Las desautorizadas - Semanario Brecha

Las desautorizadas

Feminismos, Especial 8 de marzo de 2021,

Existe una cuantiosa producción bibliográfica que articula comunicación, medios y género. Grosso modo, podría agruparse en tres dimensiones de análisis y práctica: la producción (que se centra en las condiciones y estructuras mediáticas), la emisión (o análisis de la representación) y la recepción de contenidos. En las últimas décadas, las transformaciones de las tecnologías de la información y la comunicación, y la expansión universal de Internet generaron un campo de reflexión que aborda estas dimensiones a través de la crítica epistemológica que realizan las teorías feministas de las tecnologías. Sin embargo, cada vez que un suceso irrumpe como acontecimiento mediático en el discurso público, ya sea por su replicabilidad, viralidad o repercusión en la agenda, parece que volvemos al punto cero.

No hace mucho tiempo atrás los femicidios eran llamados crímenes pasionales. En la cobertura informativa nacional de los casos de violencia contra las mujeres, se develaban detalles de la vida íntima de las víctimas y se construía un relato descontextualizado con ribetes policíacos espectacularizantes. Si bien ha habido algunos cambios en el tratamiento noticioso, aún hoy pueden leerse y escucharse titulares con detalles morbosos que anuncian «otra mujer hallada muerta».

Hasta hace muy poco tiempo, la explotación sexual solamente era nombrada públicamente como tal cuando la magnitud del hecho no admitía eufemismos. A raíz del impacto que tuvo la investigación de la Operación Océano y en nombre del «debate», en un programa televisivo de interés general del horario de la tarde, un participante puso en tela de juicio el grado de responsabilidad de los adultos (en general, no del caso específico) que ofrecen retribuciones a menores de edad. Es decir, relativizó un delito descripto en el artículo 4 de la ley 17.815. Las intervenciones del orden de la percepción y la opinión acerca de los límites del crimen se repitieron durante más de media hora: que cuántos años, que dónde están los padres, que si estudian, que algo habrán hecho, que las adolescentes ahora vienen más grandes. Como si se tratara de productos y no de personas en pleno crecimiento. Como si ellas no estuvieran del otro lado de la pantalla.

Un comunicador le grita insistentemente a una periodista, no escucha sus argumentos y la manda callar amparado en el show de la polémica. Un invitado a un programa matutino dice que «las mujeres también violan» cuando es consultado sobre denuncias de público conocimiento en el ámbito del carnaval. Ante el anuncio de su incorporación a un programa periodístico, una comunicadora debe enfrentar mensajes de desprestigio en su cuenta personal de Twitter. ¿Cuál es el andamiaje que hace legítimo mandar callar, mandar a su casa o a barrer a las mujeres con voz pública? ¿Por qué está autorizado insinuar intercambio de favores, conductas excesivas o desvíos cuando las mujeres intervienen en el debate? ¿Cómo es que opinar sobre su imagen, su vida íntima o su edad significa discutir ideas, puntos de vista o saberes? No son hechos aislados, no fue en otra época.

La categoría violencia mediática emerge en el transcurso de los años cuarenta como parte del abordaje de la influencia de la televisión, especialmente sobre las infancias, en los hogares norteamericanos. Durante los sesenta, en el pasaje de los estudios de la mujer a los de género, comienzan a analizarse los espacios públicos mediatizados incorporando la violencia simbólica como categoría abarcativa. En Uruguay, la ley 19.580 ofrece una caracterización de 14 tipos de violencia, entre las que están la violencia mediática y la simbólica. Esta tipología es el resultado de una historicidad.

Los principios de libertad, igualdad, inviolabilidad, equidad, inclusión, diversidad, participación y comunicación se reconocen en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) como condición necesaria para la libertad de expresión, el derecho a la información y el acceso universal a las tecnologías y al conocimiento. La relevancia de las industrias de la comunicación en la erradicación de la violencia de género fue reconocida y explicitada por los dos marcos jurídicos internacionales más importantes en la promoción de los derechos humanos de las mujeres: la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1981) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (1994). Desde entonces, científicas, políticas, activistas, intelectuales y mujeres organizadas unieron esfuerzos por extender los derechos humanos de las mujeres como condición para asegurar su participación en el espacio público. Un hito clave en el abordaje de estos asuntos fue la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, de 1995. En la Plataforma de Acción de Beijing se recogen las preocupaciones presentadas por mujeres de todo el mundo acerca de la desigualdad en el acceso y la participación en los medios y las tecnologías de la información, al tiempo que se observa cómo las mediatizaciones construyen discursos que producen y reproducen la violencia estructural que sufren las mujeres. De allí surge el conocido «Capítulo J: La mujer y los medios de difusión».

Los discursos mediatizados operan en la construcción de sentido y subjetividad. Su producción, circulación y consumo no son neutros. Entender la multidimensionalidad de la violencia mediática implica el reconocimiento de que la violencia contra las mujeres es estructural y de orden simbólico. La revictimización, la cobertura sensacionalista, la ausencia de personas idóneas en los debates y la reproducción de estereotipos normalizantes y disciplinadores de la asignación de género no son asunto de opiniones ni, exclusivamente, de contenidos. La subrepresentación de las mujeres en los medios, la concentración del poder transmedia, las desigualdades de acceso a la información y al conocimiento forman parte de la violencia simbólica que legitima la circulación de unos sentidos en detrimento de otros. No han sido suficientes las campañas de sensibilización pública, ni las guías, ni los códigos, ni los contenidos alternativos. Hacer una cobertura con perspectiva de género no se trata sólo de incorporar ciertos términos para construir relatos atrayentes. Para desnaturalizar los sentidos androcéntricos es necesario transversalizar criterios que permitan distinguir la violencia de género en todos los discursos mediatizados.

En una investigación realizada por la asociación civil Comunicación para la Igualdad, de Argentina, publicada a inicios de este año, se sostiene que Uruguay, «en relación a los medios tradicionales, es el país donde más personas consideran que medios y periodistas no moderan activamente el debate, lo cual lleva a situaciones violentas». Las tensiones en el campo de la discusión sobre la libertad de expresión, el discurso de odio, la libertad de prensa, el mercado, las garantías individuales y empresariales y las plataformas digitales se enlazan directamente con el problema de la violencia mediática y simbólica. No son discusiones saldadas, están en pleno auge y, por eso, más que nunca se hace necesario contar con datos situados y de alta calidad que permitan generar espacios de análisis, investigación y producción. En este sentido, el Observatorio sobre la Violencia Basada en Género, previsto en el artículo 18 de la segunda ley mencionada, es un instrumento imprescindible para el «monitoreo, recolección, producción, registro y sistematización permanente de datos e información sobre la violencia hacia las mujeres».

Es necesario promover acciones que permitan el diálogo e involucrar a la mayor cantidad de actores posibles. Es necesario el tiempo de pensar, distinguir y ponderar rumbos para la erradicación de la violencia mediática y simbólica en el marco de la expansión de los derechos humanos. De ello dependerá buena parte de los futuros posibles. Los futuros de las niñas, niños y adolescentes que están creciendo a la luz de las multiplataformas. Los futuros de las víctimas de abusos y explotación que se ven a sí mismas expuestas y representadas. Los futuros de las mujeres que trabajan en distintas áreas de la comunicación. De todas y cada una de las personas desautorizadas por el discurso violento de quienes continúan estando autorizados.

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