.
Si esta realidad no cambia, el número vertiginosamente creciente de fármacos de alto costo, mejor llamados de alto precio, producirá en breve, no sólo en Uruguay, sino en muchos países del mundo, una catástrofe económica en los sectores de la salud.
La industria justifica el alto precio de estos medicamentos por el costo de la investigación que requieren y por la puesta en marcha del producto en el mercado. El precio incluye altos costos de promoción.
VIVA EL LUCRO. Más allá de los medicamentos de alto precio, las intenciones lucrativas y la forma de operar de la industria quedaron al desnudo en Uruguay cuando en setiembre de 2016 una empresa solicitó a la Dgi una exoneración tributaria a través de la consulta 5.932, disponible en la página web del órgano recaudador. La empresa consultante argumentaba que “deben tenerse en cuenta las particularidades del mercado de los medicamentos y productos farmacéuticos”. Y hacía referencia a los gastos vinculados con los médicos, que, según la empresa, son los principales “canales (agentes) de distribución del laboratorio”: “gastos de promoción” y “gastos de capacitación”.
Consideraba gastos de promoción aquellos asociados a la participación de la empresa en congresos médicos, como por ejemplo el contrato del servicio de catering, el alquiler del salón, el servicio audiovisual, el alquiler del espacio y de la instalación del stand, incluyendo los gastos asociados a la utilización del personal (visitadores médicos), la folletería que permite dar a conocer las características de los medicamentos, y la colaboración con una sociedad médica local que organiza el congreso. También sumaba los gastos asociados a la realización de eventos y jornadas de venta, y a la contratación de médicos nacionales o extranjeros para dictar conferencias o cursos de capacitación.
Aparte citaba los gastos de capacitación de médicos en el extranjero, con pago de pasajes, hotel y estadía, inscripciones en los congresos y cursos en el extranjero.
De esta manera se logra, según la empresa, “la fidelización del profesional médico para que actúe como canal de distribución de los productos del laboratorio”, pero también de las sociedades científicas a las que alimentan.
Queda al desnudo la forma de actuar de la industria, que convierte a los médicos en sus fieles representantes a través de la compra de su alma. Cada uno de esos movimientos de un sofisticado marketing, generará que la lapicera tenga predisposición por determinados productos, aunque no se actúe de mala fe.
Esta permanente intromisión en la formación médica induce a los profesionales a actuar según los intereses de la industria, generando también enfermedades inexistentes o exageración en las necesidades de tratamiento.
Pero si volvemos al principio, el precio de los medicamentos, que incluye todos estos gastos a los que estamos haciendo referencia, se enfrenta a la cruda realidad del paciente que no puede pagarlo aunque su vida esté en juego. La inmoralidad de la industria no tiene límites, y se manifiesta al desnudo “la ceguera moral” a la que se refiriera Zygmunt Bauman, tanto del lado de la industria como de los profesionales que se dejan embaucar. La industria no tiene vergüenza al solicitar no pagar impuestos, cuando sus ganancias superan incluso a las de la industria armamentística.
Las empresas del medicamento defienden su postura afirmando que gracias a ellas progresa la investigación científica, y que constituyen un pilar fundamental en la educación médica, aunque no refieren a qué apuntan. No apuntan a las enfermedades que afectan a los países pobres, sino a las enfermedades de los países ricos, de las que pueden obtener rédito. No apuntan a las enfermedades agudas que se recomponen rápidamente, sino a las enfermedades crónicas que aseguran un cliente durante largo tiempo. No generan educación médica desinteresada, sino apuntando al consumo de sus productos. Proporcionan o revelan la parte de su investigación que les permite adueñarse del mercado, no aquella más necesaria a los intereses de la sociedad.
Es cierto que impulsan el progreso científico, pero en el sentido del interés económico propio y no en el del interés común de la sociedad.
En la resolución de los recursos de amparo presentados ante la justicia por pacientes desesperados los jueces condenan al Estado a pagar grandes sumas de dinero por productos que en unos pocos años costarán menos de la décima parte de su precio inicial, o que dejan de indicarse al demostrarse su inutilidad.
Debiera exigírsele a la industria farmacéutica que mostrara sus números y limitara sus ganancias, de la misma manera que se limita la usura, y que no pueda utilizar mecanismos que manipulan subrepticiamente a la opinión médica. Por otra parte, los médicos debieran ser conscientes de que son el canal de distribución que requieren estas empresas, y de los procedimientos que utilizan para su manipulación.
En este sentido se debería exigir, sobre todo cuando los precios de los medicamentos indicados superan cierto límite, que los médicos presenten una declaración de conflicto de interés; esto es, que muestren públicamente que son conscientes de la manipulación de que son objeto, al revelar así los viajes pagos, las inscripciones en los congresos y demás regalos de que pudieron ser objeto, vinculados con la medicación que están indicando. Esto no quiere decir que los médicos no indiquen estos medicamentos, sino que cuando lo hagan revelen la posible injerencia de intereses ajenos.
SIN MARCA. Como respuesta a esta realidad surgió en Chile un grupo de médicos que se definen como “médicos sin marca”1 y que buscan “promover el ejercicio clínico responsable, basado en evidencia y libre de las influencias de la propaganda y los incentivos provenientes de la industria farmacéutica y de dispositivos médicos”. “Buscamos fomentar un distanciamiento de la profesión médica respecto de las estrategias de promoción de las compañías productoras de tratamientos, con miras a proteger la imparcialidad e independencia del juicio clínico de los efectos distorsionadores del marketing y los conflictos de interés”. Afirman: “De un modo cada vez más evidente e inexcusable, los médicos hemos delegado nuestra responsabilidad de educarnos y mantenernos al día en manos de partes interesadas (la industria farmacéutica, de dispositivos médicos y de alimentos), desestimando la evidente deformación del conocimiento adquirido y el probado efecto que el marketing y los incentivos tienen sobre nuestras conductas de prescripción”.
Esta corriente de pensamiento médico se inscribe dentro de las normas del Código de Ética Médica de nuestro país. Habría que profundizar en ello y apoyar en este sentido la tarea del Colegio Médico de Uruguay.
1 http://www.medicossinmarca.cl