La situación que atraviesa Venezuela es dramática y sin salida aparente. La economía está fuera de control y todos los planes para orientarla en alguna dirección han fracasado. Formalmente, Venezuela es una democracia. Hay elecciones, funciona un parlamento y una asamblea constituyente, existen medios de comunicación no alineados con el gobierno y se pueden formular críticas en público. La situación de los derechos humanos no es muy diferente a la que rige en otros países de la región.
Maduro fue reelegido con el 67 por ciento de los votos porque la mayor parte de la oposición decidió no acudir a las urnas, por lo que su partido controla 20 de las 24 gobernaciones, 310 de las 335 alcaldías y la totalidad de la Asamblea Nacional Constituyente, pero es minoritario en el parlamento.
Si las elecciones y la libertad de prensa son los parámetros centrales para medir una democracia, se puede decir que Venezuela está en el límite inferior. Es un régimen en el borde de la legalidad, pero su forma de actuar es completamente ilegítima. Comparada con China y Arabia Saudita (por poner dos dictaduras que nadie cuestiona), es una joya democrática. Incluso si se la compara con Honduras y Guatemala, sale bien parada.
Recordemos que el presidente Jimmy Morales ordenó esta misma semana la salida del país de los funcionarios de las Naciones Unidas y dar por finalizada la misión de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala. En Honduras hubo un evidente fraude electoral; en las elecciones de noviembre de 2017, y durante las protestas, las fuerzas de seguridad mataron a por lo menos 33 manifestantes, según el informe de 50 organizaciones de derechos humanos.
Ni que hablar de México, con más de 200 mil asesinados y 40 mil desaparecidos en una década, con activa participación de las fuerzas armadas. Crímenes como los de Ayotzinapa nunca fueron aclarados, pero sus autores siguen siendo protegidos por el Estado.
Nicaragua es otra cosa. El régimen orteguista, acosado por su propio pueblo, está en las últimas y su caída es cuestión de tiempo. Un pueblo que echó al dictador Anastasio Somoza, poniendo el cuerpo a las balas, no se va a dejar dominar por un violador y una delirante, ambos enamorados del poder.
Lo que indigna es el doble rasero. En carta al papa Francisco, 20 ex presidentes rechazaron el llamado a la concordia del prelado en Venezuela. Algunos de los que firmaron ese mensaje no tienen la menor autoridad moral para sentenciar al régimen venezolano. Los mexicanos Felipe Calderón y Vicente Fox estamparon sus rúbricas debajo de un texto que denuncia que el pueblo venezolano sufre “la opresión por una narco-dictadura militarizada, que no tiene reparos en conculcar de manera sistemática los derechos a la vida, a la libertad y a la integridad personal”. Viniendo de gobernantes mexicanos, una canallada.
Algo similar puede decirse del colombiano Álvaro Uribe, que presidió un narco-gobierno y acuñó la figura de los “falsos positivos”, con la que las fuerzas armadas justificaron el asesinato de inocentes que hicieron pasar por guerrilleros.
La derecha tiene un problema que la torna poco creíble. Rechaza la pantomima de Nicolás Maduro, pero no aplica el mismo rasero a otras realidades. Tiene razón el periodista venezolano Ociel López cuando se pregunta, ante el movimiento de fichas de las potencias mundiales sobre Venezuela, si “le importa al mundo la legitimidad de Maduro o priman otros intereses”. O apostamos por la soberanía nacional o por la injerencia. Hamilton Mourão, vicepresidente de Brasil, acaba de proponer una invasión “humanitaria” para derrocar a Maduro.
La izquierda regional no entra en el debate, pero respalda la represión de Daniel Ortega. Un gobierno disparando sobre su pueblo es una línea roja que nadie, en ninguna circunstancia, debe traspasar. La izquierda está procediendo a un suicidio ético, mucho más grave que la peor desviación política, porque lo hace en aras del poder.