La operación es simple: empieza con una pintura rupestre y termina con un grafiti. Como la célebre elipsis del hueso en 2001: Odisea del espacio, el flamante libro de Liliana Colanzi traza una parábola total en poco más de 100 páginas. Desde la cueva prehistórica en la que una muchacha imprime su huella con sangre hasta el área restringida de un accidente nuclear, sus seis cuentos surcan la noche de los tiempos dejando una estela de radioactividad. Estalactitas creciendo en fast forward. El pacto faústico rubricado por una niña de ojos verdes. El nido del diablo sobre la instalación eléctrica. Un pueblo de Brasil bronceado con el flúor de una calabaza. Estábamos preparados para que el apocalipsis fuera la sinfonía del horror, no esta maravilla incandescente. Así no se puede.
Coronado con el Premio Ribera del Duero, otorgado en marzo por un jurado presidido por Rosa Montero, Ustedes brillan en lo oscuro es el tercer libro de Colanzi. El premio es oportuno y no es oportunista. Estos cuentos pueden remontarse al Neolítico o la mera superficie de Marte, pero en el fondo parecen trabajar con temas de agenda. Así, de la misma manera en que «Atomito» pone sobre la mesa la preocupación ecológica y nuclear en el preciso momento en el que caen bombas alrededor de Zaporiyia, relatos como «La deuda» (o «El camino angosto» o «La cueva» o casi todos) revelan las implicancias del deseo femenino en el mundo patriarcal. Colanzi nunca baja línea. Tiene un sentido del humor demasiado negro para ser políticamente correcta (uno de sus personajes trabaja en un negocio llamado Pollos Bin Laden) y, aunque «Ustedes brillan en los oscuro» hace usufructo del material periodístico del accidente radiológico de Goiânia, no condesciende a la denuncia. La amenaza, como en Anihilation, es puro arrobamiento.
Destilada entre la Amazonia boliviana (Colanzi nació en Santa Cruz de la Sierra) y las costas de Ithaca (desde hace varios años, trabaja como profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell), su prosa es como una ostra mutante. Toma la jerga de los adolescentes cruceños o el martilleo del papeleo jurídico y, bajo la presión sulfúrica de su océano, entrega finalmente una perla. Después otra y acaso otra. Siempre ligeramente deformes. Esa metodología no admite la ansiedad, pero provoca mareos. Así, en cuentos como «La cueva», uno parpadea y ya está en la siguiente era. Ahora lo ves, ahora no lo ves.
—¿No te genera vértigo?
—Sí. De hecho, ese cuento me permitió procesar un vértigo que sentía en mis 20 años, cuando hacía el ejercicio de pensar la vida del planeta Tierra. La forma en la que se creó el sistema solar, la forma en la que el sistema solar se integra a una galaxia y la forma en la que hay miles de galaxias en el universo. El vértigo de pensar cuál podría ser el origen del universo y el horror cósmico de saber que el universo tiene un final. O que quizás ese final ya ocurrió y todavía no nos hemos enterado porque no ha llegado a nosotros el proceso entrópico de contracción del universo. Puede ser que el universo ya se haya acabado y que estemos en el medio del Big Crunch, pero aún no nos hemos enterado. Esa idea me generaba un vértigo terrible. Un terror existencial con el que, sin embargo, me fui reconciliando. Saber que somos apenas un chispazo en el universo, un grano de arena en el desierto, me producía una sensación de insignificancia que no era agradable, que estaba muy vinculada al pánico. Con el paso del tiempo fui haciendo las paces con esta idea. Saber que los seres humanos no somos el centro del planeta Tierra –mucho menos del universo–, saber que no somos la criatura o la especie más importante de este planeta y ni qué decir del resto del universo más bien me dio una sensación de humildad y de agradecimiento de poder al menos ser testigo de una parte ínfima de esa historia.
—En realidad, tal como lo comentás, lo que viviste es un proceso filosófico.
—Lo que pasa es que nos crían con esta idea cristiana en la que el ser humano es el centro de todo. Cuando Dios crea el mundo, supuestamente le dice a Adán: «Aquí están los animales para que reines sobre ellos, para que te alimentes de ellos y los uses para vestirte; aquí están las plantas, para que te alimentes de ellas». Es una ideología en la que estamos en el centro de la creación como reyes, como dueños de todo lo viviente y como dueños de todas las criaturas. Y salir de ese tipo de mentalidad, descentrar nuestra presencia en la Tierra y darnos cuenta de que somos una especie más puede resultar desestabilizador. Pero creo que es necesario porque es esa ideología la que nos ha conducido a la devastación medioambiental en la que estamos inmersos. Un baño de humildad no solo no hace mal, sino que es urgente.
—Uno de los temas que subyacen en este cuento –y en el libro en general– es precisamente la preocupación ecológica. Quizás como aparece en Ursula K. Le Guin, a través de su corrimiento del antropocentrismo. ¿Hay una premeditación?
—En realidad, quería explorar qué más se podía contar. He tenido muchos cuentos narrados desde la perspectiva de diferentes personajes y me interesaba tomar un camino distinto. Un camino que antes no hubiera tomado. Entonces elegí contar los sucesos que transcurren en una cueva a lo largo de miles de años para darme la oportunidad de jugar un poco con la imaginación y poder ampliar el registro. Así fue como, de una manera quizás un poco ensayística, también van apareciendo procesos como la formación de estalactitas y estalagmitas a lo largo de miles de años. Un registro que tiene un asidero con la realidad y que está mezclado con otros elementos especulativos, como la presencia de vida alienígena en la cueva o de animales mutantes, como los murciélagos. Quería mezclar elementos de lo real con elementos de la ciencia ficción y crear un mundo en el que la interacción entre ambos elementos fuera posible o plausible. Algo similar pasa con «Ustedes brillan en lo oscuro», en el que he usado fragmentos del juicio de responsabilidades a los médicos que eran los dueños del hospital abandonado en el que se encontró el material radiactivo, así como la fotografía de un grafiti que existe en Goiânia y otros fragmentos que dan cuenta de elementos de la realidad. Pero mi cuento no es una crónica periodística: es una forma de aprehender esta historia a través de la ficción.
—En ese sentido, algo que resulta poderoso de tus cuentos es que el apocalipsis es fascinante. Muchas veces, se encuentra concentrado en pequeños detalles como el polvo brillante de Goiânia. ¿Cómo opera sobre vos?
—Hay algo muy inquietante en esa contradicción entre la apariencia inofensiva o incluso muchas veces atractiva o bella de la naturaleza y la amenaza que está oculta detrás de esa apariencia. Un fenómeno que, por otro lado, es absolutamente contemporáneo. Podemos ver el agua del océano como prístina y clara, pero está llena de microplásticos. Podemos pensar que el aire este que respiramos está limpio y, sin embargo, está lleno de partículas cancerígenas. Podemos pensar, como en Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, que estamos yendo al campo, a uno bucólico, tranquilo y hermoso, pero en realidad estamos entrando a una zona envenenada. Ese contraste entre la apariencia inofensiva y pastoril de la naturaleza con todas las amenazas escondidas es un fenómeno asociado al presente que me interesa explorar. En «Ustedes brillan en lo oscuro» aparece con esta luz azul hermosa y atractiva que, en realidad, esconde un potencial destructor enorme.
—Otro de los temas de fondo es el sexo. Mejor aún: las implicancias del sexo para las mujeres. En ese sentido, ¿qué tipo de lazo establecés con tus personajes femeninos?
—Varias personas me han mencionado esta recurrencia alrededor del tema del embarazo. No fue una presencia premeditada, sino que fue saliendo y acontece de diferentes maneras. En algunos casos, la maternidad es un deseo ardiente. En otros, es vivida con mucha ambivalencia. En otros, es una fuente de espanto, una imposición. Y, en otros casos, interfiere con la posibilidad de la supervivencia. Es un tema que me interesa explorar porque pienso que la maternidad ha atravesado representaciones muy idealizadas, muy rígidas y muy limitadas. Todas las mujeres que conozco tienen relaciones muy complejas tanto con la posibilidad de ser madres como con el hecho de su propia maternidad. Estas relaciones están cruzadas por la duda, por la ambivalencia, por el arrepentimiento y me parece interesante explorar todos estos matices en los personajes. Creo que parte de una exploración personal. En los últimos años me he pasado preguntándoles a las mujeres que conozco si son madres porque lo planificaron, si siempre estuvieron absolutamente seguras del deseo de ser madres y si no se han arrepentido de hacerlo. Y la gama de respuestas que he recibido ha sido bastante iluminadora. Yo tengo 41 años, una edad que me plantea de manera urgente si es un camino que yo quiero para mí. Nunca fue un deseo que yo hubiera sentido de manera primal. Siempre se me antepusieron un sinlímite de prioridades: desde la escritura hasta cuestiones más banales, como el deseo de hacer un viaje. No ha sido una prioridad, pero sí aparece como una curiosidad por ese vínculo.
EL BIG CRUNCH
Hija de una boliviana de la región del Beni y de un italiano de los Abruzos, Colanzi nació y creció en Santa Cruz de la Sierra, una ciudad montada sobre tensiones geográficas, sociales y políticas. Por un lado, es la puerta de entrada a la Amazonia. Por el otro, es la «capital petrolera, sojera e inmobiliaria» que todavía se jacta de ser la ciudad más «occidental» de Bolivia. Allí, Colanzi no solo estudió Comunicación Social y comenzó a medir los alcances de su lengua, sino que tomó el impulso para lanzarse a buscar otra cosa. Con un título de la UPSA bajo el brazo, se subió a un avión, consiguió una maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Cambridge y poco después se doctoró en Literatura Comparada en Cornell.
En 2010, publicó el iniciático Vacaciones permanentes. El libro circuló con un perfil extremadamente bajo en el Río de la Plata. Publicado por la desaparecida editorial Reina Negra o importado en cantidad ínfimas a través del sello boliviano El Cuervo, hizo un camino de hormiga que, a pesar de todo, le permitió a su autora meterse en antologías de alcance continental como Ochenteros o Bogotá 39. De pronto, sucedió algo puertas adentro. A juzgar por «La ola», el cuento que acusó su transformación definitiva, Colanzi encontró un agujero de gusano para salvar la distancia entre Cornell y Santa Cruz. Si no era su voz, la hizo su voz.
«Este es el tronco de todas las historias», decía el epígrafe de su segundo libro, «habla de nuestro mundo muerto». Si bien la contratapa construía deliberadamente un árbol genealógico con Sara Gallardo u Horacio Quiroga, el sprint de Colanzi parecía disparado hacia el futuro. Es decir, el presente. Así, se encontró contenida por una generación y fundó la editorial Dum Dum como otra forma de intervenir en la discusión de su época. Si la canción ayorea que abría Nuestro mundo muerto (2016) era una invocación, el fantasma construyó su propia tabla ouija. Hablaba en una lengua nueva.
—La voz de tus libros parece inscribirse en esa tensión que se concentra en un lugar como Santa Cruz de la Sierra. ¿Vos cómo lo sentís?
—Santa Cruz es actualmente la ciudad con más migración de todas las otras regiones del país, lo cual hace de ella un lugar muy complejo; también es una ciudad con un movimiento LGBTQ+ muy vital. Sin embargo, está capturada por una elite empresarial que se aferra a un discurso anticolla, racista y ultraconservador, y a un modelo económico extractivista y depredador. Hace unos meses la escritora aymara Quya Reyna dijo que Santa Cruz era colla, morena e india y la atacaron con insultos racistas; un influencer incluso le contestó que los cruceños, a diferencia de la gente de la región andina, habíamos llegado de Europa en barcos y que nuestra cultura proviene por completo de Europa. En Santa Cruz tenemos autoridades espantosas y retrógradas: durante décadas fue alcalde un hombre que les agarraba el culo en público a las concejalas y a todas las mujeres con las que se encontraba, y la gente lo aplaudía; ahora es gobernador el líder de la ultraderecha. Es verdad que Santa Cruz es una puerta de entrada a la Amazonia y por eso mismo cada año hay incendios forestales de dimensiones apocalípticas, porque al monte lo están arrasando para ampliar la frontera agrícola. Por otro lado, hay un discurso alternativo muy interesante que se está gestando desde los colectivos maricas y desde los feminismos populares. A mí me gustaría una Santa Cruz en la que la gente no se identificara con el patrón, con el empresario, con el exitoso, sino en la que hubiera más lucha de clases y fuera posible imaginar otro tipo de futuro que no pasara por meterle tractor, topadora y ganado al monte.
—Hace un tiempo hablaba con Mariana Enríquez y me decía que, como nunca antes, amaba leer a sus propios contemporáneos. ¿Te gusta o te interesa sentirte parte de una generación?
—Aprendo mucho de mis contemporáneos. En mi último libro hay ecos de Tres truenos, de Marina Closs, Mugre rosa, de Fernanda Trías, «Astronauta», de Denis Fernández, «El cementerio de elefantes», de Miguel Esquirol, pero también de Un colapso de caballos, de Brian Evenson, Las lágrimas, de Pascal Quignard, «El hombre del traje negro», de Stephen King, o «Cabra roja, cabra negra», de Nadia Bulkin. Como editora he tenido la suerte de publicar a Martín Felipe Castagnet, Juan Cárdenas, Mónica Ojeda, Gabriela Wiener, Gabriel Mamani Magne y Elías Caurey. Y de los libros que leí en los últimos meses me encantó Furia, de Clyo Mendoza.
—Bueno, en 2017 arrancaste con Dum Dum y lo primero que sacaron fue Eisejuaz, de Sara Gallardo. Es una forma de inscribirse en una saga, también. ¿En qué árbol genealógico te sentirías cómoda?
—¿Puede una escritora inscribirse en un árbol genealógico que ha borrado a las mujeres durante cientos de años? Creo que las «genealogías» les corresponden a los hombres, que además tienen la pulsión de matar al padre para ocupar su lugar. Las escritoras, en cambio, hemos tenido que salir a buscar los huesos y las voces de nuestras ancestras en los olvidaderos de la historia. Yo no crecí leyendo a María Virginia Estenssoro, o a Sara Gallardo, o a Amparo Dávila, o a Clarice Lispector, o a Marosa di Giorgio. Así que no puedo hablar de genealogías, y mucho menos de sentirme cómoda en una sucesión que se pasa de hombre a hombre, que elimina a las mujeres. Las escritoras no tenemos linaje, venimos de la bastardía, del desacato, de la desobediencia.
—Algunos de tus textos tienen, como charlamos, una suerte de arrobamiento apocalíptico. En ese sentido, ¿cómo sobrellevaste la cuarentena? ¿Descubriste, o recuperaste, o perdiste algo de vos que ignorabas?
—Sobrellevé la pandemia lo mejor que pude hasta que anunciaron la vacuna, que yo pensé que sería el fin de todo este horror. Pero después nos dimos cuenta de que la vacuna tardaba mucho en llegar o directamente no llegaba a algunas regiones del sur global, y que, aquí en el norte (más concretamente en Estados Unidos, donde vivo), eran muchos los que no se querían vacunar, y por lo tanto el problema sería imposible de contener: estábamos ante una nueva realidad, no habría ya marcha atrás. En ese momento fue que, psicológicamente, la pandemia me empezó a ganar, y sobre todo porque al poco tiempo mi padre murió de covid por no tener acceso a la segunda dosis de la Sputnik, que tardó meses en llegar a Bolivia. Ha muerto muchísima gente de covid en los últimos dos años, ha sido una verdadera masacre. Creo que todos estamos o hemos estado en duelo, y sin embargo continuamos como si las cosas siguieran igual. ¿Cómo se me manifestó la locura? Volví a tener ataques de pánico, después de muchos años de no pasar por eso, y un miedo extremo a hablar en público, del que recién estoy saliendo.