—Deberíamos comenzar explicando cuál es tu trayecto de investigador sobre el narcotráfico y qué te llevó a emprenderlo.
—Soy periodista desde hace 22 años, especializado en la cobertura del crimen organizado y particularmente en el narcotráfico. Hace 15 años que me dedico a investigar casos de grandes grupos de narcotraficantes, sobre todo en Brasil, pero también en países de la región, como México, Colombia, Perú, Bolivia y Paraguay. A partir de esas investigaciones, publiqué algunos reportajes y también libros. El primero, en 2017, fue Cocaína: a rota caipira [Record, Río de Janeiro], lo que sería algo parecido a «la ruta campesina», porque recorre el interior del país y es la principal vía del narcotráfico en Brasil. Después, en 2021, publiqué otro libro, derivado de este, Cabeça Branca [también de Record], una biografía de Luiz Carlos da Rocha, el mayor traficante que Brasil ha tenido, según mi evaluación y la de especialistas de la Policía brasileña. Y en ese proceso, naturalmente, investigué sobre el Primeiro Comando da Capital [PCC] y las organizaciones rivales.
—La historia comienza en una ruta…
—Es que yo era periodista en el interior del estado de San Pablo. Y por allí pasaba la cocaína rumbo a las ciudades de San Pablo y Río de Janeiro, que son grandes centros consumidores. Además, San Pablo tiene el puerto de Santos, por donde la cocaína se exporta, lo que hoy es el gran negocio del PCC.
—Recientemente escuché a dos estudiosos de las políticas criminales en América Latina sostener que las rutas del narcotráfico son, en definitiva, las mismas que las de otros tipos de comercio ilegal. Ellos hablaban de un trayecto desde Guayaquil hasta Galápagos y de ahí a Costa Rica, que era empleado tanto por el narcotráfico como por los traficantes de especies protegidas. ¿Es así?
—Exactamente. La ruta caipira empezó a ser transitada en los años setenta con contrabando de café. En esa época Brasil cobraba impuestos muy altos a la exportación de café y los de Paraguay eran insignificantes. Los productores de café, sobre todo los del interior de San Pablo, lo contrabandeaban a Paraguay para exportarlo desde ahí. Y en los años noventa, cuando este negocio deja de ser interesante porque cambia la tributación, la dirección del camino se invierte y por la misma ruta se trae, desde Paraguay, la cocaína.
El eje sigue estando en las ciudades de Punta Porá, del lado brasileño, y Pedro Juan Caballero, del paraguayo, que son prácticamente una sola ciudad. Por allí pasa hacia Brasil buena parte de la cocaína que Paraguay recibe de Bolivia y Perú. Dominar esa región es dominar la ruta. Y el PCC lo entendió. Por eso intentó controlarla, lo que llevó a un conflicto con Pedro Jorge Rafaat, que era el gran capo de esa frontera, historia que culminó con el asesinato de Rafaat en 2016.
Y también es muy antigua, está muy establecida y ha tenido muchos usos la ruta del río Paraguay, que baja por el Paraná y llega al Río de la Plata, involucrando a Uruguay. Precisamente, al leer sobre Sebastián Marset, me acordé de Gustavo Durán Bautista, aquel gran traficante colombiano, un caso interesante, que se había instalado en Salto y que fue apresado en su propiedad, en 2007, con 495 quilos de cocaína pura. Hasta donde sé, Marset está operando por esa vía, que culmina en el puerto de Montevideo, desde donde la cocaína sale hacia Europa.
—Algunos informes mencionan que Montevideo ofrece al narcotráfico la ventaja de ser un punto de salida «contraintuitivo», por su mayor distancia de los puertos de llegada…
—Y por la falta de fiscalización, como ocurre en Paraguay. Paraguay no tiene ningún control sobre lo que pasa por el río. Es increíble. Ese país es complicado, con una corrupción muy evidente. No es que no haya corrupción en Brasil, pero aquí aún hay ciertos controles.
—El Departamento de Estado de Estados Unidos dice que las rutas hacia el sur se habrían vuelto más difíciles por un control más eficiente de la Policía, y que por eso buena parte de las cargas se estarían orientando hacia el norte, hacia la Amazonia. ¿Coincides?
—Solo en parte. La verdad es que, generalizando, porque las rutas son innumerables, en América del Sur tenemos dos grandes rutas. Una es la del sur: Paraguay, centro-sur de Brasil, Argentina y Uruguay. Es una vía importante porque cuenta con centros urbanos mayores y una estructura aeroportuaria y portuaria mayor también, un desarrollo logístico que facilita transportar la droga, que incluye una red de carreteras bien estructurada, todo lo cual facilita la exportación de cocaína a Europa, que es el gran negocio actualmente. La segunda es la ruta amazónica, que sale de Perú y Colombia, muchas veces ni siquiera pasa por Brasil, y va hacia el Pacífico, siguiendo caminos como aquel que iba de Ecuador a Costa Rica y de allí al Caribe. Es una vía orientada más bien hacia Estados Unidos.
—Has mostrado también cómo el narcotráfico se ha ido sofisticando. ¿Cuáles serían las etapas de ese proceso?
—Analizando el narcotráfico en perspectiva histórica, el primer aprendizaje que observo es que el jefe de la pandilla descubre que se tiene que alejar de la droga. Los primeros grandes narcotraficantes intervenían personalmente en el transporte. Luego se dan cuenta de que deben mantener distancia, porque cuanto más cerca estén de la carga, mayor es el riesgo de ir presos. La segunda lección es la compartimentación. Antes no era difícil lograr que quien transportaba la droga terminara delatando al jefe de la pandilla. Con la compartimentación, los niveles inferiores de la banda desconocen para quién trabajan y eso protege a la cabeza del esquema. Y la tercera lección es advertir el riesgo de la verticalización. En el Cártel de Medellín todo dependía de Pablo Escobar. Caído Pablo Escobar, todo se desarma. El PCC lo aprendió y creó una estructura horizontalizada, organizada en lo que ellos llaman sintonías; está la sintonía de las corbatas, que son los abogados, la sintonía tal, que se ocupa del transporte, y así. Y la sintonía que lo encabeza es una cúpula, no es Marcola [Marcos Willians Herbas Camacho] solo, aunque sea realmente un gran líder. Pero si eventualmente Marcola muriese, el PCC va a continuar. En esta estructura, eliminando a la cabeza no se viene abajo todo. Y todas estas lecciones aprendidas dificultan el trabajo policial, a lo que ahora se suma la cuestión de la comunicación. Con las nuevas aplicaciones, en las que los mensajes son encriptados, las escuchas telefónicas prácticamente ya no existen.
—Hace poco decías que el PCC dominaba en San Pablo, mientras que a Río se lo disputaban las milicias, el Comando Vermelho y el Terceiro Comando Puro. ¿Sigue siendo así?
—Sí. Río no consigue organizarse ni en el crimen… En San Pablo el PCC realmente domina el crimen. Es interesante el poder regulador que ejerce. Allí cayeron los homicidios y no porque la Policía sea más eficiente, sino por la regulación del PCC. El PCC no quiere violencia, no quiere atraer la atención de los medios y de la Policía, quiere lucrar en silencio.
—Se ha hablado mucho del papel del encarcelamiento masivo en el surgimiento del PCC. ¿Cuál es el vínculo entre estas dos cosas?
—El PCC nace como una especie de sindicato de los detenidos. Su creación es una reacción a la masacre de Carandiru. Como se recordará, en 1992 una rebelión de los presos de la cárcel de Carandiru –en la ciudad de San Pablo– fue ahogada mediante un baño de sangre. Hubo 111 presos muertos. Entonces, los presos percibieron que tenían que unirse contra un Estado corrupto y una Policía asesina. El PCC nace con esa filosofía: defender los derechos de los presos, aunque no por vías legales, claro. Eso perdura hasta 2002, 2003, cuando Marcola asume el liderazgo y pasa a invertir fuerte en el narcotráfico, a la vez que el PCC se expande fuera de las cárceles. El PCC nace en las cárceles y desde allí se extiende: es fruto del encarcelamiento masivo, el resultado de eso, de las prisiones abarrotadas, de las condiciones de salud absolutamente inhumanas. Fruto de un Estado que encarcela mucho y encarcela mal, sobre todo a pequeños traficantes. Esa discusión sobre hasta qué punto tiene sentido detener a un microtraficante y encerrarlo en una prisión, de la que va a salir con un posgrado en el crimen, está cada vez más vigente. Por eso es muy interesante que Uruguay haya descriminalizado la marihuana.
—En Cocaína citas una línea del estatuto del PCC que dice: «O comando não tem limite territorial» y describes cómo, para evitar los costos de la intermediación, han ido reclutando integrantes en los países proveedores.
—A partir de los años dos mil, ellos caminan hacia el Oeste y se establecen en las fronteras de Paraguay y Bolivia. Entonces se ocupaban de encontrar proveedores de cocaína para alimentar sus puntos de venta en San Pablo. Todavía no exportaban. Eso fue hasta 2012 aproximadamente. Esa marcha hacia el Oeste tiene su ápice en la muerte de Rafaat. De allí en adelante, penetran en Paraguay y Bolivia, y hoy son un cártel porque dominan desde la producción, en la selva boliviana, hasta la exportación: toda la cadena. Para convertirse en una mafia, solo les falta lograr una infiltración consistente en el Estado. Hoy aparece algún caso de infiltración, pero son todavía episodios puntuales, sin la dimensión que tenía la infiltración de la mafia en el Estado italiano o en Estados Unidos. De momento el PCC no muestra tener ambiciones políticas como las que mostró Pablo Escobar.
—¿Puede esperarse que la organización se siga extendiendo?
—Ciertamente. La fiscalía del estado de San Pablo sigue ese proceso muy de cerca y señala que la cantidad de miembros del PCC en los países vecinos es cada vez mayor. Prácticamente todos ellos tienen células del PCC, Uruguay inclusive, ya desde hace un tiempo.
—Se dice que es más probable que veamos salir al PCC desde nuestras cárceles que entrando por nuestras fronteras. ¿Qué opinas?
—No hay duda de que hay brasileños presos en las cárceles uruguayas que integran el PCC y allí estarán expandiendo su ideología. No sé cómo es ahí, pero en los noventa el PCC hizo algo interesante en las cárceles brasileñas que fue prohibir el uso del crack, porque esta droga deja a la persona completamente alucinada y pierde el control de sus actos, entonces la organización no puede mantener el control de su gente. Si ustedes empiezan a ver que en sus prisiones ya no se consume crack, tal vez sea una señal de que el PCC está empezando a controlar el sistema carcelario… [Risas.]
—Cuando mencionaste al PCC como sindicato, recordé que, leyendo Cocaína, me llamó la atención el lenguaje que emplean: el comando tiene una ideología, sus reclutas se llaman entre sí irmãos, hablan de bautizo. ¿Qué función tiene todo eso?
—Son rituales que creo que imitan a la mafia. Para entrar al PCC hay que ser bautizado y para eso hay que tener un padrino, es decir que un miembro del PCC tiene que proponer al candidato y hacerse responsable de sus actos. Si el nuevo comete algún desliz, la punición caerá tanto sobre él como sobre su padrino. Su ideología es un conjunto estricto de reglas. El PCC permite que sus integrantes tengan negocios ilícitos propios, pero nunca pueden dejar de cumplir las misiones que les encomienda. Y, por supuesto, no es permitido desviar dinero ni armamentos de la organización. Tienen tribunales del crimen. Los jueces son líderes que casi siempre están presos y que transmiten sus fallos a viva voz por celular. Las condenas suelen implicar la tortura y la muerte. Y las reglas son, en general, seguidas. A cambio, se reciben beneficios. Si un miembro cae preso, el PCC paga su abogado y un salario a su familia, entre otras cosas.
—En tu último libro mostraste un modelo diferente, el modelo de Cabeça Branca…
—Es el modelo empresarial. Él estaba por encima de esas organizaciones. Para él eran clientes como cualquier otro. Era un gran mayorista de cocaína. A lo largo de tres décadas construyó un esquema logístico impresionante. Porque en países de tránsito, como Brasil y Uruguay, el secreto es la logística. El mayorista debe comprar la cocaína y trasladarla hacia su punto de salida. Cuantas más rutas para hacerlo tenga, mayor será su poder. Cabeça Branca tenía una flota de aviones, una flota de camiones, funcionarios en casi todos los puertos brasileños. En Brasil o en Uruguay, el secreto es ese.
—Y por eso es bueno tener estancias…
—Exacto. Él tenía estancias en Mato Grosso que servían de depósito para la cocaína que llegaba en avión y de allí continuaba en camión hacia los grandes centros.
—Treinta años estuvo impune…
—Es increíble. Lo que impresiona es que nunca cayó en la tentación de ostentar la riqueza y el poder que tenía. Todos los otros grandes traficantes cayeron en ella. Pablo Escobar lo hizo. Cabeça Branca supo mantenerse en la sombra. La Policía Federal ni siquiera tenía una foto de él. Tan discreto es que ni siquiera hoy, ya preso y condenado, ha querido hablar conmigo. Impresiona su disciplina mental.
—Pero este caso también enseña sobre las formas más eficientes de combatir el narcotráfico, ¿no?
—También. Porque la operación que lo llevó a prisión fue muy diferente de otras. Elvis Aparecido Secco, el delegado de la Policía Federal que tuvo el papel central en su captura, también era economista. A partir de esa formación, se orientó hacia una política que no se enfocaba en las incautaciones de droga, sino en el secuestro de los bienes del criminal. Y creo que fue una opción muy válida. Porque el narcotráfico tiene tales niveles de ganancia que no le hace la diferencia perder una tonelada de cocaína.1 Eso no acaba con el esquema. Otra cosa es investigar el lavado de dinero y luego secuestrar los bienes del criminal. Esta fue una lección importante para la Policía Federal. La Policía comenzó buscando a un fantasma, alguien cuyo rostro permaneció desconocido por 30 años; una pesquisa que comenzó de la nada, siguiendo indicios débiles, y no con incautaciones. Las incautaciones vinieron cuando el criminal ya estaba preso. Creo que esta investigación es un modelo. Hoy muchas investigaciones exitosas comienzan analizando los movimientos financieros de las pandillas. Las aplicaciones de hoy, como decíamos, hacen que las escuchas ya casi no arrojen resultados útiles.
—Desde otro lugar, tú también llevas décadas con el narcotráfico. ¿Qué cosa crees que hizo a este fenómeno tan grave en nuestro continente?
—La desigualdad social brasileña y latinoamericana, que es escandalosa. El gran problema de Brasil es la desigualdad, sus periferias superpobladas por personas que no tienen la menor oportunidad de conseguir empleo en el mercado legal y que ven una salida en el tráfico. Eso está claro hace décadas. América Latina tiene que discutir seriamente su política de combate a las drogas. Se encarcela mucho, se mata y el problema solo crece. Hoy tenemos criminales mucho más articulados, que transitan por la alta sociedad y, al mismo tiempo, atraen a las personas pobres para que hagan el trabajo sucio por su falta de perspectiva económica. Esa guerra contra las drogas está perdida. Por eso digo que Uruguay hizo algo interesante con la marihuana. Hoy en Brasil, el Supremo Tribunal Federal está juzgando la descriminalización de la posesión de marihuana, porque, aunque parezca increíble, acá se sigue yendo a la cárcel por tener encima una pequeña cantidad, lo que solo agudiza el encarcelamiento masivo y agrava la situación. Es necesario discutir en serio la liberalización de las drogas. Creo que esto es consensual en todo el mundo. Esta guerra está perdida. Yo no tenía esa visión, pero ahora es lo que creo.
—¿Cambiaste tu visión a lo largo del recorrido?
—Cambié. Pasé a entender que esta guerra no es la salida. Cuando analizas tantas operaciones policiales durante tantos años, acabas entendiendo que siguiendo por este camino la cosa no termina nunca. Llevamos cuatro décadas en esta guerra y no llevó a nada. Y se gasta mucho dinero. Claro que la industria armamentista gana con eso y es lógico que los policías estén bien equipados. Pero yo me empecé a enfrentar a operaciones que se repetían una y otra vez, una y otra vez, y a preguntarme ¿hasta cuándo? No va a parar nunca si seguimos de esta forma.
1. Una tonelada de cocaína se obtiene a 1.000 dólares estadounidenses en Bolivia y se vende a 35 mil en los puertos europeos.